SOBRE LA TORA, EL EVANGELIO Y EL CORÁN


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Titus Burckhardt

Comentario a una parte de lo que enseñó, respecto a estas tres Escrituras, el Maestro perfecto, el metal incorruptible, ABDUL-KARIM IBN IBRAHIM AL-JILI, y su célebre obra titulada El Hombre Universal.

Según el maestro Abdul Karīm al-Jīlī, la Tora fue revelada a Moisés en nueve Tabla; y se ordenó al profeta que no divulgara más que siete al pueblo judío, siete que era de piedra, y que conservara las otras dos, hechas de luz y que estaban destinadas únicamente a Moisés.

El Maestro perfecto da una descripción sintética del contenido de las siete Tablas de piedra y, aunque esta parte de la enseñanza prodigada por Abdul Karīm al-Jīlī solo se refiere indirectamente al tema determinado que queremos extraer de ella – a saber, las relaciones entre las tres tradiciones monoteístas-, daremos sin embargo un resumen de ella a fin de poner de relieve la textura de la Tora, textura muy diferente a la del Corán, que no posee «compartimientos» distintos y relativos a ámbitos diferentes.

Es cierto que, según la descripción que hace el Maestro, las diversas Tablas de la Tora no representan otros tantos libros claramente distintos en cuanto al tema; sin embargo, les caracteriza tal o cual esfera determinada, a la que deben sus nombres respectivos.

Así, la primera Tabla, llamada la Luz, expone en primer lugar la doctrina de la Unicidad y la Singularidad Divinas, explicada de forma negativa, es decir, por medio de la negación de las determinaciones. Adopta el mismo punto de vista para tratar de cualidades divinas, como la Señoría o el Poder, consideradas no en cuanto estados de realización, sino solamente como atributos del Ser Divino.

La segunda Tabla, llamada la Dirección, consiste en llamadas que la Divinidad se dirige a Sí misma; en otros términos, se trata de la ciencia de la intuición pura, pues la Dirección (al-hudâ) es en sí misma un secreto esencial que invade súbitamente a los que adoran a Allâh; es la luz de la Atracción Divina, gracias a la cual el conocedor se eleva a los estados superiores, siguiendo la Vía Divina, As-sirâtul-mustaqîm[1].

Esta ascensión no es otra cosa que el retorno a su verdadero «lugar» de la Luz Divina que fue depositada en el templo (haikal) humano. Al-hudâ significa igualmente que el portador de esta luz puede asentir a la Unidad de la Vía.

En cuanto a la tercera Tabla, llamada la Sabiduría, expone el recorrido de la vía del Conocimiento, cuyas etapas sucesivas describe. Estas etapas están simbolizadas aquí por los episodios de la misión de Moisés, tales como «el quitarse el calzado», «la ascensión al Sinaí», etc.[2] La misma Tabla contiene principalmente la ciencia de la dominación de los mundos espirituales, así como las diferentes ciencias relativas al simbolismo cósmico, de las que derivan, sobre todo, la astrología y la guematría, o ciencia de los números.

La cuarta Tabla se llama la Fuerza porque desvela las analogías existentes entre la Sabiduría divina y los aspectos de la fuerza humana, analogías que son el punto de partida de la teúrgia.

La quinta Tabla, denominada la Ley, expone los mandamientos y las prohibiciones que forman la base de la Sharîah[3] mosaica.

La sexta, llamada la Tabla de la Servidumbre, enseña la actitud tradicional del individuo como tal, es decir, en cuanto organismo psíquico. Desvela las razones últimas de las virtudes u «orientaciones» psíquicas, tales como la humildad, el contento, el temor, etc. A este respecto, dice especialmente que aquel que responde a una mala acción con otra, peca por pretensión faraónica, es decir, se arroga la dignidad divina, mientras que el ‘abd (servidor) no puede, en su cualidad de servidor, pretender el papel de juez, papel al que solo tiene derecho en la medida en que con ello ejerce una función que está más allá de su individualidad.

La séptima Tabla, por último, incluye la demostración del camino que lleva a Dios y, en particular, la distinción entre el camino de la salvación y el camino de la condenación.

