Federico II de Suabia: una perspectiva meta-histórica de Europa

 



Por Andrea Virga

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera


El aniversario del 26 de diciembre (aniversario número 826 del nacimiento de Federico II Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y rey ​​de Sicilia) es la oportunidad perfecta para que reflexionemos sobre algunos de los aspectos estrictamente meta-históricos y meta-políticos de nuestro discurso, para ello partiremos del símbolo que hemos elegido para representar al GRECE italiano.

 


De hecho, a diferencia del símbolo original del histórico centro de estudios de Francia, el cual está representado por el nudo bretón, posteriormente recuperado por algunas experiencias políticas italianas, la contraparte italiana del GRECE decidió optar por un plano estilizado del castillo de Castel del Monte del mismo Federico II, subrayando así, con total coherencia, la defensa de las diferencias etno-culturales hecha por GRECE según nuestras especificidades nacionales. Mientras que el primero se refiere al profundo sustrato celta que impregna gran parte del centro-oeste de Europa, desde el Atlántico al Danubio y desde las Orcadas al Po, un legado proveniente de una época anterior a los procesos de romanización y cristianización, el segundo, que también conserva una forma radial de origen solar, es la proyección de un contexto espacio-temporal diferente, incluso aunque pertenezca por completo a la civilización europea.

 

Castel del Monte, como otros cientos de castillos construidos o renovados, fue construido por Federico II con la intención de fortalecer su autoridad en el Reino de Sicilia en una colina cerca de Andria, en el corazón de la tierra de Puglia. La razón política de su creación se corresponde, por lo tanto, a la recomposición de la autoridad central frente a la fragmentación feudal. El proyecto de una monarquía universal llevado a cabo por los Staufen prefiguraba - es cierto - el advenimiento del Estado moderno (aunque en una perspectiva que trascendía las fronteras nacionales), pero, por otro lado, constituía una restauración del orden imperial romano que se había desintegrado en Occidente ocho siglos antes y que, en ese momento, también se estaba derrumbando en Oriente bajo los golpes de los cruzados y los turcos. De esa manera, una red de castillos leales al soberano inhibía cualquier acción centrífuga por parte de los barones y los municipios. Los grandes espacios del Norte, los bosques oscuros, los mares tormentosos, los páramos helados, los bosques brumosos, son para nosotros los portadores de la amenaza de un caos informe, si no existe la piedra de un vallum, de un castrum, de una via, de un templum, que imponga al cosmos la civitas.


Además, su compleja arquitectura revela, citando un documento de la UNESCO, "una fusión armoniosa de elementos culturales del norte de Europa, el mundo islámico y la antigüedad clásica", afirmando así una síntesis real no solo de las culturas presentes durante la época del Reino de Sicilia (las culturas griegas, latinas, árabes y judías, normandas y suabas), sino también las raíces que contribuyeron a dar vida a la Kultur europea (tal y como fue explicada por Spengler), denotando de ese modo una ruptura real con respecto al mundo clásico mediterráneo: es la unión entre los restos de la civilización clásica greco-romana con las poblaciones "bárbaras" de origen indoeuropeo y la religión cristiana que tiene un origen en el Medio Oriente. Si, en el pensamiento de los intelectuales franceses, el Mediterráneo ha aparecido a menudo como una barrera - y las culturas griegas y romanas en ocasiones han sido reinterpretadas anacrónicamente como obra de élites "arias" -, para nosotros, los italianos, los primogénitos descendientes de Roma, la relación con las costas del Este y del Sur del Mare Nostrum solo puede ser totalmente diferente.

 

Nuestro pequeño subcontinente, que es una península dentro de una península de Eurasia, rodeada por los Alpes, ha visto la afluencia y la fusión del Norte (latinos, galos, aqueos, godos, lombardos) y del sur (fenicios, pelasgos, tirrenos, bizantinos, árabes). No somos un cuerpo extraño a Europa, como se ha afirmado erróneamente, engañados por la actual polémica económica, sino el corazón del Imperio, donde fueron coronados Carlomagno y Carlos V, Otón y Barbarroja, emperadores romano-germánicos; donde San Benito comenzó a difundir la Cruz de Cristo y los manuscritos de Virgilio por toda Europa; donde fluían los pasos de los peregrinos y las caravanas de comerciantes al cruzar los pasos de los Alpes. Sin embargo, somos al mismo tiempo un muelle que se proyecta hacia el Mar Medio, hacia África y el Levante, donde durante milenios hemos negociado y conversado por medio del oro y el hierro. No existieron puertos sin un emporio en nuestras repúblicas, y las flotas de nuestras ciudades competían por los mares contra las de los reinos y los imperios.


Finalmente, a nivel simbólico, Castel del Monte es la verdadera corona imperial hecha de piedra, siempre bañada por el sol, y que está bajo el signo del ocho. Este es el número natural que sigue al siete y, por lo tanto, representa lo que está más allá de la perfección terrenal: el cielo de estrellas fijas e incorruptibles que se encuentra después de los siete planetas móviles, pero, sobre todo, según el simbolismo cristiano, es el Octavo Día, el día de la Resurrección, el domingo donde no existe la puesta del sol. Por supuesto, no es casualidad que los baptisterios, desde la época cristiana primitiva, tuvieran ocho lados. Sin embargo, las principales referencias, para el caso que estamos tratando, son dos: la Capilla Palatina de Aquisgrán, erigida por Carlomagno y que luego se convirtió en el lugar de su entierro, así como la sede de coronación de los reyes de Alemania; y la Cúpula de la Roca en Jerusalén, construida sobre la primera piedra desde la cual fue creado el mundo, donde fue formado Adán, donde Abraham ató a Isaac para sacrificarlo, donde Salomón colocó el Arca de la Alianza, donde Mahoma comenzó su viaje hacia el otro mundo, donde será tocada la trompeta del Juicio Final y los Templarios consagraron, durante un breve periodo, una iglesia latina. Castel del Monte, geográficamente, se encuentra aproximadamente a medio camino entre estas dos ciudades (aunque más cerca de la primera), no lejos del santuario de San Miguel Arcángel en el Monte Sant'Angelo y el puerto de Bari, a lo largo de las rutas de los peregrinos. El propio Federico fue un emperador cruzado – ¿y no fueron las Cruzadas otra cosa sino peregrinaciones armadas, como nos lo recuerda Cardini? – coronado tanto en Aquisgrán como en Roma y Jerusalén.

