Qué es el Satanismo por Elémire Zolla.

QUÉ ES EL SATANISMO 

por Elémire Zolla.


 

[Fragmentos de Elémire Zolla, en Qué es el Satanismo, de su obra "Qué es la Tradición]

 

BRUJERÍA QUE RENACE

Aún no se ha llegado a conocer a un pueblo a fondo sin descubrir, oculta en las grietas de la sociedad o exhibida en lugares de honor, la brujería, el culto al mal sobrenatural. Pero es raro hallar un relato de esta omniprescencia, por no decir una teoría, que no sea lastimosa.

En tanto hubo una Cristiandad, el europeo que visitaba pueblos diferentes aplicaba el versículo bíblico, "idola gentium daemonia" (Sal 96, 5), y, donde a todas las cosas se les da un único nombre, todo se oscurece. Pero el etnólogo, a quien la Ilustración haya reducido las facultades superiores a la vaga sensibilidad y el raciocinio maquinal, ¿qué es lo que podrá ver, cómo sabrá juzgar?

Ha sido educado para sonreír, pacientemente, ante la palabra brujería, y no puede imaginarse que esa sonrisa suya, esbozada ante cualquier forma de lo sobrenatural, no es para un observador distante sino una variante de los gestos rituales de execración y de miedo de los que se ríe. También ha sido entrenado para mostrar muchas otras reacciones forzadas, entre ellas la idea de que "caza de brujas" equivale a persecución injusta; Whitman vociferaba: "La madre, condenada por bruja, quemada ante sus hijos. ¡Lo oigo, lo escucho!". A veces se hace cualquier cosa para convencerse de que la brujería nació de los desgarros de la miseria; en otras, se nos trata de persuadir de que, por decirlo en la jerga de una de las causas de internamiento en el manicomio, es como si se archivase el caso en una estantería del cosmos-burocrático.

¿De los desgrarros de la miseria nacerían las prácticas de reinas de Francia, de duques de Milán? ¿De relaciones de producción de mercancías, lo que se encuentra sin apenas cambios entre pastores libres, mineros cojos, magistrados de las obras hidráulicas mesopotámicas o chinas?
Si al "espíritu científico" se le diese un sentido nato y no mítico, éste debería sugerir al etnólogo un simple conjunto a meras noticias y, por ello, hacerle discurrir la hipótesis que las disponga en el orden más uniforme. Pero ¿cómo narrar sin experimentar emoción de ninguna clase? ¿Y quién osaría aceptar hipótesis que desbarataran todos los orgullosos dogmas inculcados por doscientos años de progresismo?

Hemos llegado a un momento histórico en que el envoltorio de plomo de las teorías materialistas, en las que el hombre se había encerrado para no recibir más influencias celestiales ni tampoco emanaciones de los infiernos, empieza a resquebrajarse por abajo, y los espíritus del mal suben adueñarse del hombre inerme, que ha olvidado los conjuros más simples. La profecía y la imagen son de Guénon. Con la ayuda de drogas y de ascesis religiosas invertidas, de luces estroboscópicas, de ritmos cardíacos reverberados y de fragores infernales, de abyecciones y suciedades, de la renuncia a todo orden intelectual, hoy nos ofrecemos a la posesión demoníaca.

Quienes nunca han perdido por completo el conocimiento del doble orden de influencias al que está expuesto el hombre adquiere, en esta difícil situación, un derecho eminente de enseñanza. Bolaji Idowu, director del Departamento de Historia de las Religiones de la Universidad de Ibadán, ha desafiado la histérica defensa del hombre blanco corriente con una apelación a la evidencia de la brujería. Habla en nombre de estudiosos y sacerdotes africanos que sienten la presencia de la brujería, del sometimiento de las almas perseguidas por sólidas voluntades ayudadas por fuerzas no naturales. Pero ¿cómo hacer entender al blanco, encerrado en el armazón de sus presunciones, la sutil cualidad de esta presencia? "Ciertos ancianos yoruba os dirán en confianza que los vuelos de las brujas y otras proezas son alucinaciones o producciones de prestidigitación que sirven para distraer y para impedir que se reconozca la verdadera naturaleza de la brujería."

¿Quién nos dará informaciones? ¿El hombre corriente, los que viven aprovechando la credulidad pública? ¿O aquellos que saben penetrar en lo que está oculto de forma impenetrable porque tienen conocimiento de la vía mística, lo contrario de la brujería?

Idowu denomina brujas o hechiceros a quienes tienen una voluntad firme, dirigida al mal absoluto, que se nutren psíquicamente del dolor ajeno y se reúnen en grupos bien conectados entre sí, practicantes de ritos secretos que la astucia africana ha sabido hurtar a la curiosidad blanca. Esta red de pactos también podría coincidir con el poder constituido.

La acción de brujería no es creíble por la naturaleza de sus operaciones, las cuales, usando términos africanos, se desarrolla no sólo con medios visibles, sino moviendo "sombras" y pronunciando "palabras" (en el sentido bíblico del término, igual que el nigeriano, de energía imperativa). "Hay, en África, quien sabe exteriorisarse imponiéndose a los otros psicológicamente o con palabras. Hay quien se somete a cualquier ascesis para desarrollar su propia personalidad."

Los ancianos yoruba enseñan que el valor es la mejor defensa. Pero una incredulidad carente de raíces celestiales puede ser una presunción que abre el camino a la influencia demoníaca (como en las víctimas europeas de eslóganes infernales o de técnicas de grupo); el valor que de verdad defiende es un gran corazón, una psique ordenada y fuerte porque está sometida al espíritu.

¿Qué etnólogos han sabido adentrarse en el mundo del que habla Idowu siquiera con su lenguaje?

Observemos la etnologia de América del Norte.

De entre todos, destacan dos relatos, el de la brujería navajo, a cargo de Kluckhohm, y el de la brujería mohave, transmitido por Devereux.

El navajo que descuide un precepto social es sospechoso de brujería.
Pero no es sólo una excentricidad, un distanciamiento de las costumbres lo que define al sospechoso; el europeo ilustrado no debe aferrarse a este indicio para remitirlo todo a los términos que cree conocer y manipular, es decir, a un aspecto de las contradicciones sociales.

El brujo no es el transgresor de normas, el malvado común, sino es aquel que, con una ascesis simétrica pero inversa a la de la santificacion, perfecciona su mal. Un mal que es definido por la sociedad, observaria de nuevo el europeo. Pero, si se deja llevar por este engaño, habrá cerrado irremediablemente la vía a la comprensión. Es un juego bastante más sutil que una rebelión contra la sociedad, contra el alma colectiva. Y, sea como fuere, al hablar de la sociedad como algo superior a los asociados, no se está muy lejos de la configuración de un ente animado invisible.

Estimular a cada uno, según dónde esté, hacia el colectivismo con argumentos adecuados, en la medida de lo posible. Éste es el precepto que los esposos Webb preconizaban con total descaro. Esta insistencia obsesiva en la palabra "sociedad" por parte de la etnología, ¿no formará parte del martilleo?

Hace falta una mente bastante despejada para recibir de manera fructífera las noticias sobre los brujos mohave.


Enseñan éstos que la brujería se manifiesta ya en el feto como deseo de no nacer. Después del sexto mes, la mayoría de fetos sueñan con su nacimiento, en tanto los futuros brujos lo hacen con la manera de evitar esa desventura, muriendo y arrastrando en su muerte a la madre. Y los poderosos lo logran. Los otros ingresarán, enfurecidos y estoicos, en el mundo que detestan. Han soñado con el dios que creó el mundo e instruyó a los primeros brujos y que repite para ellos el proceso de la creación. Arrojarán con un esputo sus encantamientos y con una protección de sí mismos penetrarán en el alma de sus víctimas, que empezarán a soñar con ellos. El Amor más tenebroso y ávido les ata a las víctimas, deben matarlas, aniquilarlas, poseerlas en sueños. Pero el brujo tiene el profundo deseo de ser asesinado, y extingue a las criaturas cuyo amor lo ha atado, se ofrece, sediento de muerte, al justiciero.

¿No provoca semejante avatar un extraño escalofrío? ¿Cómo no sentir que, entre los mohave del desierto, se narra una historia inmemorial, un arquetipo?
Démosle la vuelta.

La vivencia de los brujos es, invertida, una vida redentora. El sanador santo cura con su esputo las enfermedades, se ofrece a la muerte expiadora.

Al igual que los seguidores del santo se reúnen para atesorar el legado, los brujos navajo se reúnen de noche y permiten acceder a los neófitos, que llevan como contribución un homicidio, especialmente el de un familiar. Enseñan a preparar un veneno hecho de cadáveres de niños, a lanzar maldiciones conjuntamente, a fornicar con cadáveres, a comer carne humana, desnudos, enmascarados y enjoyados, cada uno ayudado por una criatura reducida a larva.

Esas noches navajo han sido narradas de forma veraz.

Esos condenados mohave han sido representados con asento verídico.

Devereux y Kluckhohm han sabido mantenerse indemnes a las tentaciones comunes.

Es difícil encontrar algo parecido referente a la brujería europea. El único que ha sabido describirlo, entre los pocos a quienes no ha rozado la flecha de la Ilustración, es Montague Summers.

Y, sin duda, muchos poetas supieron penetrar a fondo en la brujería: Hawthrone, Melville y Henry James; Dostoievski en "Los endemoniados" y "Los hermanos Kamarazov", así como Bernanos y, en nuestros días, Tolkien.

 

QUIÉN ES SATANÁS

Satanás quiere decir enemigo. Tiene muchos nombres. En Grecia, es la serpiente Pitón, muerta por Apolo; en India, la nodriza que ofrece la leche envenenada, Pūtanā. De la misma raíz nacen las palabras "pus", "pútrido", o el inglés 'foul', "fétido".

"Líbranos del Mal", en la versión caldea, quizás el original del 'Padrenuestro', es: "Líbranos del Fétido". Serpientes, hedores, abismos son evocados por las designaciones metafóricas corrientes. Pero son metáforas de silbidos, olores, vértigos difíciles de expresar. Las desgracias cotidianas, la crueldad de los hombres, la inflexibilidad de los elementos son símbolos de aquello que se encuentra dentro de nosotros. Pero Satanás es puro espíritu.

Para conocerlo hay que pertrecharse para el más largo de los viajes, que nos lleve fuera de todas las cosas que puedan verse, oirse, olerse, hasta el límite donde acaban los paisajes de la tierra por horribles que sean. De hecho, sería una ingenuidad buscarlo en este mundo, aunque al viajar por las regiones de la tierra topemos con lo que parecen mensajes suyos, señales de su parte; su silbido de triunfo se presume sobre campos de exterminio, en el melifluo aliento de amoníaco y azufre en torno a los cadáveres insepultos; se sospecha su voluntad de hacer que todo se deshaga, fundiendose en los torrentes de metal candente que hurgan la tierra como si fueran sus dedos aprisionados.
Pero aquél es, a su vez, el más largo de los viajes: ni siquiera en los lugares más horrendos, cuando el velo de la fiebre y del espanto nos enturbien los ojos, podremos entreverlo tras el velo. Por otra parte, si escuchamos con humildad a ciertos pobres locos o poetas, nos confiarán que perciben la asechanza, la indecible malignidad en el corredor de la fábrica bajo en neón, en esas puertas iguales a iguales distancias o en una valla de suburbio con los ladrillos colocados a plomada. Es el más largo y el más breve de los viajes.