Éstas son las siete Tabla de piedra que Moisés tuvo que dar a conocer a su pueblo, mientras que le estaba prohibido divulgar las otras dos, hechas de luz. Éstas contenían la revelación de los secretos de la Señoría y del Poder Divinos, es decir, los secretos de la realización efectiva de estas cualidades divinas, según la doctrina de la «Identidad Suprema».

Si Moisés hubiera revelado estos secretos a sus fieles, éstos se hubieran sublevado contra él, pues su espíritu llevaba una huella, todavía fresca, de su sublevación contra Faraón, el cual, precisamente, había pretendido indebidamente poseer el estado de Señoría Divina. En efecto, según el Corán, el Faraón dijo a sus servidores, que, convencidos por los milagros de Moisés, se prosternaban ante el Dios Único: «Yo soy vuestro señor supremo».

Ahora bien, como el pueblo de Moisés debía ignorar el contenido de las Tablas de luz, ningún, sucesor de este profeta pudo recibir por entero el legado espiritual de Moisés y ninguno llegó a la perfección.

Por una compensación cíclica, le correspondió a Cristo manifestar lo que Moisés tuvo que silenciar[4]. Desde su primera aparición, es decir, desde su nacimiento, el Mesías reveló los aspectos del estado de Señoría y de Poder Divinos, revelación que efectuó tanto con sus milagros –la resurrección de Lázaro, por ejemplo- como con sus afirmaciones directas de la Identidad Suprema (como Su afirmación: «Yo soy la Verdad y la Vida»). Pero la comunidad judía, que tenía el «corazón endurecido», análogamente en esto a la materia de la que estaba hechas las tablas que le estaban destinadas, rechazó a Cristo.

En cambio, la comunidad cristiana, polarizada en cierto modo por su antinomia cíclica con el pueblo judío, se extravió en el transcurso de su historia. Mientras que en el judaísmo se «petrificaban» las concepciones que consideraban al ‘abd (servidor) más particularmente desde el punto de vista de su no-identidad con el rabb (Señor), el cristianismo, por el contrario, tendió a confundir ‘abd y rabb, o sea el símbolo y lo simbolizado. Esta confusión tuvo como corolario histórico las interminables discusiones relativas a las dos naturalezas de Cristo, y se perpetuó en cierto modo en las escisiones políticas entre los pueblos cristianos. (Los cristianos, dice el Corán, se combatirán entre sí hasta el último día a causa de lo que han olvidado en materia las verdades reveladas para ellos).

Según el Corán, la heterodoxia relativa[5] del judaísmo reside principalmente en el rechazo de Cristo y del Corán, como también en el hecho de «corromper las palabras del Libro»[6], mientras que el error hacia el que se inclina el cristianismo se caracteriza -siempre según el Corán- por la afirmación cristiana de que «Dios es el Mesías», herejía que, en la terminología islámica, se designa como hûlul o «localización» de la Identidad Suprema.

Es posible que esta afirmación de que «Dios es Cristo» no se encuentre, en esta forma, en ningún escrito dogmático, pero representa, en cierto modo, el resumen de las tendencias determinantes de la actitud cristiana. En su origen, estas tendencias fueron simplemente la consecuencia inevitable de la enunciación por afirmación directa tal como: «Yo soy la Verdad»[7]; pues toda afirmación directa, por amplia que sea, implica necesariamente una determinación o limitación. Por eso el Islam generalmente procura enunciar sus afirmaciones doctrinales en formulaciones negativas, como lo sería: «Cristo no es otro que Allâh». La afirmación directa es el corolario lógico de un «descenso avatárico»[8]. Pero el inconveniente del simbolismo solo llegó a ser funesto a consecuencia del olvido de la interpretación integral del símbolo. En efecto, todo el desarrollo ulterior de la civilización cristiana no fue más que un continuo encaminarse hacia el hûlul. Esto se afirma claramente en lo que podríamos llamar la «singularización» de la Identidad Suprema, es decir, una tendencia consistente en considerar la Identidad Suprema únicamente en relación con el personaje histórico de Cristo. Esta decadencia de la idea de la Unicidad Suprema del Verbo hacia una singularidad histórica es el verdadero motivo de todo el individualismo del Occidente moderno. De este modo la oscilación cíclica regresa, en otro plano, al error faraónico que impuso silencio a Moisés sobre lo que Cristo, más tarde, iba a expresar.