 

Dicho esto, la figura de este gran gobernante italo-germánico no solo es una inspiración para Italia, sino para toda Europa. Su reinado corresponde a la época de mayor poderío del Sacro Imperio Romano Germánico en el momento pleno del período clásico de la Edad Media, entre el Renacimiento del año 1000 y la crisis del siglo XIV. Aparte del Reino de Sicilia, que incluía todo el Sur de Italia, las fronteras imperiales se extendían desde el Ems hasta el Tíber, desde el Vístula hasta el Ródano, llegando a incluir Provenza y Silesia, Toscana y Frisia. Los Estados cruzados de Jerusalén y la Orden Teutónica juraron lealtad al Emperador, extendiendo sus dominios hacia el Este. Los otros reyes también reconocieron, al menos desde una perspectiva formal, la superioridad de su rango. Federico, llamado por su madre durante su nacimiento Constantino, extrajo de las ruinas de Constantinopla la idea del Emperador como Vicario de Cristo, y, por lo tanto, que el Emperador estaba a la par con el Papa, lo cual provocó la creación de las tesis y las afirmaciones de la facción gibelina que se expondrían durante los próximos siglos. Este Primer (y más auténtico) Reich fue el embrión de una unidad europea verdaderamente supranacional.

 

Con todo ello podemos llevar a cabo una reflexión más profunda con respecto a la relación entre Europa y Occidente, y, sobre todo, al papel que debe desempeñar la primera en este mundo globalizado en medio del contexto de la unipolaridad occidental liderada por los Estados Unidos y que está dando paso a la aparición de un mundo cada vez más multipolar, el cual se encuentra determinada por el ascenso de potencias emergentes como China. Las reacciones apocalípticas, que nos hablan de una "revolución mundial de los pueblos de color" o el "fin del hombre blanco", además de constituir una forma de resentimiento en el sentido nietzscheano, son fundamentalmente anacrónicas. Desde una perspectiva radicalmente antiliberal, como lo es la nuestra, la Belle Époque durante la cual el hombre blanco cristiano occidental dominaba el mundo no fue una época dorada por la que valga la pena llorar: más bien fue una época en la que, tras el velo de la supremacía y el progreso técnico, se preparaba una guerra fratricida que, durante un periodo de treinta años (1914-1945), redujo a nuestro continente a convertirse en un satélite y un límite fronterizo entre dos superpotencias. Mientras tanto, la explotación imperialista que se llevaba a cabo en África y en Asia sentó las bases de las grandes desigualdades entre el Norte y el Sur del Mundo, que son la causa de los actuales flujos migratorios que se han hecho insostenibles. Mientras tanto, la sociedad burguesa e industrial europea comenzó a estandarizar y a devorar todas las tradiciones locales, comenzando con las lenguas que eran consideradas como "minoritarias".

 

Sin embargo, si miramos los ciclos históricos en su totalidad, nos damos cuenta de que la excepcionalidad de Occidente solo ha ocupado el espacio de unos pocos siglos en el conjunto de la historia universal. Con su fin, se cierra la Gran Divergencia que representaba frente a las grandes civilizaciones orientales listas para recuperar el protagonismo que ellas tenían en el escenario global mucho antes del siglo XIX. La Europa que debemos construir y a la que debemos apuntar es, por tanto, políticamente la de Federico y no la Europa victoriana de los chovinismos nacionalistas enfrentados que contrasta con la tendencia hacia la unidad en la diversidad aplicada a un nivel continental; en lugar de la hegemonía global y la competencia inter-imperialista, queremos el equilibrio y la cooperación multipolar entre los grandes espacios. Además, vale la pena recordar hoy que el reinado de Federico II coincidió con el surgimiento de la Pax Mongolica, momento en el que Oriente fue unificado bajo el cetro de hierro de Genghis Khan y sus seguidores, razón por la cual se mantuvieron abiertas las nuevas rutas comerciales desde el Adriático hasta el Mar Amarillo: una época que anticipó al sueño chino de hoy de crear una red de rutas comerciales terrestres y marítimas diseñadas para conectar más estrechamente las dos costas de Eurasia.

 

Entonces, volvemos nuestra mirada para ir más allá de la imagen de esta Europa que, consciente de los límites impuestos por la sabiduría pagana y la doctrina cristiana, y que dialoga desde una posición de fuerza con los fuertes y trata a los débiles con justicia, sin sujeción ni arrogancia, que sabe responder con una serenidad apolínea a los desafíos tanto del Lejano Oriente como del Lejano Oeste, que opone a las sirenas fáusticas la sabiduría epicúrea del Stupor Mundi: “Necios como somos, queremos conquistarlo todo, como si tuviéramos tiempo para poseerlo todo”.

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