Cada una de las imágenes horribles de nuestros sueños es como una palabra suya, susurrada desde muy cerca, junto al centro mismo de nuestra voluntad.
Cada maldad, cada deformidad son como señales de él. Suelen explicarse con maldades precedentes. Sólo quien guste de ir retrocediendo, de una causa en causa anteior, debe llegar, razonando, a la causa primera y última: en el infinito hallará el mal de los males, avanzará de mal en mal hasta el originario.
En la sala de los guerreros nórdicos de que habla 'Beowulf', un cantor eleva las mentes al origen de todas las cosas, a la creación. Y, tras la creación del cosmos, habla del origen de la enemistad hacia el cosmos que nace con el padre de los cainitas. Pero es un avanzar retrocediendo, no en el tiempo, sino en la esencia del mal, saliendo fuera del tiempo. Fuera de la historia profana, a la sagrada, cuyo espacio no es el común, sino el otro, creado por el rito y por el éxtasis.

¿Cómo explicarlo a quien nunca haya abandonado el espacio cotidiano?
¿Qué explicarle, aprovechando y acercando los objetos que le son familiares de forma extraña, inesperada, para sorprenderlo y hacer que deje por un momento en suspenso la fuerza narcótica de la vida corriente?
Se dirá que Satanás actúa en el tiempo, pero como quien está a la orilla de un río y roza sus aguas. Y que puede encararse en los energúmenos sin más y prestar su infinita maldad, en medidas finitas, a quienes se lo imploran. Y, si se prolonga al infinito, todo mal termina en él. Él es lo infinitamente lejano y lo infinitamente próximo. Próximo. Él es quien, aquí y ahora, pronuncia las objeciones: "Pero ¿qué mal es ese del que se habla? ¿Qué es el bien? ¿Quién es el fanático que pretende poseer la definición, el peso y la medida? El mal es lo que la sociedad y la historia condenan de vez en cuando. Nada humano nos es ajeno, en todos brilla un ápice de humanidad. Nos alarmamos frente al diferente, en lugar de aprender a aceptar. Vamos hacia un mundo donde todos seran iguales y equiparables, y por eso ya no se condenará a nadie. El mal, la enfermedad, son un elemento del bien, estímulo que hace progresar. Debemos abrirnos a lo que parece mal por culpa de nuestros prejuicios. Ya somos adultos, se han de olvidar los espantos para criaturas, la ciencia no los admite. Y, por último, si Dios es bueno, hasta Satanás debe ser, finalmente, redimido".

Satanás está muy cerca y muy extendido; y es muy insistente.
Habría que preguntarse cómo es posible hablar aún del tema estando tan fundido y confundido con las palabras cotidianas, con los rostros y gestos. La mayoría no lo conoce, porque, para verlo, deberían elevar la mirada hacia quien los amenaza y los guía. Pero no pueden alzar la mirada. Por soberbia, pues nunca admitirían ser dóciles peleles, hablar con palabras de otros. Por abyecta humildad, pues no pueden creer que el principio y príncipe de este mundo se ocupe también de ellos, que su nada pueda estar en el centro de un todo.

Volvamos a las señales visibles de Satanás, al campo de exterminio de nauseabundo hedor, a la colada de lava que fulmina en un espasmo, incluso antes de rozarlos, árboles y animales, como se dice que hacía sin más el basilisco.

Son señales y, por lo mismo, equivocas. También sirven para lo contrario. Símbolos de la vanidad como ásperas medicinas que despiertan de la hipnosis de los bienes terrenales. ¿Y no son benéficos, acaso, los mismos discursos satánicos, recien mencionados? ¿Bastará con darles la vuelta para conocer el recto camino? Las señales de Satanás son, pues, provechosas, basta con darle la vuelta a la invitación.

 


QUIÉN CONOCE A SATANÁS

Y, sin embargo, serán en vano todas estas reflexiones, no tornarán visible lo invisible para aquellos que no deseen ardientemente esta posibilidad paradójica. O para quienes no estén predispuestos. Los están, por afinidad de carácter, para quienes tengan vocación para el teatro y sientan, a diferencia de la mayoría, curiosidad antes por el titiritero que por los títeres, por los bastidores antes que por el escenario. Son éstos los que, movidos a una cierta emoción por determinados hechos, se preguntan de pronto: "¿Habrán sido provocados para hacerme sufrir esta reacción?", o bien, reflexionan y se dicen: "Si estas circunstancias suscitan estas conmociones, sé, por tanto, qué debo poner en escena para lograrlas". Tales hombres están acostumbrados a dar siempre un paso atrás respecto de sí mismos, a considerar su psique como un mecanismo a merced de flujos y reflujos. Para llegar tan lejos, no hay que dejarse ofuscar por la soberbia, que induce a venerar cualquier sentimiento que se experimente. Si los hombres movidos a buscar al titiritero se acostumbraran a vigilar los pensamientos, las figuras que emergen de ellos, especialmente en la más solitaria quietud, empezarían a reconocer ciertas inspiraciones constantes, ciertas permanentes, connaturales inspiraciones o espíritus, en fin, cierta voluntad de mal o de bien que provoca determinados movimientos en su interior, al igual que la cuerda de un instrumento pellizcada hace resonar la misma de otro instrumento próximo, afinado del mismo modo, al igual que se produce la inducción eléctrica, al igual que el sabor suave se transmite del olivo a la vid que en él se apoya. Inspiración, espíritu: una persona, un haz de voluntad e inteligencia. Es la mejor de entre todas las hipotesis, por seguir usando la jerga más respetable. Es la más fecunda, pues al adoptarla se adquiere dominio y amplitud de miras sobre los propios movimientos internos, en los que difícilmente puede creer quien no haya hecho el experimento.


Si la finalidad perseguida es lograr dentro de sí una disposición tranquila, se descubrirá que aquella fuerza, aquella persona despliega una estrategia para impedírselo. Cuando se la compara con la lava, con la putrefacción, con la serpiente, con el abismo o con nuestro enemigo o el de nuestra tribu, se dice acerca de su realidad lo mismo que se dice de una muchacha cuando se la llama flor o lebrato.

Para conocer al enemigo por excelencia es necesario haber trabajado para obtener el bien por excelencia, la quietud interior (nada es grande que no sea plácido, proclamaba Séneca), y ésta no se demora en nosotros para moderarnos, pues sólo los principios de los sentimientos están en nuestro poder, y es en este territorio, fronterizo entre nosotros y un mundo que nos es desconocido, en el umbral de nuestra atención interior, donde podemos sentir la presencia del enemigo que nos provoca (como la del amigo que nos ofrece defensa y refrigerio).

Quien haya combatido en este confín de nieblas y asechanzas difícilmente será nunca engañado en el mundo visible y social. Se ha conocido a un estafador, un astuto, un simulador cuyos pequeños secuaces que vagan por las calles mueven más a la risa, comparados con él. Las copias nunca igualan al original. ¿Qué seducciones sabrán practicar, qué fintas y desviaciones y agresiones súbitas igualarán las del espíritu desafiado a muerte en los crepúsculos donde nacen nuestras fantasías y nuestros pensamientos errantes? ¿Qué estafador en carne y hueso sabrá evocar en nosotros, como el secreto estratega, las esperanzas larvadas de la avaricia, la envidia y la soberbia?
Por esta razón no se puede engañar al santo. La fantasía de un candor del bondadoso es maligna. El candor de paloma está protegido por la astucia de la serpiente o es el falso candor de quien es cómplice de su enemigo.
Wordsworth narra algo similar que experimentó luego de un pecado vil, el robo de un nido:

Mi mente operaba con un sentido oscuro, incierto,
de los ignotos modos de la existencia; sobre mis pensamientos
pendía una tiniebla, llamada soledad
o un vacío abandono. No quedaban
formas familiares, ni agradables figuras de árboles,
de mar o cielo, ni colores de prados de hierba.
Sino siluetas ingentes y fuertes, que no viven
a la manera de los hombres vivos, cruzan lentas
por mi mente de día y perturban las noches.

Y aferrando con precisión aquello de lo que, aquel de quien emanan tales cortinas de tiniebla, Santa Teresa, en el Libro de la vida (cap.XXV, 10), escribió de aquella inquietud "que no se sabe entender de dónde viene, sino que parece resiste el alma y se alborota y aflige sin saber de qué, porque lo que él dice no es malo, sino bueno. Pienso si se siente un espíritu a otro".
Quien haya llegado hasta aquí ya no tendrá más dudas. Sabrá que, detrás de aquellas operaciones, se encuentra el Estratega, de compacta, férrea e incansable voluntad.

Quien haya llegado hasta aquí será muy distinto de la masa de los hombres.
No caerá en las redes corrientes: discernirá, tras la polémica pública, la trampa preparada para hacer tomar parte en ella a los ingenuos; discernirá las implicaciones de una jugada, sabrá que quien dé vueltas sobre sí mismo sufrirá vértigo, y que, para vencerlo, no hay que pararse, sino que hay que girar en sentido contrario, pues atenuar una utopía es imposible, hay que avivar una de signo contrario en la dialéctica de los vertigos. Sabrá que todo nace de un pensamiento, y que, quien gobierne los pensamientos, tendrá, con el tiempo, la fortuna en sus manos.

Pero será consciente de que Satanás también imparte a los suyos esas verdades con tal de que las nieguen en voz alta. Reconocerá, por consiguiente, a los servidores del Mal, que invitarán a tomar partido en cada polémica, a no llevar nunca hasta el fondo las consecuencias de un principio, a creer que no únicamente los hechos materiales dependen de causas materiales, sino incluso los pensamientos mismos.

 

EL ARTE DE CONOCER A LOS ESPÍRITUS

Para conocer a Satanás hay que aprender un arte que en otra época se enseñaba en Europa: la discriminación de los espíritus. En vez de recurrir a la psicología, los grandes poetas de la demonología como Menville o Dostoievski recurrieron a este arte. Supieron comprar no lo que se compra, sino lo que se vende (la sencilla fórmula del hombre prudente, incluso en el comercio de las ideas): adoptaron aquel arte olvidado y recibieron a cambio un conocimiento sublime. El estadounidense lo aprendió de los padres puritanos, y el ruso de la 'Filocalia'.

Es un arte. Los seres satánicos abominan de las artes, porque para ellos sólo existen técnicas materiales, hechas de preceptos que se deben tomar al pie de la letra, sin necesidad de intuición, o sea, la anarquía sin leyes. El mundo intermedio, el del orden sin preceptos, el de la libertad vinculada a un destino, es directamente inconcebible para ellos. Y, como tienen el poder, se vengan destruyendo por doquier las artes.

He aquí los principios de este arte.

La contemplación del ser perfectísimo es el bien máximo. Ésta concede quietud y sustancia a cada momento de quietud. Satanás intenta distraer a la psique excitándola con los vicios y sujetando a la inteligencia a preocupaciones mundanas y humanitarias.

Pero no son sino principios: las aplicaciones tienen difícilmente éxito, y las propias palabras de los principios son palabras, expuestas a la deformación del gran jurista infernal.