La forma de «expresión» que es el Islam estuvo llamada a reintegrar ambas «desviaciones», la judía y la cristiana, por el papel de la tradición musulmana es, según los propios términos del Corán, el de una «religión del medio» y el de un regreso a la pureza primordial de la tradición abrahámica: «Abraham no era ni judío ni cristiano, sino un puro sumiso (muslim[9].

Por eso las fórmulas coránicas representan un equilibrio entre lo que se denomina el Tanzîh y el Tashbîh, es decir, entre la designación de lo Divino por abstracción de toda comparación, por una parte, y el simbolismo por analogía y comparación, por otra. El Corán sintetiza, pues, el Tanzîh, tal como lo implica la Tora en toda su pureza, en su Tabla llamada la Luz, y el Tashbîh, tal como está en la base de la Eucaristía. Como ejemplo de tal síntesis, el Maestro Abdul-Karîm al-Jîlî cita el siguiente versículo: «Nada es semejante a Él, y Él es quien ve y quien oye».

Por eso el profeta Muhammad –sobre él la Paz- no estuvo obligado a callar, como Moisés, una parte de la revelación que se le hizo; por otra parte, tampoco desveló abiertamente los secretos que los cristianos no habían podido soportar. El Corán lo contiene todo, explícita o implícitamente, y, según el Maestro, posee principalmente tres significados superpuestos: en primer lugar, el significado exterior y evidente, después un significado interior al que aluden ciertos versículos coránicos, tales como: «Les mostraremos Nuestros signos en los horizontes y en ellos mismos, hasta que les sea evidente que Él es la Verdad» y «No hemos creado los cielos y la tierra y lo que está entre ambos sino por la Verdad» y «Él os ha sometido lo que está en los cielos y lo que está en la tierra, todo de Su parte». Por último, en el Corán está oculto un tercer significado, que incluye los Secretos Divinos, al que alude el siguiente versículo: «Y no conoce su interpretación más que el propio Allâh».

A propósito del Evangelio[10], el Maestro dice que fue revelado a Jesús en lengua siríaca[11], que se recitó en diecisiete lenguas diferentes y que comenzaba con las palabras: «En el nombre del Padre, de la Madre y del Hijo»[12], al igual que el Corán se inicia con la frase: «En el nombre de Allâh, el Clemente, el Misericordioso». Estas expresiones de «Padre, Madre e Hijo» simbolizaban el Nombre de Allâh o la Esencia, la «Madre del Libro» o la Substancia Universal, y el Libro del Ser (wujûd)[13]. Los cristianos se refirieron al Espíritu Santo, a la Virgen y a Cristo, lo que está justificado por el hecho de que estos tres seres son reflejos de los tres principios citados. Pero, después de la Ascensión de Cristo, que había velado por el culto de sus discípulos[14], los significados esenciales se perdieron poco a poco y el símbolo fue tomado progresivamente como lo simbolizado. Y sin embargo no se puede decir que los cristianos, que han olvidado el significado universal de su simbolismo para no atenerse más que a su sentido inmediato, estén, por eso mismo, separados de la Verdad tradicional, pues todavía le están vinculados a través del simbolismo y en la medida de su sinceridad. Esta vinculación, sin duda, no será de una naturaleza tal que les permita una realización de lo que está más allá de las formas, pero, no obstante, podrá ser suficiente para asegurar su salvación. Con todo, es así gracias a la Misericordia de Allâh y desde un punto de vista que, por decirlo así, solo Allâh puede adoptar, pues, respecto a la verdadera doctrina están claramente en el error. La verdad a la que son capaces de asentir, como a través de un velo, a través de un simbolismo que se ha vuelto caduco, puede salvarlos pues Allâh dice: «Estoy junto a la idea de que Mi servidor se hace de Mí», pero no puede justificar sus concepciones una vez que se ha tomado consciencia de la doctrina completa e inalterada.

El contenido del Evangelio se refiere enteramente a la Presencia, verdad que está asumida en el siguiente versículo coránico: «E insuflé en él algo de Mi Espíritu»; es decir, que Allâh insufló algo de su Espíritu a Adán. Ahora bien, el espíritu de Allâh no es algo que esté separado de Él mismo. La misma verdad, a saber, la realidad de la «Identidad Suprema», es confirmada por el pasaje coránico que trata de la adoración de Adán por los ángeles[15], y también por las palabras divinas dirigidas al Profeta: «En verdad, los que concluyen el pacto[16] contigo, lo hacen con el propio Allâh»; y por el versículo: «Quien obedece al Enviado, obedece a Allâh».

