Silvio Villegas, No hay enemigos a la derecha (extractos)




“En recuerdo de una bella sonrisa” titulaba Carlos Maurrás un breve y penetrante comentario a la derrota de las derechas españolas en las elecciones de 1.936. En apariencia nada les faltó a los grupos tradicionalistas de la península para alcanzar una victoria definitiva. Una generosa campaña, un orden inteligente y mesurado de todas las fuerzas católicas, añadieron al espíritu tradicional de una fiera nación los más nobles y los más justos impulsos de una varonil esperanza. Tenían, además, un jefe joven y enérgico. Sin embargo, les faltaron dos cosas esenciales, agrega Maurrás: UN METODO Y UNA DOCTRINA.

Antes de emprender una acción política eficaz y restauradora es preciso organizar una doctrina y adoptar una táctica. Obrar sin método es exponerse a una serie indefinida de fracasos; nada es tan inútil y peligroso como una acción política sin objetivos definidos. Este libro es un examen de conciencia, un esfuerzo por sistematizar una teoría nacionalista para Colombia, en el presente momento histórico. (Pág. IX)
La juventud es crítica por excelencia; se forma casi siempre por reacción contra sus maestros. La Biblia, Los Santos Padres, Santo Tomás de A-quino, Jacques Maritain, Charles Maurrás, expulsados de 1a enseñanza oficial, serán pronto las lecturas predilectas de la juventud universitaria. No se puede aprisionar las almas. El espíritu recorre itinerarios misteriosos. El mayor movimiento individualista de todos los tiempos saldrá seguramente de las entrañas mismas del comunismo ruso. (Pág. 15-16)

La primera influencia decisiva en la formación política de Elíseo Arango y en la mía fue la de Federico Nietzsche. ASI HABLABA ZARATUSTRA llegó a ser para nosotros la Biblia del porvenir. Allí aprendimos que la democracia igualitaria es enemiga de toda superioridad; que una minoría selecta conduce la trabajosa marcha del mundo; que el socialismo es el regreso a la barbarie. Este sártama anarquista, ingenioso y bárbaro nos enseñó a dudar de las soluciones del tumulto. Cada uno de los signos mágicos de ZARATUSTRA era una invitación a volar sobre las más altas cimas, un exigente deseo de perfeccionamiento, un estímulo permanente a la voluntad de dominio. El pensamiento contra-revolucionario de nuestra época se nutre en gran parte de las ideas de Federico Nietzsche. Alemania, que produjo el veneno revolucionario, es decir, EL CAPITAL de Marx, le ha dado al mundo el antídoto. (Pág. 17-18)

Como Remy de Gourmont, Maurrás, piensa que el catolicismo no es sino un cristianismo paganizado, doctrina muy difundida en la juventud francesa del novecientos, principio dominante en toda la obra de Mauricio Barrés. El genio romano —orden y jerarquía— encadenó al "Cristo hebreo”. En el catolicismo predominan la moral de Aristóteles y de Sócrates, el derecho romano, la escultura y la poesía griegas. Para Maurrás los apóstoles son anarquistas asiáticos vencidos por la cultura de occidente. El catolicismo es una religión solar, mediterránea, hija del mar latino, que ha medrado únicamente en los países donde triunfó el Renacimiento y donde fracasó la reforma. (Pág. 62)

Por medio del prestigio del espíritu, escribiendo y hablando en buena lengua, nosotros emprendimos la restauración de las ideas de orden y autoridad, injertando verdades nuevas en el viejo árbol de nuestra doctrina. La tradición que defendíamos no eran los errores del pasado, sino la herencia espiritual de Atenas, Roma y París, trasmitida al nuevo mundo por la catolicidad española. Nosotros logramos cambiar la orientación general de la juventud, que desde entonces aceptó su matrícula en las derechas como un título de nobleza.

Nuestro movimiento era esencialmente contrarrevolucionario. Ante el avance del comunismo encontramos un Estado débil, sin más programa que ceder ante las amenazas de la revolución. Aspirábamos a restaurar la autoridad a su primitivo prestigio, renovando los métodos de acción política.