Para entender mejor a Satanás habrá que recurrir a las Escrituras, la senda que nuestra tradición cognoscitiva pone a nuestro alcance.
Occidente aprendió a luchar contra el mal en los Salmos. Se cantaban cotidianamente, repartidos a medida que iba variando la luz; con los Salmos se alababa desde la primera luz hasta las primeras escaramuzas del crepúsculo, y se desplegaban en forma de corona en torno al día, en torno a la semana, en torno al año. Distribuida de este modo, la vida comenzaba de nuevo y, de nuevo, circulaba. ¿Quién conoce aún el consuelo, la majestad, la quietud de esta danza circular? ¿Quién sabe cómo nacían sutiles correspondencias entre las circunstancias de la jornada y este bajo continuo, cómo los Salmos se tornaban consuelo y hasta consejeros oraculares?


Ahora, los Salmos son instrumentos mágicos contra algo que es alguien. Contra los impios, los 'resha'īm', dice la letra. Más ¿quiénes son? ¿Los que infringen las normas del buen vivir civil? ¿Los que se oponen a nuestra buena voluntad o a la del Leviatán, al que pertenecemos? ¡Para extraer de ellos un consuelo similar, valdría la pena abrir, en el denso silencio de los coros, la férrea cerradura del gran libro y entonar, 'recto tono', los versículos! ¿Quiénes son, pues, los 'resha'īm'? Ceronetti se lo pregunta acertadamente y, si se formula una buena pregunta, la respuesta será correcta. 'Resha'īm' son los turbados, los tumultuosos, los agitados. En griego brujería es 'goeteía', de 'gòos, "aullido". Junto a los 'resha'īm' acechan los 'repha'īm', los vampiros, los débiles e insidiosos muertos. Éstos nos hacen nudos. La brujería es un apretar nudos.

El salmista invoca y anhela la quietud, la paz. Siente a alguien que se la instila, que lo apoya, que le responde cuando se angustia: "¡Oh, Adonai Sabaot! ¡Bienaventurado el hombre que en ti confía!" (Sal 83, 13); Adonai es el mago que ata y llama a la víbora, es decir, el hombre, pero para atraerlo a la quietud. Se grita: "¡Oh, Adonai, cuán amables son tus moradas!", "Bienaventurado el hombre que tiene en ti su fortaleza".

Así, confortados, llorando, aullando, desafiando, temblando y riendo, somos arrojados a un mundo de nieblas y asechanzas, aprendemos a discernir los misterios del mal. Se aprende que la palabra de la destrucción está en las vísceras del corazón del encantador maligno como la de la quietud está en la voz de Dios. Y se aprende a reconocer al secuaz de Satanás, el brujo:

El maléfico peca por su garganta ávida,
el insaciable maldice el Nombre,
el sacrilego blasfema del Señor,
alza la nariz, no busca oráculo,
en cada pensamiento niega a Dios.
Siempre tienen éxito sus operaciones,
escupe fascinación sobre sus enemigos.
Nos destruirán, dice entre sí,
nunca estaré embrujado
boca llena de imprecaciones
de encantamientos de tretas
en la lengua el delito de brujería
al acecho en las ciudades.

Quien salmodia sabe vivir entre magias contrarias, entre las dos brujerías, la ululante excitación, la salmodiante paz.

¿A qué espíritu pertenezco? Es la pregunta que habrá que irse haciendo. "No sabéis a qué espíritu pertenecéis", advierte Cristo a sus discípulos (Lc 9, 55). Educados en esta escuela, se aprende a ver detrás de cada uno su espíritu, su demonio o socorredor; las pequeñas fascinaciones humanas dejan de confundirnos.

En el episodio de la tentación de los Evangelios se encuentra el arte del discernimiento del espiritu maligno. Cristo es bautizado, desciende sobre él el Espíritu Santo, que enseguida lo empuja al desierto, donde sufrirá el bautismo de fuego, de las tentaciones. El desierto, el lugar informe. Lo habíamos encontrado al principio de los principios, en el Génesis, donde se dice que la tierra estaba desierta y vacía: una materia sin forma y una forma sin materia.
En una tierra "caótica", es decir, informe, en un corazón despojado de todo, retrocediendo más acá de cualquier apariencia, renunciando a todo alimento.

Cristo ayuna durante cuarenta días.
¿Por qué debe enfrentarse a la tentación?
¿Por qué en el desierto?
¿Por qué durante cuarenta días? ...

 

EL ARTE DE CONOCER A LOS ESPÍRITUS: LA LUSTRACIÓN BAUTISMAL: PRIMERA, SEGUNDA, TERCERA TENTACIÓN y LA PEREZA.

La lustracion bautismal tiene por objeto arrojar a Satanás del interior del hombre; ello permitirá verlo, por tanto, como un ser exterior a sí mismo, como un instigador, un tentador. La tentación sirve para conocer cuán armado se está, gracias a conjuros, oraciones y ayunos, para nutrir la fe y para no caer en la soberbia por debilidad.

El desierto es el lugar donde se entra en contacto con la idea de la creación y se está sin abrigo entre el abismo ('tehõm, el demonio, la satánica Tiamat de Babilonia) y Dios como creatividad. La creatividad es el misterio máximo, pues no tiene lugar en el tiempo (Santo Tomás advierte que es una manera de hablar y una simple presunción imputar a la creación la idea de un proceso, de un devenir en el tiempo); es, por consiguiente, la caverna más profunda del corazón. Allí era enviado un carbón, cargado con los pecados de todos, al que Cristo representa. El desierto es, de hecho, un lugar de purificación, pues, según recuerda Crisóstomo, en el desierto no hay injusticia, estamos retirados del mal del mundo. Pero es, también, el lugar de Satanás, aunque sus hijos no parten hacia él para ser tentados: quien no quiere gloria, no entra en liza.
En su comentario, Crisóstomo enseña que no es de todos ni para todos lanzarse a ese desierto carente de sonidos e imágenes. No es para los siervos del mundo satánico, pero tampoco para los buenos hombres corrientes que están contentos con sus mujeres. Quien debe adelantarse, con riesgo de muerte, es el perfecto.

Cuarenta días de ayuno. Gregorio Magno sugiere ver en el 40 el número 4, número de la materia y del cuerpo, y el 10, número de los mandamientos (y de las esferas del ser, o Sefiroth), y Crisóstomo, el mundo entero, con sus cuatro esquinas. Es, pues, una asunción de todo el cosmos creado, contemplado desde el umbral de su creación.

En Egipto, el ritual de momificación duraba cuarenta días: el alma o 'ka' permanecía en letargo, estaban suspendidas las funciones conscientes. Quizás únicamente los ceremoniales del Hako o la Pipa sagrada pueden actualizar para nosotros ese rito, conforme al de los cabalistas que forman el golem o glomérulo, la gleba primigenia, es decir, que recrean el universo a partir del estado embrionario (y hacen falta cuarenta dias para que el semen se torne feto) y a la 'dīksā' hindú y el 'shugendo' japonés. El Génesis es un rito iniciático con el que nos distanciamos de la presa de lo creado y nos libramos a la realidad precósmica; el ayuno de cuarenta días es una celebración del Génesis.

Después de cuarenta días el hambre se deja sentir; tras el perfecto de los ritos, se recae en lo cotidiano. Y Satanás tiene la palabra. Pero ya está identificado: es totalmente externo a nosotros, ya no es carne de nuestra carne, si sabemos imitar, llevar encima a Cristo.

La primera tentación es la invitación a situar el hambre por encima de todas las cosas, la lucha contra el hambre. Que, si se tiene poder, que las piedras se transfomen en pan. Satanás dice lo más fácil de aceptar: ¿quién osaría discutir, en el mundo, su tan obvia filantropía? Quien quiera mantenerse firme en la perfección debe vencer el instinto más fuerte, apuntalado por la benevolencia más común: confiar en la divina Providencia, preferir la palabra de conocimiento y de quietud al pan. Crisóstomo propone otra lectura igualmente verdadera por ser igualmente fortificante: despues del ayuno de las cosas mundanas e impregnadas de maldad, se experimenta el deseo, el hambre de su uso, que es el pan; pero no se vive sólo de las cosas mundanas e impregnadas de maldad.

Gregorio de Nisa añade que el alma se nutre de castidad, sabiduría, justicia y de su buen sabor, la impasibilidad.

Basilio, por último, nos dice que Cristo quiere advertir de que Él no acabará con el hambre, la pobreza, el sufrimiento o el dolor, que, por el contrario, estas son peticiones de Satanás. Cristo acabará con la tentación, el miedo, la agitación.
Satanás amenazará y crujirá de dientes cuando se proclame esta verdad casi insoportable: "¡Se os podría condenar al hambre!", tal es la viva aspiración que infiltra, en tal caso, en el corazón de sus siervos contra quien ose sostenerla.

"Tirate por el balcón del templo, los ángeles te recogerán en tu caida", es la segunda tentación. No existe el peligro para el más puro, él puede afrontar cualquier experiencia, para él no habrá caida: éste es el nuevo asalto satánico. Cristo reponde que no sirve tentar a Dios como Satanás nos tienta a nosotros, poner a prueba a la Providencia a la que, con la respuesta a la primera tentación, se ha remitido todo. Se espera todo de Dios, no se considera que no se tiene derecho a nada. Se considera participar de Su omnipotencia por haber renunciado a nuestra voluntad, pero no por ello se considera ejercitarla como prueba de la participación. Ser y no aparentarlo es propio del sabio, comenta Crisóstomo.

Por último, Satanás lleva a Cristo a la cima de un monte altísimo y le ofrece los reinos de la tierra y su gloria a condición de que le rinda pleitesía. Él es el rey del mundo y puede ofrecerselo. Es posible o, al menos, parece posible convertirse en el rey del mundo adorando a Satanás, es decir, siguiendo el camino de la destrucción y de la pura inquietud.

Pocos saben qué potencia sonríe a quien se ponga de parte de la destrucción; como dice Djuna Barnes en "Antiphon", "no existe meta alguna comparable a la destrucción", es decir, ninguna tan provechosa. Quien se proponga trastornar y arruinar, sin segundas intenciones, con satánica pureza, podrá contar con una legión de aliados. Con su magnético silbido reunirá a todas las inevitables víctimas que cualquier orden acasiona, luego a todos los envidiosos, y por último, a los utópicos. Abanderado del destructor, el utópico, tiene un rostro que al ingenuo le parece noble, pero que lleva prendida una mirada de incalculable demencia. Fascinado por las promesas divinas de orden, alegría y paz, rechaza de ellas su esencia espiritual y las exige, por el contrario, carnales y sociales. Éste ha cedido a la primera tentación de Satanás, quiere cambiar las piedras por panes. Ha cedido, está, por tanto, en poder de Satanás y, por ello, desgarrado: sabe muy bien que el suyo es un espejismo (que un poder social exige irrevocables sacrificios y males, y sólo puede ceder ante un poder equivalente), pero actúa como si ese espejismo se pudiese alcanzar y extrae de esta contradicción diabolicamente deseada la fuerza con que se lanza al peligro y que desconcierta al hombre sencillo; así, el maníaco que se abandone a su acceso adquiere tal vigor que puede aterrar al más robusto de los sanos, y el paranoico afina su lógica para derrotar al más astuto de los dialécticos, y el histérico ganará a quien esté comprometido con la decencia. Por último, se une al Destructor un liado débil pero formidable: la pereza, confusa ingenuidad de los mediocres, que ni siquiera pueden imaginar que alguien se proponga, en cualquier parte, como fin único y supremo, la destrucción. No creen en el santo que rechaza las tentaciones del mundo y expían la incredulidad no logrando imaginarse la figura simétrica. Más, cuando la encuentren ante sí, farfullaran algún pueril bosquejo psicológico que lo explique y lo transforme, de algún modo, en humano. La máxima fuerza del destructor es la debilidad de estos. No existe una meta comparable a la destrucción: convoca innumerables aliados, suscita los envilecidos galanteos del poder amenazado, procura buenos negocios. En verdad, sólo el santo y el tonto debieran proponerse una finalidad distinta.
Adorando, ciertamente, a Satanás, la destrucción, se puede llegar a ser el rey del mundo.