Por consiguiente, no son los cristianos obnubilados por la estrechez de su concepción en cuanto la Identidad Suprema, que atribuyen a la sola persona «histórica» de Cristo, quienes realizan la entera verdad evangélicas sino los herederos de Muhammad –sobre el la Bendición y la Paz-, los cuales, por su parte, reconocen que Adán, en quien fue insuflado el espíritu de Allâh, significa todo individuo de la especie humana: «Les mostraremos Nuestros signos en los horizontes y en ellos mismos, hasta que les sea evidente que Él es la Verdad»; es decir, que todo el Universo, simbolizado aquí por los horizontes y su propias almas, es la Verdad.

Pero es fatal que haya hombres desorientados, por la expresión de la verdad misma, pues se dice en el Corán que «Allâh extravía a muchos [hombres] por el [el Corán] y conduce a muchos». Es el equívoco inherente a toda la manifestación, aunque en el seno de la comunidad islámica se ha producido ese extravío, especialmente en numerosos sabios exoteristas, y dan fe de ellos precisamente por sus comentarios sobre los versículos que acabamos de citar. Se alejan, en una dirección evidentemente opuesta a la desviación cristiana, por efecto de una abstracción racional de la Unidad Divina, abstracción que conduce a una separación de lo Divino y de lo Creado. «Pero solo extravía a los corrompidos», es decir, a aquellos cuyo interior está podrido por falsas opiniones sobre Allâh. Piensan que Allâh no se manifiesta en su criatura. En efecto, no Lo ven en ella. Dejan de lado el Conocimiento esencial y no se ocupan más que de razonamientos discursivos, como si todos estos razonamientos no estuvieran íntegramente comprendidos en el Conocimiento esencial y como si la existencia creada no fuera esencialmente divina.