Concluida nuestra vida universitaria en 1924, nos propusimos antes de dispersarnos concretar en un manifiesto nuestras ideas nacionalistas. En esta página profética, que reproducimos al final de este libro, propusimos una doctrina coherente y lógica para defender la nacionalidad amenazada por sus enemigos internos y por las ambiciones demasiado vehementes de otras razas. Nuestro nacionalismo previsor fue desechado y cada año el país viene entregando uno de los continentes de su riqueza. Bajo la administración Olaya Herrera parecíamos una simple colonia del mediterráneo americano. El Presidente de la república, como lo expresamos en la Cámara, era un simple procónsul de los Estados Unidos. La administración siguiente completó la obra funesta. Si no llegan perentorias y oportunas rectificaciones, Colombia será en el porvenir una nación de jornaleros, un “servil rebaño” al servicio de los codiciosos invasores.

La importancia del Manifiesto nacionalista, no estaba solamente en las ideas sino en el gesto. Por primera vez, en muchos años de historia patria, un grupo juvenil reclamaba su jerarquía intelectual, quebrantando la costumbre de que sólo el coro de los ancianos podía dirigirse con autoridad a la nación. Si la juventud está hoy proscrita de los cuadros directivos de la oposición la culpa es suya, porque en las horas críticas se suman a los temblorosos patricios y no a sus intrépidos compañeros. (Pág. 79-80)

Contra los desvaríos románticos que precipitaban hacia la ruina al partido conservador prediqué la urgencia de darle al país una orientación realista, cartesiana. La República Financiera fue para mí una doctrina eminentemente espiritual. Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica. Goethe saludaba en el descubrimiento de la partida doble una de las más bellas invenciones del espíritu humano. Es preciso humanizar la tierra por medio de la inteligencia y del espíritu. A la improvisación, al lírico desborde de las teorías, deben oponérseles la ciencia, la técnica, el empirismo organizador. Una generación agobiada por realidades tremendas no puede dedicarse a la filosofía especulativa, a la retórica o al drama. Lo que no apresa y trasforma la vida toda de una época en sus más hondas raíces, ha escrito Spengler, mejor es callarlo.

La riqueza es el árbitro de los destinos en este momento histórico. En la producción y en el comercio, en la política y en la guerra, la victoria está con los pueblos ricos, los que concentran en sus manos mayor suma de dinero, eficaz productor de energía. Pueblo fuerte y pueblo rico son expresiones equivalentes. La política de un Estado moderno, para la paz o para la guerra, consiste en el arte de conservar, de obtener y de alimentar las riquezas. Tal es la política ofensiva de otros pueblos; tal debe ser nuestra política defensiva.

En nuestro tiempo el estadista que descuida los intereses materiales comete un pecado contra el espíritu. Las masas necesitan pan y trabajo. El estado debe ser un agente constante de bienestar social. Un gran político es un benefactor de la humanidad cuyo nombre, desde este punto de vista, puede escribirse con el de Francisco Javier o Federico de Osanam. Fue Núñez quien dijo que la verdad económica era solidaria con la verdad política. La civilización es una carga tanto como un beneficio, y esto es inevitable en un universo gobernado por leyes donde se decreta que nada puede salir de la nada. La civilización no es una causa sino un efecto; el efecto de la energía humana sostenida. El medio económico creado por el general Ospina fue imponderablemente superior a las capacidades, a las aficiones y a las aptitudes de los sosegados burócratas que le sucedieron. Del conservatismo sí que puede decirse que fue un gigante vencido por la economía política. (Pág. 83-84)

El porvenir nos dará la razón porque representamos una doctrina coherente, organizada y lógica que tiene una solución propia frente a todos los problemas del universo. A la herejía marxista no puede oponérsele sino una doctrina de bronce; a la violencia de las izquierdas la contrarrevolución del orden. Las especies híbridas están llamadas a desaparecer: la 6agaz naturaleza las ha hecho infecundas. (Pág. 86)