O rozarlo. Porque Satanás nunca cumple sus promesas.
Suya es la fantasía en torno a un rey del mundo que quizá todo lo gobierne para dar pan a todos.

Las tres tentaciones son de gula, vanagloria y avaricia, comentó Gregorio Magno. En Dante, tres son las cabezas de Lucifer: amarilla por la envidia del Padre, negra por la negación del Hijo y roja de odio hacia el Espíritu.


Más, por una vez, un moderno ha sabido adentrarse más a fondo que los antiguos a este pasaje de las Escritores. En "Los hermanos Kamarasov" Dostoievski hace hablar al gran inquisidor que reprocha a Cristo: "El espíritu de autodestrucción y del no ser, un espíritu terrible e inteligente, el gran Espíritu ha hablado contigo en el desierto [...] ¿Te parece que toda la sabiduría de la tierra junta sería capaz de inventar algo parecido, en fuerza y profundidad, a las preguntas que se te formulan en el desierto por el Espíritu poderoso e inteligente? Sólo por estas preguntas, sólo por el milagro gracias al cual te fueron dirigidas, se puede entender que se trata no de un efímero Espíritu humano, sino de un Espíritu eterno y absoluto". Toda la historia se concentra en esa tríada de preguntas e invitaciones. Dale pan, y la humanidad te seguirá; niégaselo, y el espíritu de la tierra se alzará contra tí (con las espigas en su escudo) porque sólo existen necesitados, hambrientos, no pecadores. Dales de comer, y podrás aspirar a la virtud, ése es el progreso de los pueblos, la paz en las tierras. Pero ninguna ciencia podrá repartir pan a los hombres hasta que sean libres. Habrá que engañar y someter agitando la bandera del pan, la única indiscutible. Todos los débiles, y son multitudes innúmeras, estarán agradecidos. ¿Habrías venido sólo para los fuertes, pregunta el viejo torpe y humanitario a Cristo, que no necesitan del milagro para creer, y los débiles servirán sólo de material para tus ejemplos? Y, además, ¿por qué no has empuñado la espada de César? El hombre habría tenido ante quien inclinarse y confiarse, habría permanecido contento en su concorde y uniforme hormiguero de débiles, en el reino ecuménico donde todos son flojos como niños, llorones como mujeres y risueños con la misma facilidad, con su tiempo libre completamente organizado para ellos, donde estará permitido, ¡pobres niños!, hasta el pecado. ¿Por qué no? "Satana sum et nihil humani a me alienum puto".

Así se lee la tríada infernal: la simulación de la caridad, que primero necesita saciar y luego transformar el espiritu; de la esperanza, que se abalanza sobre cualquier experiencia; de la fe, que cree en el reino ecuménico de los pueblos. Satanás propone el humanitarismo, la confianza, la voluntad de mejorar ante todo el mundo material.

 

EL GRAN CRITERIO DE LA QUIETUD

"Y Satanás se nos presenta ahora en su capacidad de reducirse a lo infinitamente pequeño -evanescente voz en los márgenes de nosotros mismos o en el centro de nosotros mismos- o de dilatarse en lo infinitamente grande, espíritu dominador del ecúmene. Pero es una aproximación infinita a nuestro centro, destinada a no coincidir nunca con el mismo, y es una aproximación al infinito, a los límites mismos del mundo, de este siglo, al que nunca logrará cubrir enteramente, sin embargo, con su sombra: siempre tenemos la legítima esperanza de encontrar un mínimo rincón indemne.
Pero es necesario aprender a fondo el arte cuyo texto fundamental está en las páginas del Evangelio sobre la tentación en el desierto.

En una palabra, la señal por la que se reconoce que se está fuera de la dominación satánica es sencilla: la quietud.

La presencia del bien va acompañada por la suavidad. La presencia de Satanás, por la tentación.

Como advierte, no obstante, Bona, uno de los principales tratadistas de la discriminación de los espíritus: Satanás, que instila en los buenos escrúpulos y penas, y en los malvados deseos sensibles, mientras que en los primeros genera estruendo y congoja, adopta entre el resto dulces y agradables maneras. Por esta razón, durante los primeros acercamientos, Satanás ofrece al malvado su quietud. Será solo a continuación, con la victima bien atada, cuando suscite en él perturbación y tinieblas. Es lo que hizo Judas. Al principio, Judas debió de sentirse enteramente 'self-righteous', satisfecho: estaba del lado de los pobres. De seguro sentía gran complacencia por sus preocupaciones humanitarias, las exhibía con la quietud propia del demonio, un regocijarse, un regodearse ante sí mismo.

En este arte de la discriminación se puede adoptar una precaución: de Satanás procede esa falsa suavidad que acompaña a las pretensiones, a las proclamas de laboriosa filantropía.

Ricardo de San Víctor advertía: "Los demonios piden el celo a la salvación del prójimo. Informan e invitan a convertir y edificar a gentes lejanas para arrebatar la paz del corazón y distraer de pensar en lo debido para la utilidad y la salvación. Cuando se sufren presiones para emprender cosas buenas en sí mismas, hay que examinar si no se mezclan indiscreciones y engaños del enemigo, si la empresa va unida al temor y a preocupaciones razonables, si no comparecen la ostentación y el gusto por los elogios en lo que se trata de llevar a cabo, si no se mueven la vanidad y la ligereza.

En el comentario al Cantar amoroso, san Bernardo exhortaba: "¡Oh hermano que aún no estás fortalecido en tu salud, que aún no tienes caridad, o si la tienes tan frágil y oscilante que se deja llevar por cualquier viento como un junco, y cree en todo espíritu, y que, yendo más allá del precepto, amas al prójimo más que ti mismo, y tienes tan poca caridad como se ve por cómo actúas en lo que te concierne, ¿por qué locura te aprestas o te dejas convencer para cuidarte de lo que concierne a otros?".

Y Rosmini suministraba una regla de oro, "la indiferencia ante todas las obras buenas", explicando que la obra puede ser santa en sí misma; pero no es la obra santa en sí misma la que quiere Dios, sino la que es santa para nosotros. Pues Dios quiere de nosotros nuestra santidad, y no quiere otra cosa que nuestra santidad. Y, de hecho, ¿a qué aprovecharía que convirtiéramos a todo el mundo si después perdiésemos el alma? [...] Lo que Dios quiere de nosotros es nuestra santidad, y no aquellas cosas santas en sí mismas que no incrementen nuestra santidad, sea porque las asumamos temerariamente, sea porque no las hagamos de la forma debida o porque nos distraigan excesivamente de la devoción interior [...] De esta clase es el ejercicio de la caridad con el prójimo: la perfección está en aceptar las ocasiones de hacer el bien más que en buscarlas; buscándolas, a menudo miramos por nosotros, distinguimos entre bien y bien, excluimos el uno para entender al otro, mientras no sabemos lo que nos conviene, ni sabemos lo que conviene al bien general. Pero Dios lo sabe, y lo ha calculado 'ab aeterno', y también la ocasión".
Así pues, debe considerarse que el tejido de ocasiones sea providencial, que una mano nos esté guiando y, en este sentido de abandono y atención a la vez, como de quien está escuchando un relato y ve la psique propia como uno de los actores, está la señal de la inspiración benigna. La confianza en sí mismo es, por el contrario, de inspiración satánica.

Sin embargo, el temor es, asimismo, un signo de la presencia divina; sin embargo, en un segundo momento sobreviene la alegría, mientras que el terror de Satanás nunca se desvanece.

Por otra parte, tras haber insuflado dulzuras en el corazón de los principiantes, la visitación divina empieza a marchitarlos y atormentarlos: comienza el terrible proceso de purificación. Como la ganga en el crisol, siete veces habrá de purificase antes de transformarse en oro. En este sentido, Dios trae desasosiego y tiniebla. Él es similar a un rayo, se presenta ante los vigilantes y después los pone a prueba con su ausencia; en palabras de Gregorio Magno, la contemplación desvela, más la debilidad prestó vela.

Pero también Satanás puede dar revelaciones brillantes. ¿Cómo diferenciarlas? La confusión, el ridículo o la monstruosidad son señales ciertas, como los discursos y los razonamientos tendentes a demostrar la veracidad, la gran voluntad de divulgarla. Además, como decía Scaramelli, el espíritu diabólico enseña cosas inútiles, frívolas y sin provecho alguno. Cuando el demonio no encuentra el modo de insinuarse con la falsedad, usa el otro arte, el de atar a pensamientos inútiles.

Es el principio de los juegos a los que no se agrega un significado ritual simbólico y, por ende, cognoscitivo, tradicional. "El juego de azar es la prostitución de la providencia"; aquella sensación de maravilla por el devenir de la suerte, aquella espera de algo que no es humano y que se intenta calcular en vano, de lo fugaz y dominador que es la fascinación del juego, es la versión satánica de la espera, idéntica a la que, por inspiración divina, alimenta la vida del santo, quien considera que cada circunstancia añade una palabra al poema que Dios compone con su vida y observará las correspondencias significativas como el lector de poemas los estribillos y las rimas, a la manera en que el jugador se maravillará ante las constantes del juego. ¿Y qué alma sensible no advierte en el casino de juego la presencia gélida y agitada de Satanás entre aquellas luces, aquellos rostros y aquellas manos tan poco naturales? Un ritual que no extasía por más que hechice.
Pero Satanás es, también, el principio de las distracciones, especialmente de las que a han convertido hoy en día en un producto industrial: una invitación satánica es emitida por la radio, se vislumbra en las pantallas, se amontona a las columnas de los periódicos. En general, la cultura moderna está bajo este satánico signo, sea cual fuere el objeto, desde el momento en que, según observa C. S. Lewis, ya no se piensa en una doctrina como verdadera o falsa, sino como académica o práctica, caduca o actual, convencional o despreocupada. La cultura es, actualmente, una gran máquina montada para la ostentación o el beneficio, para la puesta al día o el fraude de las ganancias de la industria cultural, pero, sobre todo, para el pasatiempo o el juego de azar con ellas. El punto de vista histórico es la satánica astucia que vacía los pensamientos de todo significado para la vida, del mismo modo que "cuando se presenta a un entendido la afirmación de un autor, aquél ya no se cuestiona si es verdad. Se pregunta quien influyo en el autor, si la afirmación es coherente con lo que el mismo autor dijo en otros libros, y qué frase de su desarrollo o del de la historia del pensamiento en general está ilustrando, y cómo influirá en los autores posteriores, y cómo ha sido malinterpretado por otros". El entendido se ocupa de la crítica reciente y redacta el estado de la cuestión. Que, en virtud de la mencionada afirmación, él pueda modificar su conducta, se considera una ingenuidad, del mismo modo que "los mejores estudiosos del pasado están tan poco alimentados por el pasado como paleto que dice "la historia no es más que un aburrimiento".