[1] «La vía recta» (en el sentido vertical) mencionada en la Fâtihah.
[2] Los episodios de la historia de Moisés utilizados en la poesía sufí. Así, Ibn al-Fârid dice: «Vi un fuego en la noche y anuncié la buena nueva a mi tribu: Esperadme, espero encontrar una Dirección. Me acerqué y he aquí que el Fuego Parlante apareció ante mí…» Y en otro lugar: «Mi montaña [el Sinaí] se partió de terror ante Aquel que Se reveló, y fulguró un secreto escondido, visible tan sólo para quien me es semejante. Me convertí en el Moisés de mi tiempo, tan pronto como una parte de mí se convirtió en mi totalidad».
Habría mucho que decir sobre el simbolismo sufí del cayado de Moisés, que representa la nafs, el alma. Así, cuando en el episodio de la Zarza Ardiente Allâh pregunta a Moisés: «¿Qué tienes en la mano derecha?», Moisés responde: «Es mi cayado, sobre el que me apoyo, que arrojo sobre mis corderos y que me sirve también para otros usos». Allâh le ordena entonces que arroje al suelo el cayado, que se transforma inmediatamente en una serpiente o un dragón. Después ordena a Moisés que lo recoja y, de nuevo en su mano «por orden de Allâh», vuelve a convertirse en cayado, pero conserva en lo sucesivo un poder teúrgico. Se trata aquí de la transformación de la nafs.
[3] El conjunto de las leyes y los ritos.
[4] En una vidriera del siglo XII, inspirada por el abad Suger de Saint-Denis, se lee: Moisi doctrina velat quod Christi doctrina revelat.
[5] El islam no considera que la Shâriah –o sea el conjunto de las leyes y los ritos- judía o cristiana sean heterodoxas, sino que estima que estas dos tradiciones son incompletas desde el punto de vista doctrinal. Esta idea vuelve a encontrarse en una ley del matrimonio islámico, ley que prohíbe a una mujer musulmana se una a un judío o un cristiano, pero permite a un hombre musulmán casarse con una judía o una cristiana. El judaísmo y el cristianismo tiene, en relación con la tradición islámica, un carácter femenino; en efecto, sólo representan la tradición primordial de un modo pasivo e inconsciente, mientras que el Islam afirma activamente su unidad. Comparamos aquí las formas manifestadas, es decir, el exoterismo de las tres tradiciones. Por esto, el Islam engloba principalmente a las otras tradiciones surgidas del linaje de Abraham. Es análogo al hombre, que puede casarse con varias mujeres, mientras que una mujer, a causa de su exclusividad psíquica, debida a su papel de substancia, no debe tener más que un solo marido.
[6] Este pasaje alude, bien a los comentarios arbitrarios, o bien a la alteración de la escritura hebraica, alteración cuyo origen podría remontarse al exilio babilónico.
[7] Es sabido que el sufí al-Hallâj fue condenado a muerte por haber proferido estas mismas palabras.
[8] La naturaleza avatárica de Cristo se afirma en el Corán por las denominaciones que se le dan: «Una palabra de Allâh» y «Espíritu Suyo que Él proyectó en María». Se puede decir que Cristo, siendo afirmación pura, tuvo que sufrir, con su Pasión, la negación inevitable: es en este sentido como vivió la Shahâdah, que es sucesivamente afirmación y negación.
[9] En el leguaje coránico, la palabra Islam no solo designa a la tradición muhammadiana, sino también a toda tradición consciente de la Verdad Única.
[10] No se trata, naturalmente, de los Evangelios, epístolas de los cuatro evangelistas, sino de la Revelación que tuvo Cristo.
[11] Véanse los artículos de René Guénon «La Science des Lettres», febrero de 1931, y «La Terre su Soleil», enero de 1936, en Etudes Traditionnelles.
[12] Respecto a esta tradición referente al Evangelio original, tal vez no carezca de interés recordar que el maestro de Abdul-Karîm al-Jîlî fue, probablemente, un musulmán de Abisinia, pues ése es el sentido de su sobrenombre, Jabartî.
[13] Wujûd puede interpretarse a la vez como «Existencia» y como «Ser». Aquí conviene transponer las nociones de Esencia y de Substancia hasta su significado último, o sea el de «Perfección activa» y «perfección pasiva»; entonces el Ser, en cuanto primera determinación, se concebirá como su resultante o su «hijo».
[14] Esto recuerda a ciertos diálogos entre Cristo y San Pedro, como aquel en que el Mesías dice al Apostol: «Tú tienes presente lo que es humano y no lo que es divino».
[15] «Y cuando tu señor dijo a los Ángeles: ¨Voy a poner en la tierra un representante¨, ellos dijeron: ¨ ¿Quieres poner en ella alguien que siembre la destrucción y vierta la sangre? y nosotros te exaltamos con la alabanza y proclamamos Tu Santidad¨. Pero Él dijo: ¨Yo sé lo que vosotros ignoráis¨. Y enseñó todos los nombres de Adán, los mostró después a los ángeles y dijo: ¨Reveladme sus nombres, si sois verídicos¨. Ellos respondieron: Exaltado seas, solo sabemos lo que Tú nos has enseñado, pues Tú eres el Conocedor, el Sabio¨. Entonces Él dijo: Oh Adán, revélales sus nombres¨. Y cuando se los hubo revelado, Él dijo: ¨ ¿No os he dicho que yo conozco los misterios del cielo y la tierra, y que conozco lo que manifestáis y lo que calláis? ¨. Y cuando dijimos a los Ángeles: ¨Prosternaos ante Adán¨, ellos se prosternaron excepto Iblis, que se negó a hacerlo, se enorgulleció y se contó entre los rebeldes» (Sarâtul-Baqarah).
En otro pasaje se dice que Iblis, el Diablo, no quiso adorar a Adán, con el pretexto de que él mismo había sido creado de fuego, mientras que Adán sólo estaba hecho de barro. Según ciertos maestros sufíes, Iblis se hizo rebelde por exageración del Tanzîh, negándose a adorar a Allâh en Su símbolo.
[16] Es el compromiso de vencer o morir en la guerra santa, ya se trate de la «pequeña» defensa por las armas de la comunidad religiosa, o de la «grande» que se refiere al ámbito espiritual.
Estos dos términos, por lo demás, tuvieron sus equivalentes en la caballería cristiana, a saber: bellum corporale y bellum espirituale. La conclusión de este pacto, del que habla el Corán fue, en la historia sagrada del Islam, el punto de partida de las iniciaciones «real» y «sacerdotal».

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