Siempre he considerado como la mejor forma de gobierno la república aristocrática o el patriciado romano, que tanto amaba Augusto Comte. Uno de los errores más frecuentes en los escritores de nuestro tiempo es confundir los términos “república” y “democracia”. Se trata, principalmente, de una falta completa de disciplinas clásicas. La república hace relación a las leyes; según Marco Tulio es la nación asociada en el consentimiento del derecho. La democracia se refiere a la forma de ejercer el gobierno, por uno sólo o por muchos. Hay monarquías democráticas, como Inglaterra; hay repúblicas aristocráticas y oligárquicas como la Roma antigua. Campanilla, el más antidemocrático de los hombres, dió esta definición: “El dominio de uno bueno se llama, Monarquía; el de uno malo, Tiranía; el de algunos buenos, Aristocracia; el de algunos malos, Oligarquía, y el de todos malos. Democracia”. La distinción entre democracia y república era muy clara para los antiguos. Platón escribió sus diálogos marcadamente aristocráticos, trazando el prospecto de una república ideal. Contra la inconstancia en los principios y en los hombres, contra las oscilaciones de la democracia ateniense, ondulante y flúida como la costa del Archipiélago, el filósofo imaginó su república, norma permanente de salud y de vida, donde copiaba las instituciones que Licurgo le dió a Esparta, inquebrantable áspera y disciplinada, como el Peloponeso, labrado en una cadena de montañas. Su república era aristocrática; las actividades democráticas estaban allí proscritas. (Pág. 89-90)

El tremendo sino de la democracia es devorarse a sí misma. Donde no existe un poder moderador que equilibre las eternas fuerzas en pugna se cumple fatalmente aquella ley social, sintetizada así por Balzac: “La libertad engendra la anarquía; la anarquía conduce al despotismo y el despotismo lleva de nuevo a la libertad”. El cesarismo, la dictadura, es la consecuencia obligada de los gobiernos democráticos, después de un período de desarreglos cívicos. La enciclopedia Larousse da esta definición exacta de la palabra cesarismo: “dominación de soberanos, elevados al gobierno de la democracia, pero revestidos de poder absoluto”. Julio Simón agrega: “El cesarismo, es la democracia sin libertad”. El cesarismo es el término de toda evolución democrática. Y cuando no se presenta el Imperator el pueblo soberano concluye por entregarse a los magnates del dinero, como sucedió en los Estados Unidos. Al definir Laureano Vallenilla Lanz el cesarismo democrático, como la más auténtica expresión del pensamiento liberal, puede Ser cínico, pero también es sincero. Del fondo de las plebes sublevadas han salido Guzmán Blanco, Balmaceda, Santos Zelaya, Plutarco Elias Calles, Tomás Cipriano de Mosquera.

Como lo anota Spengler “la desconfianza contra la forma elevada es tan grande en la tercera clase, en la clase sin forma íntima, que siempre y donde quiera ha preferido salvar su libertad, —su falta de forma— merced a una dictadura irregular y, por tanto, enemiga de todo lo orgánico; pero, en cambio, favorable, por su actuación mecánica, al gusto del espíritu y del dinero. Allí está para atestiguarlo la estructura de la máquina política francesa, iniciada por Robespierre y terminada por Napoleón. La dictadura en interés de un ideal de clase fué preconizada por los grandes demócratas como Rousseau, Saint-Simon, Rodbertus y Lasalle no menos que por los ideólogos del siglo IV: Jenofonte, en la Ciropedia, e Isócrates, en el Nicocles. En la conocida frase de Robespierre el gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranfa se expresa el profundo terror que acomete a las masas cuando ante los acontecimientos graves no se sienten seguras y en forma”.