A esta frase, de esterilidad de una cultura que ya no propone como meta cultivar el discernimiento entre verdadero y falso, entre acción recta, orientada a la quietud, y envilecimiento, no podía más que suceder el odio por la cultura misma, su encarnizada persecución, a la que hoy se asiste. Satanás, que no permite que dure esa extraña, falsa y satisfecha quietud tan suya, no ha dejado subsistir por mucho tiempo una cultura ensoberbecida en sus inútiles inventarios, desdeñosa con la tradición, dotada de tan vanagloriosa quietud, sino que la ha transformado, incapaz de defenderse por carecer de cualquier afinidad trascendente, en un carnaval de simplezas y chanzas exquisitamente satánicas.

Los tratadistas del discernimiento añadían los célebres signos enumerados por San Buenaventura para comprender el espíritu que anima las amistades. Es de Dios la que se nutra de discursos edificantes y de Satanás la que se complazca en inútiles chácharas. De Dios, la que obedezca a la modestia de los ojos, de Satanás, la que mire sin comedimiento, jugando con la fascinación de las imágenes y de la mirada. No se demora el amor divino en el pensamiento del amigo lejano, salvo para fiarlo al designio de la Providencia al que pertenece la amistad sobrenatural. La amistad satánicamente inspirada experimenta, por el contrario, los celos y enciende disputas que encadenan más que antes.".

 

SATANÁS INNOVA

"Un signo indudable de lo satánico es el frenesí por los cambios, el espíritu innovador, noción inmemorial de la demonología. C. S. Lewis explica su causa profunda. Lo real es un bien, y sólo el presente es plenamente real. Sin embargo, quien mira al pasado puede, si no fantasea, asir algo concreto. Sólo quien mira al futuro está expuesto de lleno a la satánica irrealidad, al máximo del no-ser, porque el futuro es la temporalidad genuina e irremediable, el lugar de la esperanza y del temor, lo desconocido, lo que en nada se parece a lo eterno, mientras que el presente, si es llevado con resignación o alabado, se ilumina con indicios o primicias de eternidad. No por casualidad se repite tan a menudo en los Evangelios la exhortación al presente y se recomienda la indiferencia hacia el futuro. Por esta razón, explica el demonio de C. S. Lewis, en la Evolución, "son satánicamente estimulados el humanismo científico y, en general, las doctrinas que vinculan al futuro; temor, avaricia, lujuria o ambición arraigan en el porvenir, mientras que la gratitud y la alabanza miran al pasado y el amor es, todo él, presente".

Todo el arte moderno no es más que una secularización del infierno y un campo de experimentos satánicos. Las metáforas con que se exalta saben ya a putrefacción, a lava, a cavidades subterráneas. Su lema ya es la destrucción, la fertilidad de la ruina.

Entre los errores populares de los antiguos estaba la creencia de que los enjambres de abejas nacían de los cadáveres de los bueyes, que de las fermentaciones más purulentas surgía espontáneamente la vida en forma de mosquitos. Francesco Redi, con experimentos naturales, disipó aquella ilusión, pero las metáforas sobre la vida que gustaría de nacer de la descomposición han perdurado; es más, carentes ya de apoyo en la realidad, se han lanzado a una felisícima carrera en el fraude: ¿quién osaría poner en duda hoy en día que el bien de la vida debe librar de la destrucción, que, por dicha razón, cuanto más se deforme y se perturbe y se debilite, más pueden esperarse nacimientos prodigiosos? La destrucción de las formas es saludada como obra justa y buena, que deja la materia muy disgregada, a ser posible en ebullición.
Una colada de lava que apenas haya empezado a petrificarse debería ser refundida con nueva materia incandescente; a juzgar por las metáforas de los críticos de arte, sería el único espectáculo natural digno de compasión y, por ende, conforme al arte.

Otras fueron, antaño, las fuentes de comparación; cuando el arte debería reflejar las leyes de las formas orgánicas y se sabía que la vida es sinónimo de forma, se prefería el árbol que crece según un arquetipo ya marcado en su hoja. Además del árbol, el cuerpo humano, como recapitulación del cosmos, suministraba el modelo universal. De ahí que un hombre inscrito en un círculo o en un cuadrado representante, desde la antigua India y los sabios dogon hasta los eruditos del siglo XVIII, el prototipo de las medidas perfectas sobre las que se edifican las ciudades, los templos y las casas mismas. De ahí que las artes deban reflejar esas proporciones perfectas tanto en la música como en las composiciones pictóricas, siguiendo leyes que la "Musurgia universalis" de Athanasius Kircher expone aún fielmente. Y dichas reglas se aplicaron hasta aquel momento del siglo XVIII, harto bien identificado por Wittkower, en que se extravió su noción.

Si la lava sustituye al árbol y al hombre, la única alternativa es entre estasis mortuoria y rebelión (ruptura, fermento, derribo); en una palabra, se vive en la "novedad" o bien se realiza una "contribución a la investigación" no se sabe de qué, tal vez del retorno a las entrañas infernales de la tierra, donde, según Platón, afloraban, con las erupciones, los fétidos ríos de metal en llamas. Ya no se habla del crecimiento cíclico, norma de toda transformación natural de las formas artísticas, sino de actualidad, de progreso o evolución lineal, que es un movimiento inexistente en la naturaleza e imaginario en la historia. Y la piedra y la madera dejarán de ser las materias predilectas, los ritmos ya no serán los fisiológicos, el verso que acompasa la respiración, los fondos de color en mutua y armónica relación, como el crecimiento de los cristales o las plantas.
Se usarán materias siniestras: el hierro o el acero, simbólicamente ligados a la muerte, sostendrán el cemento, la pura cohesión que no liga ya los ladrillos individuales en que se funden fuego y tierra, sino que se presenta como un valor en sí y por sí. Betunes y otras materias malditas compondrán asfaltos. El aire será sulfuroso por las emanaciones en ciudades regidas por el desorden o la simetría mecánica, viejas señas de identidad demoníaca. Y las obras que deban decorar semejantes aglomerados no podrán sino ser objetos destinados a escarnecer, confundir y reprimir el recuerdo del ornamento antiguo, inspirado en el ramo, en la hoja, en las curvas del cuerpo.
Quien pretendiera explicar los símbolos de una ciudad moderna, desde las planchas retorcidas a las superficies horadadas, oiría al instante la carcajada satánica y necia ante la belleza eliminada.


Wyndham Lewis ya explicó que nos postramos de hinojos ante lo nuevo por falta de imaginación: quien no logra concebir nada nuevo, acepta lo que la industria cultural le hace pasar por tal, se engaña pensando que cuanto ha sucedido era la única posibilidad, no la que los hombres más avisados que él han llevado a cabo. No consigue imaginar otra cosa; así, la novedad impuesta por unos pocos es aceptada con supersticioso espanto como una fatalidad."

 

SATANÁS PONE A LA ESPERA

"Los encantamientos satánicos que han eliminado toda huella de arte en Occidente han dejado intactas, sin embargo, las instituciones, las costumbres, y se sigue hablando de arte y se organizan exposiciones. Es un espectáculo satánico por excelencia, como el de ciertas arañas que adhieren a la tela el capullo de sus huevos del que, si son sustituidos por una bola cualquiera, seguirán cuidando. A veces, las arañas humanas, hipnotizadas por el espíritu de novedad, despiertan un poco, atisban vagamente que se están ocupando de jirones y escombros. Entonces, el encantador entona de nuevo un cántico mágico, la canción de la Gran Espera: se estaría en vísperas de un cambio radical; un momento aún, otro momento, y he aquí que los hallaremos en una tierra virgen. Lo que enigmáticamente aparece en los lienzos, los papeles, los pentagramas sería ya vagido de criaturas nuevas, gesto de inocencia que abre los ojos al paisaje inexplorado donde el mal ya no es más que el recuerdo del viejo mundo dejado atrás, como Lot y los suyos en Sodoma. Al igual que para Lot y sus hijas, las viejas leyes son derogadas: todo es lícito en la tierra novísima. Los videntes, los poetas ya vivirían bajo aquel cielo desconocido, balbuceando la lengua inimaginable, esbozando los primeros actos de la historia inédita, del nuevo ciclo. Este sentimiento proporciona a los ánimos frágiles notables ventajas: es un año de jubileo, lo suministran los manipuladores de sentimientos como los demagogos a las masas la cancelación de las deudas y la igualdad.

Tierra nueva y cielo nuevo son ofrecidos, en verdad, a modo de compensación por una ascesis que libere de la servidumbre del pecado; ciertamente, quien sepa librarse de las cadenas de la soberbia, la avaricia, la ira, la lujuria, la pereza, la avidez de alimentos y narcóticos y la envidia, se descubre desprendido, increíblemente renovado, con una mente capaz de extraordinarios descubrimientos, semejante a un muchacho y sabio como Salomón en una sola pieza, pues ya no lo obnubilan los engañosos tejidos a causa de sus propios vicios. Se ríe, entonces, de quien intente estafarlo por medio de la avaricia, de quien quiera embriagarlo excitando su gula, de quien lo estimule a la ira mostrándole el poder y la fortuna de otros esperando que los envidie, de quien le haga vacilar con las habituales imágenes de la lujuria, en fin, de quien, ignorando que se halla ocupado en elevar su corazón hacia las novísimas realidades que está descubriendo, espere insuflarle aburrimiento. Tierras nuevas y cielos nuevos le son ofrecidos, y si recuerda ahora su pasado, cuando estaba a merced de quien supiera seducirlo con palabras e imágenes, experimenta horror y piedad hacia sí mismo; ha entrado en un tiempo donde el futuro ya no lo tiraniza con sus cuitas, ni el pasado con sus costumbres, ni el presente con sus debilidades; vive en un espacio donde los engañosos bastidores de los deseos, las nostalgias y las esperanzas se han tornado transparentes, han desaparecido.

Hasta los mayores desalmados saben que semejante tiempo existe, pues ni siquiera ellos ignoran por completo qué es la quietud, la pacificación, la alegría sobria; pero, en cuanto se les advierte que, para alcanzar todo eso, hace falta una purificación, un abandono de los vicios predilectos, un desenmascarar a los estafadores que les son afectos (Los vendedores de esperanzas, los admiradores de sus irás, los incitadores de sus envidias, los aduladores y los rufianes), se rebelan gritando al Dios cruel, a los tiranos espirituales que exigen semejantes renuncias. Y, puesto que se avergonzarían de ser completamente sinceros, vedles envueltos en el inconfundible ropaje de la deshonestidad, el humanitarismo; dicen querer salvar a todo el mundo, y no a unos pocos santos, merced a una revolución de la sociedad, del propio cosmos. Y he aquí que llega de improviso, para explotar este ánimo revuelto, humanitario, violento y maníaco, el heraldo del apocalipsis: "¡Todo está para ser vuelto al revés"! ¡Estamos en la víspera! ¡Profundicemos más aún en el desorden, agudicemos las contradicciones, los dolores, destruyamos todo; aceleremos la catástrofe que precede al Advenimiento!".
Como no ha sido de un día para otro que el hombre desee renovarse, pero sea renuente a purificarse, tampoco es algo nuevo que se aproveche tal debilidad. Durante toda la Edad Media, los predicadores del apocalipsis inminente hicieron buenos negocios sugestionando unas veces a capillitas y otras a multitudes enteras, y hubo, entre los humanistas, óptimos revendedores de una muy vaga 'renovatio', por no hablar de los extremistas entre los reformadores. En tiempos modernos, los apocalípticos han tendido a dejar de lado la máscara religiosa, pero ésa es la única diferencia.
No sólo los demagogos son revendedores de expectativas apocalípticas, lo son también inspirados poetas. ¿No habla Yeats, con tono mistérico, de un nuevo ciclo en el que todo será revolucionado? ¿No predice, acaso, nuevas formas destinadas a perfilarse tras las llamas que consumirán el antiguo mundo putrefacto? No es sólo la inculta y confusa víctima de los demagogos adocenados la que se deja alucinar por este espejuelo, también el amante de poesías exquisitas. Por cierto, no será la cultura o la poesía las que salven al hombre servil y sugestionable. ¿Cuántos jóvenes delicados se libraron a las batallas de la Segunda Guerra Mundial con un libro de Rilke por consuelo? ¿Y quién más que él excitó, vergonzosamente, esta expectativa trémula y estulta?

