Guido de Giorgio - Retornar a los orígenes no significa retroceder
Guido de Giorgio: Le retour
aux origines n'est pas retour en arrière. Recuperado desde
Mizaine.info https://bit.ly/2YirVR
Traducción de Leónidas
Molina López
Guido de Giorgio fue
una de las figuras más inspiradas del pensamiento tradicional del siglo veinte.
Mizaine.info publica uno de sus textos, verdadero manifiesto tradicional,
seguido de una nota bibliográfica de Phillippe Baillet.
Este mundo se dirige hacia su
fin: inexorablemente, luego de siglos, se dirige hacia su final.
Los representantes
oficiales de las grandes tradiciones han terminado por pactar con la decadencia
de los profanos. Todo lo que era sagrado se ha vuelto dominio de laicos, quienes
han desmantelado todos los templos para hacer perecer el eco de la palabra verdadera.
La decadencia de Europa a
partir del siglo XIV es el fruto de esta laicización del espíritu, de las
costumbres y de la vida.
Quien comprenda las razones profundas de esta
desagregación secular, podrá oponerse al derrumbe del templo audaz de su
fuerza, fuerza de la verdad que quiere retornar a sus santos orígenes.
Retornar a los orígenes, no
volver hacia atrás, porque no es posible volver en reversa.
En esta vida,
indisociable de la sucesión, no se puede tener momentos idénticos: cada
torbellino es nuevo en el tumulto de las olas.
Los falseadores de la
verdad.
En cambio, uno puede
regresar a los orígenes, a un espíritu normal de comprensión de la verdad, y
orientar todas las fuerzas del conocimiento en una dirección que esté sobre el eje
mismo de las verdades tradicionales.
Los hombres de hoy —un
hoy que dura siglos—son falseadores de la verdad; han corrompido la vida y el
pensamiento, imponiéndole a Europa y, luego, al mundo entero sus múltiples
histerias en los dos dominios del pensamiento y de la acción.
Ellos, los que hablan
en nombre del Espíritu, del Arte, de la Humanidad, no hablan en efecto más que
por y para sí mismos: imponen sus alucinaciones, sus tinieblas, su idiotez. Según
Santo Tomás, estos hombres no son más que rudissimi idiotae, que vaciaron
el templo y construyeron un sendero de ídolos de arcilla.
Apelan a estos ídolos,
desperdicio de tierra estéril de Espíritu, de Arte, de Humanidad.
Junto a Dante, se alcanzó
la primavera de Europa. Aquella que —a través del Renacimiento, la Reforma y la
Revolución— se arrojó en brazos de la demencia, de la muy atroz demencia de los
viejos infantes en delirio.
Dante es el último vidente,
el último poeta que ha intentado integrar dos mundos, de hacer coincidir dos
esferas, de redimir una época de transición y de preparación hacia la
transparencia del símbolo y hacia la vida substancial.
Antes y después de él, los
raros espíritus que podían todavía comprender la verdad de la enseñanza
tradicional debieron ocultarse y revestirse de hábitos engañosos para poder
vivir en medio de un mundo corrompido por la intoxicación de los profanos.
Fuera de la tradición,
no hay justificación para la vida
Hay todavía más de
estos hombres y forman una pequeña falange desde una altura que los profanos no
alcanzarán jamás, porque no es de esta vida ni de este mundo. Ellos miran la
inmensa miseria que ha ensombrecido Europa y a todos los homúnculos que no hacen
más que propagar sobre la faz de la tierra sus propósitos envenenados, que
crear fantasmas y obligar a otros a arrodillarse ante estos fantasmas.
Fuera de la tradición, no hay
justificación alguna para el pensamiento y la vida, para la contemplación y la
acción.
Entiendo por
Contemplación la realización efectiva de la verdad; y por Acción, la
conformidad de la vida al principio de la realización.
En términos bien claros,
tales son los dos polos que llamo tradicionales: la verdadera espiritualidad
(contemplación) y la vida informada, puesta en forma por los principios de esta
espiritualidad (acción).
Pero la Verdad no
puede elevarse de aquello de lo que huye, de lo que no se agarra nunca, de eso
que está bajo el efecto de la sola ilusión, como es el caso de las artes,
ciencias y de las filosofías. Puede dar la impresión de ir más allá de lo
humano, hacia el plano de una fugaz sentimentalidad realizadora.
La verdadera
espiritualidad o contemplación debe tener raíces en lo que está más allá de la
vida y la muerte, allí donde solamente uno puede decir incipit Vita Nova
(« así comienza la vida nueva », título de una obra de la juventud de Dante, nde[1]). Respecto al estado
humano, tal vida no es más que la verdadera vida: la vida eterna. Este es el dominio
tradicional, el dominio de la ciencia sacra donde se despliega la verdadera
espiritualidad.
La santa falange de los
Inmortales
Más escasos aún son los
pauci optimi, quienes fueron, son y serán los detentadores de la
Ciencia Sagrada y que constituyen la santa falange de los Inmortales (en el
sentido literal y absoluto del término). No demandan nada al mundo: no desean
honores ni reconocimiento ni poder.
Sólo demandan poder
perseverar en su realización contemplativa; poder mantener encendida la llama
de Vesta; y, durante la época de los cataclismos necesarios, poder preparar el
Arco Santo que guardará intacto el depósito tradicional, asegurando así el vínculo
entre este mundo y el otro, la resolución del aquí en el más allá.
Pero si la Contemplación es
el centro de la unidad esencial, la sola ciencia sagrada por excelencia; la
Acción es verdaderamente lo que domina el mundo en los dominios del
sentimiento, del combate y de las obras.
Sin embargo, para que la
acción se pueda justificar, debe ser algo sagrado, un acto sacrificial.
No es posible vivir sólo por
vivir
─materialismo─ ni vivir sólo para
pensar ─idealismo─ ni vivir sólo para actuar ─mecanismo─.
La vida no tiene más sentido
que ser una comedia, una comedia sagrada, calcada de un sistema ritual cuyo
centro no cesa de pertenecer a una esfera suprahumana: la Contemplación, la
Unidad tradicional, la Ciencia Sagrada.
El equilibrio en el
mundo es alcanzado cuando la Contemplación y la Acción se orientan hacia el eje
tradicional, es decir, cuando una tradición está en acto, no sólo en potencia,
y cuando ella es integral: afirmándose teóricamente como contemplación
realizadora de la verdad y, prácticamente, como santificación de la acción,
referencia de toda la vida al principio o al conjunto de principios que forman
la verdadera espiritualidad tradicional.
Nota biográfica:
« Nacido en San Lupo
(provincia de Benevento) en 1890, Guido de Giorgio completó sus estudios de
filosofía y presentó una disertación de inspiración “orientalista” en la
Universidad de Nápoles.
Todavía muy joven,
viajó a Túnez a enseñar italiano justo antes de la Primera Guerra. Su
reencuentro con los representantes del esoterismo islámico, en particular con
el sufí Kheireddine, será decisiva para la continuación de su itinerario
intelectual y espiritual.
Algunos años después del fin
de la Gran Guerra, De Giorgio conoció a René Guénon en Paris, más precisamente
en el Museo Guimet.
Sus
lazos de amistad profundos y duraderos unieron a los dos hombres (…) Católico
bastante singular, calificado por Piero Di Vona como « el mejor discípulo
italiano de René Guénon », De Giorgio recurre seguido a una formulación
típicamente sufí para expresar verdades bastante cristianas.
No es exagerado decir
que « por intermedio de Guénon (…) la visión islámica del absoluto
hizo su primera aparición en Italia » (Di Vona). Philippe Baillet.
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