Este es el fenómeno que Ortega y Gasset ha llamado “la rebelión de las masas” y que Aristóteles había observado ya en el mundo antiguo, describiéndolo en fórmulas eternas, en su tratado de “La Política”: “Cuando la ley ha perdido su autoridad absoluta por haberse trasmitido de la ley al pueblo, es que han tenido crédito los demagogos. No hay demagogos cuando impera la ley en gobiernos democráticos, pues son los ciudadanos más recomendables por sus méritos y virtudes los que gozan de las preeminencias; pero una vez que la ley pierde su soberanía, surge una multitud de demagogos. El pueblo entonces es como un monarca de mil cabezas; ninguno es soberano individualmente, pero lo es la plebe en cuerpo o en conjunto. Semejante pueblo, verdadero monarca, lo que quiere es reinar como monarca; ha sacudido el yugo de la ley y se hace déspota; como todos los déspotas, escucha las lisonjas de sus aduladores. Esta democracia es en su género, lo que la tiranía es a la monarquía. En una y otra, la misma opresión para los hombres de bien; en la monarquía tiránica, decretos; ¡en la democracia demagógica, arbitrariedades! Demagogo y adulador son idénticos; existe una semejanza tal que los confunde. Los aduladores y los demagogos suelen tener una influencia grande: los primeros en los tiranos; los últimos, en la plebe". (Pág. 91-93)

La filosofía política del nacional-socialismo está en Hégel y en Federico Nietzsche. Su precursor inmediato es Oswaldo Spengler, que le dió al mismo tiempo una metafísica y una teoría racial. “La Decadencia de Occidente” es la epopeya de los tiempos modernos, “El Fausto” da la civilización maquinizada. Spengler hizo un ensayo de escribir la historia del universo a través de la biografía de Goethe, su maestro. El libro arranca de un laboratorio de tesis y de doctrinas contrapuestas, hasta llegar a los coros finales, donde la acción y la técnica redimen al hombre de las culpas originarias. Para Spengler la democracia tiene un enemigo capital: el dinero, que es su arma política. “El dinero, dice, triunfó bajo la forma de la democracia. Hubo un tiempo en que él sólo —o casi sólo— hacía la política. Pero tan pronto como hubo destruido los viejos órdenes de la cultura, surge sobre el caos una magnitud nueva, prepotente, que ahonda sus raíces hasta el fondo de todo suceder; los hombres de puño cesáreo. Estos son los que aniquilan la omnipotencia del dinero. El Imperio significa, en toda cultura, el término de la política de espíritu y de dinero. Los poderes de la sangre, los impulsos primordiales de toda vida, la inquebrantable fuerza corporal, recobran su viejo señorío. Despunta pura e irresistible la raza. El éxito para el fuerte y el resto, botín. Apodérase del gobierno del mundo y el imperio de los libros y de los problemas que se anquilosan o se sumergen en el olvido. A partir de este instante, vuelven a ser posibles sinos heroicos, como los de los tiempos primitivos, sinos que se velan para la conciencia tras un sistema de causalidades”.

En el último capítulo de su monumental libro vaticina la lucha entre el dinero y la sangre, es decir entre el espacio y el tiempo, con el triunfo definitivo de éste:

“El advenimiento del cesarismo quiebra la dictadura del dinero y de su arma política, la democracia. Tras un largo triunfo de la economía urbana y sus intereses, sobre la fuerza morfogenética política, revélase al cabo más fuerte el aspecto político de la vida. La espada vence sobre el dinero; la voluntad de dominio vence a la voluntad de botín. Si llamamos capitalismo a esos poderes del dinero y socialismo a la voluntad de dar vida a una poderosa organización político-económica, por encima de todos los intereses de clase, a la voluntad de construir un sistema de “noble” cuidado y deber, que mantenga “en forma” el conjunto para la lucha decisiva de la historia, entonces esa lucha, al mismo tiempo, os la contienda entre “el dinero y el derecho”.