Es una espera que dura desde siempre, desde que el hombre deseó los beneficios de la pureza interior sin querer pagar su precio en ascesis, desde la época de los antiguos apocalípticos hasta las versiones seglares de la Renovación cíclica (Robert Southey, que había previsto, con los jóvenes escritores jacobinos ingleses, según cálculos laicos no menos supersticiosos que los cálculos astrológicos de los milenaristas medievales, la Renovación por medio de la Revolución francesa, escrita tras haberse enmendado: "Un mundo visionario parecía abrirse a quienes estaban en los umbrales. Las cosas viejas parecían estar a punto de desaparecer y no se soñaba más que con la regeneración de la raza humana")".

 

SATANAS POLÍTICO.

"Satanás puede abrir de par en par las puertas de la Espera e introducirse en sus jardines embrujados. Puede proponer tres paraísos en la tierra, tres maneras de recrear el mundo, una contraria a la otra. Titus Burckhardt observa que, en el Islam, se considera criterio de inspiración diabólica la mutabilidad del objeto; las brujas de Tasso llevan ropas que cambian de color a cada paso.

Tres son las formas de gobierno: de uno, de unos pocos y de todos. Satanás los transfigura en divinas perfecciones de simples, pobres medios para regular la convivencia humana, empapada de mal y repleta de confusión, donde quien obra el bien provoca el mal y quien perpetra el mal lo ve trastocado de bien, donde nada alcanza su proyecto original, donde el democrático César instaura la autocracia, donde los asmoneos, rigoristas del judaísmo, instauran el helenismo una vez llegados al trono, donde el ingenuo puede ver más que el perspicaz, donde Isaías puede tener razones para desaconsejar al rey Ajaz de Judea la única política sensata, la alianza con Asiria contra Siria e Israel, y a Ezequias la única forma de salvación aparente, el pacto con Egipto y Etiopía contra Asiria. En un texto sagrado, los medios políticos jamás son idolatrados: Samuel desaconseja la monarquía; Éxodo, 23, 2 limita el gobierno de todos; los profetas no perdonan a los Reyes, ni a los oligarcas, ni al pueblo; degeneran los pocos, los jueces, decae el pueblo, que quiere un rey, y el rey degenera fatalmente.

Satanás no tolera que se perciban las miserias innatas de todo régimen político, al contrario, lleva a esperar desmesuradamente en una palingénesis distinta cada vez.

Asimismo, puede proponer la transfiguración del pueblo en un coro gozoso de hermanos iguales entre sí. Quien quede subyugado por esta imagen, olvida la advertencia dada al principio de las Escrituras (la primera y perenne fraternidad entre Caín y Abel), olvida lo que los ojos presencian cotidianamente. Y pagará su desvarío cayendo en el abismo de esta fantaseada concordia absoluta entre hermanos iguales. En "Los endemoniados", Dostoievski desvela el motivo del satanismo inhumano de Stavrogin a través de su sueño (todo hombre tiene un sueño capital, el de Stavrogin está ambientado en un rincón del archipiélago griego): "Aquí vivieron hombres hermosísimos. Se levantaban y se acostaban felices e inocentes: los bosquecillos rezonaban con sus canciones, la gran exuberancia de fuerzas intactas se expandía en amor y en cándida alegría. El sol inundaba con sus rayos estas islas y el mar, alegrándose en sus bellísimos hijos. ¡Sueño prodigioso, ilusión sublime! El sueño más increíble de cuantos haya habido nunca, pero al que toda la humanidad, a lo largo de su existencia, ha dado su fuerza, por el que lo ha sacrificado todo, por el que han muerto en la cruz y han sido asesinados sus profetas, sin el cual los pueblos no querrían vivir ni tampoco pueden morir" (Fiodor Dostoievski, "I demonî", Turín, Einaudi, 1942).

Al sueño de Stavrogin le sigue la visión del espectro de la niña Matresa, que él había asesinado a sangre fría. No por casualidad, ese sueño es la sustancia de buena parte de los delitos cometidos en la tierra, configura la idea del pecado inocente ("basta con hacerlo con naturalidad").
¿Cómo hacer que vuelva a la Tierra, o cómo propiciar por primera y admirable vez, la Edad de Oro sin culpa?

Satanás propone tres modos distintos, según la debilidad de cada cual: el pueblo señor absoluto, constituido por hermanos libres e iguales, que todo lo ponen en común y satisfacen sus sacrosantos, libres e iguales deseos sin límites; el dominio de unos pocos iluminados, sublimes y astutos, quienes proveerán al rebaño humano lo que conviene que tenga; y el Imperio ecuménico, que dará con largueza paz, feracidad, orden clemente.
Fascinados por algunos de los tres cánticos, los hombres intentan a menudo poner en práctica de inmediato estos tres espejismos, y pliegan su vida y la de otros a los sufrimientos más nefandos para propiciar el advenimiento."

LA PESADILLA DE LA MINORIA ILUMINADA (Nuevamente: "Mi Reino no es de este mundo")

"Pero no todos se sienten atraídos por el sueño igualitario, no todos abrigan envidia y lujuria, y un deseo de aniquilación que se desahoga en sanguinarias irás. No todos vacilan entre ferocidad y sentimentalismo. Hay quien se alimenta casi exclusivamente de orgullo.

Para éstos, Satanás magnifica, exalta y hace absoluta otra forma de gobierno, el aristocrático y oligárquico, y de él hace la clave del paraíso terrenal. Unos pocos sabios elegidos traerán el cielo a la tierra.

También esta pesadilla es perenne, inmutable. También inspira ora fantasías poéticas, ora trastorna como un súbito cataclismo la vida civil; energúmenos poseídos por este demonio irrumpen, entonces, en edificios y plazas. Bastaría una mínima reflexión para poner en fuga al demonio: ¿quién custodiará a estos custodios del Bien?

¿Quién custodiará a los pitagóricos que, contra demócratas y optimates, quieren adueñarse de Crotón? ¿Quiénes serán los sabios gobernantes de la ciudad de Platón? ¿Quiénes los magos de que habla Filóstrato, el Ateniense, ¿conjurados contra Nerón? Ya se ha visto, en su larga historia, cuántos horrores llegaron a acumular los ismaelitas cada vez que alcanzaron el poder en los países del Islam: al-Hākim, el Velado, mostró lo que puede este otro sueño.
Y, sin embargo, el sueño templario, tras la superación de la Orden, inspiró interrumpidamente, de generación en generación, a hombres persuadidos de poder elevar a la humanidad a su mejor suerte sólo con alcanzar el mando; y el grito, "Derroquemos a los Ts'sin, restauremos a los Ming", suscitó en China ininterrumpidas conjuras. Juramentos, rituales solemnes y títulos de nobleza pueblan las filas de devotos de este sueño. Divisiones secretas, cambio de intenciones y desastres desgarran periódicamente la tela sabiamente urdida.
En los tiempos modernos, el sueño ha cobrado un nuevo aspecto al aliarse con los altos poderes de la ciencia experimental. Su carta fundacional es la "Nueva Atlántida", de Francis Bacon. Una isla como Utopía, una sociedad de iluminados que ha persuadido a la humanidad corriente con la idea de la investigación como un fin en sí misma, de la exploración de todas las posibilidades humanas, de la negación de cualquier límite al disfrute y la exploración de la naturaleza.

No es muy distinto el sueño de Campanella, con sus sacerdotes de una religión natural que gobiernan el Estado dividido en los tres dicasterios de la sabiduría, del amor y del poder, primera fórmula del sueño sinárquico de una tripartición social según la autoridad espiritual, la producción económica y el poder político.
Y la finalidad de los sansimonianos fue una caballería al servicio del progreso industrial como único y máximo Bien (y, como corolario, el desarrollo de los goces sensibles).

Si, en el siglo XIX, estos sueños parecieron sucumbir ante otros, en el siglo XX han solido aflorar de manera fraudulenta.

La tripartición social se vuelve a proponer de vez en cuando como idea de una reunión a todos los cultos y de todos los centros de instrucción nivelados y asamblearios, que constituirán la autoridad, de un poder político formado por los partidos, y de un poder municipal-sindical que regiría la vida económica.
El sueño sansimoniano de la hegemonía de los "industriales" es, a un tiempo, excitante y subversivo. El sentimiento que impregna semejantes espejismos fue expresado por Lytton Strachey quien, junto con Keynes y otros, creó grupos de futuros dirigentes doctos (y sodomitas) en Cambridge: "A veces siento que no sólo estamos comprometidos nosotros, sino que el destino del universo está implicado con el nuestro. Somos, en más de un aspecto, atenienses de la época de Pericles. Somos los misteriosos sacerdotes de una nueva y asombrosa civilización [...] ¿Qué escapa a nuestra vida? Nos vemos adueñado de todo. Hemos abolido la religión, fundado la ética, establecido la filosofía, sembrado nuestra extraña ilustración en todos los campos del pensamiento, conquistado el arte, y liberado el amor. Sería hermoso pasar nuestros días proclamando nuestra magnificencia".

En los "Diálogos" de Renan ya se había proclamado este sueño de una aristocracia que actúe como cabeza de la humanidad, compuesta por superhombres, hijos de fuego (¡ah, Simón el Mago), dispuestos a desencadenar un terror infinito al servicio de la verdad, una suerte de dioses que se servirán de los hombres como el hombre se sirve de los animales. La formulación es exactamente la que podría escucharse del propio Satanás.
Lo que sorprende de este delirio de la élite es, frente al rigor de la organización, la caducidad de los fines. Estas asociaciones de elegidos casi nunca logran convencer de que no son banales: Satanás les niega la precisión. El que mejor a retratado este espejismo en los tiempos modernos, Ernst Jünger, que ha continuado afinando en "Heliópolis" la descripción de "Sobre los acantilados de mármol", ha alcanzado en sus últimas obras una simple asunción del sueño tecnocrático.

Mientras que el sueño libertino-popular tiene como símbolos el rojo del fuego y del deseo ardiente, el birrete o los utensilios de trabajo o las espigas de trigo de la primera tentación o las estrellas de la esperanza inalcanzable, aquel otro usa más bien espadas, martillos, calaveras y tibias, y propende al color negro."