“Los poderes privados de la economía quieren vía ñanca para sus conquistas de grandes fortunas: que no haya legislación que los estorbe la marcha. Quieren hacer las leyes en su propio interés, y para olios utilizan las herramientas por ellos creadas: la democracia, el partido pagado. El derecho, para contener esta agresión, necesita de una tradición distinguida, necesita la ambición de fuertes estirpes, ambición que no haya su recompensa en el amontonamiento de riquezas, sino en las tareas del auténtico gobierno, allende todo provecho de dinero. Su poder sólo puede ser derrocado por otro poder no por un principio. No hay empero, otro poder que pueda oponerse al dinero, sino ese de la sangre. Sólo la sangre superará y anulará al dinero. La vida es lo primero y lo último, el torrente cósmico en forma microscópica. La vida es el hecho, dentro del mundo como historia”.

Alcanzado el sino heroico empieza un período de grandeza colectiva, ambiente para la reconstrucción de una cultura, donde el individuo no es nada. Spengler describe esta época en términos que tienen la rica cadencia de la Egloga a Polión, salutación optimista de los tiempos nuevos:

“Con el Estado en forma, échase a dormir también la alta historia. El hombre torna de nuevo a ser planta, siervo de la gleba, obtuso y permanente. La aldea “fuera del tiempo”, el eterno aldeano reaparece, engendrando niños y metiendo trigo en la madre tierra, laborioso enjambre sobre el que pasa con viento de tormenta el torrente de los soldados imperiales. En medio del campo yacen las viejas ciudades mundiales, vacíos habitáculos de una alma extinta, en los que lentamente anida la humanidad sin historia. Se vive al día, con una felicidad mezquina y una gran paciencia. Los conquistadores que buscan botín y fuerza en ese mundo pisotean las masas; pero los supervivientes llenan pronto los vacíos con fecundidad primitiva y siguen aguantando. Y mientras en las alturas alternan victoriosos y vencidos en eterno cambio, abajo los pequeños rezan, con esa poderosa devoción de la segunda religiosidad que ha superado para siempre toda duda. En las almas la paz universal se ha hecho realidad, la paz de Dios, la beatitud de frailes ancianos y de anacoretas; pero sólo en las almas. Se ha desarollado en ellas esa profundidad en la aceptación del dolor, profundidad que el hombre histórico desconoce en el milenio de su desenvolvimiento. Con el término de la gran historia reaparece la gran conciencia sacra y tranquila. Es un espectáculo, que en su falta de finalidad, resulta sublime, un espectáculo sin objetivo y lleno de grandeza, como el curso de los astros, la rotación de la tierra, la alternancia de tierra y mar, de hielos y bosques. Podremos llorar o admirar; pero la realidad es esa”. (Pág. 99-103)
Ningún escritor responsable, en las derechas colombianas, ha preconizado la urgencia de implantar entre nosotros una dictadura de tipo fascista. Es muy fácil combatir a un enemigo, cuando uno mismo escoge el terreno para dar la batalla. Lo que predican propiamente nuestras derechas es un retorno a los ideales bolivaria- nos, la necesidad de reconstruir el orden y la autoridad en un país amenazado por el caos. El liberalismo no es sino el satánico combate del hombre contra el espíritu a nombre de la libertad.

Sólo los partidos de derecha, poderosamente anclados en el sentimiento nacional, estimulan el progreso de los pueblos, defienden su cultura y les infunden una voluntad de poderío. Fué Sófocles quien dijo que “la patria se halla incluida en las grandes leyes del mundo”. Una nación en decadencia, palabras son de Carlos Maurrás, ve decaer con ella su consideración internacional. Si su decadencia se acentúa, aquella desaparece. Cuando se llega al último grado de decadencia política, ni la propiedad, ni las personas están ya seguras: los desiertos de Armenia y el Trasvaal prueban que el hombre moderno, sin una patria fuerte, vuelve a caer en la barbarie.

En Colombia hemos tenido república en dos o tres fugaces períodos históricos, pero no hemos tenido nunca democracia. El sufragio ha estado viciado siempre por el fraude o por la violencia, o por ambas cosas a la vez.

En cambio casi todos nuestros gobernantes se han preocupado por el respeto al derecho, manteniendo un régimen de libertad y de justicia.