 

DE NUEVO, EL GRAN CRITERIO DE LA QUIETUD

"Satanás juega sobre la traducción a realidades materiales de las realidades espirituales, y nada hay que no pueda adulterar. Él puede incitar a la dedicación al prójimo, a la austeridad, y hasta a las visiones y a la obediencia a una autoridad respetable, mas hay algo que no sugerirá jamás: la quietud. Nunca podrá, ciertamente, pronunciar, pues no podría servirse de ella, la exhortación de Tersteegen (520):

"Cierra los ojos, hundete en ti mismo
abandonado, quieto, desnudo en el instante.
Y, como un niño, allí donde te encuentres, he ahí
el Reino interior, Dios y su quietud."

La única simulación de quietud que Satanás puede procurar es un determinado cuanto atónito helor, como el que tuvo una pequeña y humildísima devota suya (existen santos solitarios a quienes nadie conoce, así como pequeñas almas satánicas ignoradas), la Mouchette de Bernanos en "Bajo el sol de Satán", la cual excitó en sí deliberadamente las potencias de la disolución, invocando la locura como invocan otros la muerte, pero la locura le negó su refugio, invocó, sin palabras o conceptos claros, pero invocó a Satán, y entonces la alcanzó una gélida paz, y se mató. Otro tipo de paz satánica es la de la pereza, que, privada de dulzura, se trata más bien de una desgana. O la que experimenta, extrañamente, un hombre dedicado convulsivamente al mal, abocado de intriga en intriga a un lúcido frenesí, sin descanso, que tiene a veces la impresión de estar en el corazón de un tifón, como un pájaro planeando: es un momento de soberbia absorta en sí misma.
Es sabido que el quietismo puede ser puerta de disolución y muerte, pero sólo en la medida en que la quietud no sea el auténtico fin, sino un pretexto para fines distintos. Un vicio (a menudo de lujuria) puede imponerse con la excusa de traer quietud, pero es precisamente un trastorno, utilizar palabras devotas para magnificar ciertos actos.

La separación que la Iglesia trató de instituir en el siglo XVII llevó a una complicación jurídica desmedida; vale la pena observar esta tierra disputada, de frontera entre mística y quietud y degeneración, en el caso más exquisito, el de las proporciones (cincuenta y cuatro) de que hubo de retractarse el cardenal Pier Matteo Petrucci en 1687. Algunas son admirables palabras de pacificación y sabiduría como: "La nada es lo ejemplar de la vida mística. Cómo estaba ella, antes de que Dios crease el mundo: ¿pensaba en sí misma y se cuidaba de sí? ¿Daba, quizá, prisa al creador para la gran obra de la creación? ¿Pedía, quizá, elegir, cuando fuese creada, ésta o aquella condición? Ciertamente que no". Nada que censurar, admitió la comisión, pero hiperbólico. Y, sin embargo, ¿No es aquella la condición precósmica del ayuno de cuarenta días? O bien: "La perfecta resignación de esta alma y muerte amorosa ha de ser como una llama devoradora que consuma todos los anhelos y todas las meditaciones y actividades, reduciéndola a esto sólo, por cuanto ella sabe que Dios es". Fue condenada por "temeraria y destructora de la disciplina". Y ésta otra, por malsonante y peligrosa: "Un alma que no aprehenda criatura alguna ni a sí misma, no vive distintamente memorable en sí, más Dios vive en Dios, y Dios es vida, y Dios es"; y está otra aún: "No os hagáis reflexiones a vosotros mismos. La nada nos se ve. Quien se ve es algo. Quien se ve a sí mismo, no ve su espíritu, porque el espíritu no es visible". Verdaderamente estas censuras oficiales eclesiásticas de clara defensa contra todo espíritu maligno e incitaciones a la vida mística muestran cómo únicamente el sentido mismo de la quietud divina puede llevar de la mano por este camino: nada puede sustituirlo.

¿Cómo se logra la quietud?

Una respuesta muy simple sería: formándose testigos de uno mismo, observando la propia psique, dando un paso atrás. La mente se activa sin tregua, igual que un huso desarrolla una tela de pensamientos, imágenes, sensaciones, la tela se desliza ante la atención para caer luego en la nada. Se desperdicia así, constantemente, la sustancia de la mente, que a causa de esta hemorragia se ve languideciente y como amodorrada. Si, por el contrario, se detiene el flujo, la fuerza vuelve poco a poco a irradiar, se adquieren poderes insospechados. ¿Por qué se permite el flujo? ¿Por qué a acepta una vida moribunda cuando podría esperarse una vida viviente? Cada vez que se trunca un deseo, una curiosidad que no tengan como mira la quietud, o se aplasta una obsesión incipiente, entonces se ha alimentado el poder de la mente. La sensación de frescura (¿"psique", de "fresco", 'psychrós'?), de vigor, es inmediata.

A medida que la mente crece y se contiene, se aprehenden momentos de vida distinta de la existencia del cuerpo. Lo que puede suceder en éstos lo recogen todos los textos de vida espiritual de todos los pueblos, y es inimaginable para el profano. Quien lo haya conocido, incluso en breves trechos, se ha tornado bastante similar, por ser su opuesto, al culpable de una infamia. No podrá ni deberá narrar lo que ha visto: como a otros la vergüenza, a él se lo prohíbe el pudor. Sólo por una imposición excepcional se resuelve a romper el secreto, a riesgo de escarnio y envilecimiento.

Entre los frutos habrá una compasión por los profanos que viven los arquetipos de forma material e impura. Se ha oído el diapasón, los placeres comunes parecen desentonados. Es como escuchar ciertas campanas tibetanas fundidas y forjadas de forma que, percutidas, dan una límpida serie de armonías que precipita en el éxtasis; toda música que venga después vale en la medida en que se acerque a esa escala. Se ha oído, en sentido técnico, la música de las esferas (que era, precisamente, una sucesión de intervalos entre las armonías superponibles a las relaciones entre los planetas). Hoy sería imposible, salvo el olvido de esta gracia, trocar un mísero deber social por el bien. Antes, al contrario, hoy se sabe que el único criterio posible del bien social sería éste, que favorezca a quien desee vivir orientado a este centro. Se difunde paz, incluso material, en un cuerpo social iluminado y orientado de esta suerte, y florecerán artes magníficas y austeras. Cuando se habla de esto, se suscita el furor, los profanos reprochan los males que, a pesar de todo, existen en tales logros (¿quién osaría pretender extinguir el mal?), llaman al engaño (como si fuese posible divulgar siquiera un poco de ese bien, de ese éxtasis, sin alguna deformación). Es cierto que, cuando el ignorante ve que se propicia ese bien con jaculatorias, cánticos, inclinaciones, postura variadas, imagina que se está buscando lo que él tiene en el corazón: la prosperidad de uno o de la mayoría o del mundo entero, salud, fortuna. Está claro que dejar creer que las cosas son así es erróneo; y, sin embargo, alguna relación existe también con aquellos beneficios, de los que es temerario hablar, no obstante, excepto por alusiones ("tendréis ya el décuplo en la tierra"). Rezar para obtener, investir fe en aquello que podría dar beneficios puede ser un empuje para la concentración y la alabanza del ser. ¡Oh, ironía, oh, juego, oh, engaño!

Gracias a semejante engaño (¿y qué palabra no es una metáfora, un engaño respecto a la cosa?), quizás alguien se aproxime al centro, aquel centro que, una vez fijado (contemplado, hecho centro de un templo), incardina y ordena todas las cosas. Todo acontecimiento existe en la medida en que está próximo a ese centro. En la historia, hay sociedades que se acercan a esa claridad, donde la potencia que el hombre venera más es la de la psique dominada por el espíritu, donde el amor popular va al eremita, ante todo al recluido, después al penitente e inmolador y al intérprete de la tradición sagrada. Se otorgará obediencia a quien el santo, carente de bienes, de intereses, dedicado al sufrimiento, haya designado e inspirado. En la vida cotidiana se realizarán las labores asimilándolas a un cilicio o a una liturgia, según simbologías que el santo enseñará. El mal inevitable (que quizás está allí providencialmente a fin de hurtarnos a él, o para que aprendamos qué posibilidades del mismo hay nosotros y que, si se mantienen alejadas, no es por mérito nuestro) se confirmará en determinada parte de la sociedad y del año.
Esta posibilidad social puede parecer cercana a la realización del modelo que suministran algunas tribus de América. Pero no tiene ninguna importancia garantizar su existencia en vivo, pues lo importante es su posibilidad por sí misma; ésta es el único patrón racional que poseemos para juzgar acerca de todo lo visible midiendo su grado de ser. Ningún otro patrón sirve a ello; son de Satanás la utopía libertina de la socialización completa de la sociedad y la utopía del equilibrio de fuerzas e intereses, que es, sencillamente, la situación de hecho. Pero es un patrón ideal, y una vez realizado no tiene posibilidades de durar más que cualquier otra referencia. Fatalmente, entre el inspirado y los intérpretes de la tradición habrá malentendidos, por lo que habrá disputas entre el rey y los sacerdotes, y la grieta de la conexión serpenteará cada vez más hacia abajo, pues la autoridad real por sí sola no tendrá manera de gobernar contra sus intermediarios, ni éstos contra la base de la pirámide. Y no está garantizado cuándo entrará el santo en liza: ¿trajo, quizá, san Bernardo algún beneficio imponiendo una cruzada? ¿Y no arruinó Bérulle su causa haciendo subir a Richelieu al poder?

Pero, si éste es el destino no exorcisable, ¡qué claridad procede de aquel modelo! Todo sufrimiento se explica como distancia respecto de aquel modelo divino: cualquier trabajo cansa porque no es litúrgico, la familia se divide porque no es una 'communio in sacris', las relaciones son odiosas porque no tienen forma ni objetivo espiritual.

Tantos son los dones, pues, que reparte pródigamente al hombre espiritual...
El signo, no del hombre corriente, débil e inepto, sino del secuaz de Satanás, del siervo devoto del infierno, es que esta vida y conocimiento espirituales lo mueven a la abominación y desprecio. Uno de los criterios demonológicos era que la furia natural se vence con sus contrarios, la mansedumbre, la resignación y la bondad, por cuanto una furia satánica se exaspera mucho más ante esa acogida. De igual modo, estas verdades y posibilidades y puntos de comparación espirituales tienen la virtud de desvelar, exasperándolo, al ser satánico.

"Hay quienes aman y desean este mundo, y quienes eligen librarse de él, y, ¿quién no ve que aquellos serán enemigos de éstos? Si pudiesen, los arrastrarían con sus tribulaciones. Y se necesita gran habilidad para encontrarse cada día entre las palabras de aquéllos y no desviarse del camino de los preceptos de Dios. De hecho, la mente que se esfuerza por ir hacia Dios, a menudo tiembla, consumida, por el sendero; y a menudo no lleva a cabo el buen propósito para no ofender a aquellos con quienes vive, quienes persiguen otros bienes perecederos y transitorios. Todo hombre sano está separado de éstos, no en cuanto al lugar, sino al ánimo", explicó San Agustín, en su "Comentario a los Salmos" (6-9).

Lo que tendrá la virtud, en particular, de desencadenar el odio del ser satánico es la pura contemplación sin sanción social alguna; aquel que busca la paz y conoce la Tradición, sin una vestimenta, un pretexto o una adhesión, que pueda relacionarse, de algún modo, con las cosas conocidas y toleradas del mundo, será odiado sin motivo alguno.

 

ESPERANZAS EN LA PROVIDENCIA

("LA SANGRE DE LOS MÁRTIRES MUTARÁ EN SEMILLA DE QUIETUD")

"El bien nada puede si no recibe ayuda desde lo alto, una Revelación. Pero las ayudas que descienden están a la vez contrapuestas entre sí por más que aporten paz a los corazones y luz a las mentes. En Persia, los dioses de la India se tornan demonios; con el cristianismo, en el Mediterráneo, los dioses del Olimpo se transforman en lo que fueron los Titanes para ellos. Mahoma destruye las estatuas de la Ka'aba. ¿Es necesaria esta terrible alteración y destruccion periódica? ¿Es necesaria esta sangría, esta amputación ritual? ¿Era necesario que Porfirio fuese difamado por quien debía perseguir, sin embargo, una ascesis similar a la suya? ¿Era necesario imputar el satanismo a los maniqueos, quienes amenazaban con la pena del pecado gravísimo a quien ofreciese sacrificios al principio de las tinieblas? ¿Era necesario que los pueblos del mundo tomasen aspecto satánico a los ojos de los conquistadores europeos? ¿Que, entre el Islam y la Cristiandad, no se entendiese que Ibn 'Arabi y Ricardo de San Víctor hacían idéntico camino? ¿Que los mongoles exterminadores de musulmanes no supiesen que sus chamanes seguían en el cielo los mismos caminos descritos por Avicena? ¿Qué puritanos como Bunyan, que recorrió paisajes interiores inmemoriales, o Jonathan Edwards, en sus raptos de éxtasis, no sintieran que recogían el hilo de la tradición custodiada en los monasterios que los suyos saqueaban? ¿Era, pues, necesario?

Ay de mí, para encarnar en Centro que no tiene circunferencia hay que fijar en la tierra un ombligo del mundo y, desde ahí, enmarcar el espacio, y hay que tener fe plena en ese descenso de lo divino, y esa fe plena puede oscurecer las múltiples posibilidades, providenciales, de la manifestación divina.

Sólo la idea de la Quietud como fin supremo, en sí y por sí, está limpia de sangre. No garantiza la paz material, de su proclamación puede surgir todo lo que forma el patrimonio del hombre caído, discordia y mortandad.
Pero a esta extrema tentación de Satanás se responde que aflicciones, discordias y mal siempre devastarán con un pretexto u otro; un mensaje divino de quietud no podrá ser la causa ejemplar, ni final, aunque si causa eficiente puedan ser los secuaces, extraviados por el espíritu satánico en el punto más íntimo, en el ímpetu mismo del entusiasmo con que han abrazado la revelación. La quietud es la perla caída en el barro; pero para quien, en lugar de recogerla y limpiarla, la deje en el barro.

Y cuando, a fin de que lo aprendiésemos, la religión ha sido perseguida para que diera inicio la Edad Moderna (y no se sabe si el taoísmo de 1911 hacia acá o el catolicismo de 1789 en adelante, o, todavía más, desde 1964 hacia acá, el Islam turco de 1919 en adelante, o la Ortodoxia, mortificada ya por los Romanov, de 1917 en adelante), la sangre de los mártires mutará en semilla de quietud. Quien tenga como meta la estrella matutina de la imperturbable paz interior no será embrujado: la puerta amurallada se abre para él, la fuente brota para él, suyo es el jardín cerrado, la torre de marfil lo acoge y, en el exterior, el insulto y la ira de Satanás lo confirman y lo alaban. Y su distinción traspasará las puertas de la agonía porque, como recordaba Yeats en "Oil and Blood":

"En sepulcros de oro y lapizlázuli
cuerpos de santos y de santas exudan
un milagroso aceite y olor a violeta,
mas bajo capas de arcilla pisada
yacen los cuerpos de los vampiros ahítos de sangre.
Son sangrientos sus sudarios y tienen húmedos labios"."

 

¿ENGAÑOS SATÁNICOS? ¡NO, ARQUETIPOS PERENNES!

"Mas, ¿de dónde proceden estos andamiajes escénicos, estos bocetos ora polvorientos, ora fastuosos? ¿de dónde llega la imagen de un pueblo de liberados de las pasiones vehementes como la selva de grandes llamas o bien de un jardín donde, según canta Tasso (en "La Jerusalén libertada", XVI, 16, 4-8)

"Todo animal vuelve a amar de nuevo:
a la par que la dura encina, y el casto laurel,
y toda la frondosa amplia familia,
a la par que la tierra y el agua y formas y espíritus
dulcísimos de amor sentidos y suspiros"

o bien de un fluctuar de rostros uniformes, iguales, un zumbido como de unánimes abejas?

¿De dónde, la imagen de sabios reunidos en lo alto de cátedras en un aula, graves, o de guerreros que parecen autómatas, rápidos como rayos, de mirada impenetrable? ¿De dónde, la idea de una torre donde éstos gobiernan, imperceptiblemente, los destinos generales?

¿De dónde, en fin, la imagen de un hombre que ya no es un hombre, aderezado como un ídolo, solemne, o, como Alejandro Magno en los retratos, con los bucles desordenados por el soplo de la inspiración? ¿De dónde, la visión de aquél sobre un caballo blanco entrando entre aplausos en la ciudad o sobre el trono que infunde fortuna, salud y justicia sólo con verlo?
¿De dónde, estos arquetipos perennes que nada logra extirpar de las mentes y de la historia?

SON ARQUETIPOS, es decir, pertenecen al mundo de las figuras indelebles que el hombre reencontrará en los sueños, con las que compondrá las visiones de la vigilia, pero que en los sueños aparecen afligidas o descoloridas y en la vigilia no acaban de tomar cuerpo. ¿Quién las ve, quién las encuentra de verdad? Sólo aquél que ha conocido el mundo de la fantasía visionaria, que sonríe cuando ya ha sido dominada, mediante la ascesis, la imaginación común. El que alcanza la visión mística de cierto nivel, descrita en todas las tradiciones como un viaje por un mundo de presencias angélicas, es decir, entre las causas ejemplares de toda figura terrenal.

Es un viaje que comprende la visión de la comunión de los santos, de los beatos muertos que, como llamas o husos de luz, forman una rosa, un mar de alborozo, de alegría y de benevolencia, como una danza y un cántico: la comunión de los santos, de donde no se desposa y no se es desposado y nada se tiene teniéndolo todo.


Es un viaje que permite conocer la imagen de los auxilios inexplicables y providenciales, de los sabios urdidores del destino que se perciben como seres alados, refulgentes, de formas puras, rapidísimos, en nada humanos: arcangélicos.

Es, por último, un viaje que lleva al palacio del Rey celestial, cuyo fulgor no resiste a la vista, cuya voz ensordece, y al que se adora enmudecido.
Las tres formas de gobierno civil se tornan, gracias a los tres colores, a las proporciones divinas arrebatadas a este mundo, espejismos de perfección en la imperfección, de un no fugaz cielo en la tierra. Tienen su morada en el evo, es decir, que medían entre lo eterno y el tiempo, y Satanás sugiere encadenarlas a la hora fugitiva o prometerlas para un futuro coagulado como sólo puede estarlo un pasado. Le son dadas prodigamente al vidente tras ayunos y ascesis, y se las quiere aprisionar entre lo que la muerte está por engullir.

¿Es posible saber algo de ello en la tierra a través de algo que no sea el relato metafórico de quien "ha visto"? Sí, a través del rito.

La caridad del vidente lo mueve a preparar un rito que repita los encuentros que él ha tenido en éxtasis. Si se lleva a cabo exactamente el rito prescrito por un santo, se puede participar en algo de lo que él vió y oyó. Las metáforas imitadas siguiendo ciertos movimientos hacen entender, en la suspensión de toda relación con el mundo cotidiano, la experiencia de lo sagrado.
Satanás ha jurado subvertir el rito, que sus metáforas se han de convertir en fórmulas de gobierno para ser arrastradas por el polvo y el escarnio, que ya no encenderán éxtasis sino pasiones, que no elevarán de la tierra sino que ligarán más a ella.

Estos arquetipos se experimentan durante el éxtasis místico en su más alta posibilidad, como conocimientos mediadores entre el tiempo y lo eterno, entre el hombre y lo divino; se prestan también a ordenar la experiencia común como ideas perennes, por cuanto son "las señoras del alma, las Ideas" a las que Valéry atribuye la siguiente alocución dirigida al hombre:

¡No éramos lejanas
sino secretas arañas
en tu propia oscuridad!
¿No estarás ebrio
de alegría al ver salir de las sombras
cien mil soles de seda
tejidos sobre tus enigmas?

Y la historia puede verse como un caleidoscopio de estas señoras del alma. Decía Goethe al canciller Müller el 29 de abril de 1818:

"Al pensador que contemple los siglos desde lo alto, se le mostrarán algunas fórmulas generales que los hombres han retenido desde siempre con fuerza mágica. Son el don misterioso de una potencia superior en la vida. A menudo aparecen oscurecidas y mezcladas con impurezas, pero su significado originario vuelve siempre a aflorar, y así se compone, para el estudioso atento, mediante tales fórmulas, un alfabeto del espíritu del mundo".

Los intentos humanos por acomodar los asuntos cotidianos a esos modelos pueden interpretarse (por quienes quieran ver el mundo como un reflejo deformado, un último y alterado eco de los arquetipos) como 'memento' de lo ultraterreno: quien se acostumbre a percibir tras la aurora y sus imágenes el arquetipo del nacimiento espiritual, tras el deshielo de primavera el arquetipo del arrepentimiento que hace que emerja el barro del pecado olvidado, tras de la fascinación de la ardilla, que intenta en vano retroceder bajo la mirada de la serpiente, el arquetipo de la enfermedad satánica (como enseñaba en el siglo XVIII Jonathan Edwards), advertirá, en la furia y la confusión de la vida política, un andar buscando ciegamente y un mostrar inconscientemente esas ideas eternas e inalcanzables en el mundo político. Esta transfiguración simbólica de todo acontecimiento visible es, ciertamente, harto dura para la mente moderna, pero puede ser una forma de vida a un nivel dado de intensidad mística, que se vive, entonces, ofreciendo representaciones a los ángeles, emulando arquetipos.

Pero, para no caer en el engaño satánico que intenta hacer creer en la traducción perfecta de los arquetipos en tipos de Estado y de sociedad, hay que recordar sin tregua la miseria de estas realidades. Sobre todo, es necesario no exaltar un movimiento político sólo porque se reclame de un arquetipo. Es una época oscura aquella en que los arquetipos empiezan a hacer fermentar las mentes; Charles Williams, en su tragedia en verso, hace decir a Dios:

"Escuchad, ¡las imágenes giran!
Una vez en cada tránsito, una vez en cada época,
cuando los espíritus de los hombres se enfurecen, dejo libres las imágenes:
todos los ídolos del infierno, de la capilla y del mercado,
imágenes espectrales, sin la gracia del Amor, la mía.
Brillan sus frentes fosforescentes,
hacen señas, entonces hay quien se encamina, quien habla
bajo esas lunas, y en acto y en palabra
cada uno se torna un maligno autómata para algún otro"."

 

 

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