Las derechas en todos los países del mundo han tenido que renunciar a sus métodos democráticos de lucha y buscar procedimientos más eficaces de acción. La democracia no es posible sino cuando todos los partidos la aceptan leal mente. Pero cuando uno se aprovecha de ella y les impide a sus adversarios defenderse por el mimo sistema, la democracia es una oprobiosa forma de tiranía.

El sino trágico de la democracia es que de su propio seno han brotado sus más temibles enemigos: la ciencia y el comunismo. Los revolucionarios del siglo XIX saludaron en los progresos científicos el advenimiento de la época de las luces, que destruyendo las religiones, haría a los hombres iguales y felices. Fué entonces cuando Lamarck y Darwin proclamaron la desigualdad de to das las especies y la supremacía de los más aptos. Las ideas evolucionistas destruyen el mito revolucionario. Una sociedad que se desenvuelve evolucionando no comienza a cada generación nueva. Quien dice selección dice desigualdad y jerarquía. Durante mucho tiempo fué un lugar común la fraternidad entre la democracia y la ciencia. Nuestra época ha venido a demostrar que todas las conclusiones científicas rectifican la ideología desordenada y anárquica de la revolución. Los principios tradicionales constituyen una “anotación humilde, pero sabía de la experiencia secular”. La armonía entre las más recientes hipótesis científicas y la verdad política leu abro perspectivas ilimitadas a los partidos contrarrevolucionarios. Fué por un cambio fundamental en los espíritus en el siglo XVIII que la revolución se hizo posible. En nuestro tiempo el ascendiente intelectual y científico, y la pótemela de atracción, han pasado de la izquierda a la derecha.

Otra de las grandes doctrinas democráticas fué la ascensión del proletariado, la redención de los humildes. Pero de un momento a otro las masas obreras han renunciado a servir de apéndice a la burguesía y aspiran a conquistar el gobierno únicamente para ellas, destruyendo la democracia y estableciendo la dictadura del proletariado. Sin embargo, como la democracia ha sido un vehículo para el comunismo, los comunistas siguen llamándose demócratas, a pesar de que su ideal es implantar el más sangriento despotismo. En una de sus Intuiciones geniales declaraba Edgardo Poe que a posar do las voces altas y saludables de las leyes de gradación que penetran tan vivamente todas las cosas sobre el cielo y en la tierra se habían hecho esfuerzos insensatos para establecer una democracia universal.

La república atemperada lo dió a Colombia días de esplendor y de prosperidad; la república demagógica la lleva hacia la anarquía y hacia la ruina. Los movimientos de masas no sirven sino para demoler; todo lo grande, útil y justo lo han hecho en la historia las minorías egregias. (Pág. 111-113)
En todos los países del mundo las instituciones parlamentarias sufren las más vehementes críticas, con un sentido de saludable reforma, o con destructor empeño. Después de un siglo de experiencia democrática el balance es fatal, si exceptuamos países de Una educación política tan completa como Inglaterra. El parlamento ha llegado a ser una de las más deplorables variedades del parasitismo y del ocio. Sólo en un momento de locura puede confiársele a una asamblea de animales parlantes la solución de las más graves cuestiones públicas. ‘‘El parlamentarismo destructor, escribe León Daudet, gasta a los hombres, cada vez más achatados que le envían un sufragio universal y un sufragio restringido igualmente ignorantes e incompetentes. En lugar de gastar a los hombres debiera decirse, más bien, que los mancha ... La democracia vive bajo el signo del número. Los candidatos en las elecciones procuran tan sólo adular a sus electores, sin lo cual serían derrotados, y una vez elegidos no piensan sino en ser reelegidos”.

En su afán incontrolado de reformas la república liberal de Colombia estableció el congreso permanente, extraña y silenciosa manera de suicidio colectivo. El congreso permanente se explica en un régimen parlamentario, donde el poder legislativo ejerce también las funciones ejecutivas, por medio de un gabinete salido de su seno. Así existe en Francia, en Inglaterra, en Bélgica, países de organización parlamentaria. El régimen presidencial, con un ejecutivo fuerte, que tiene necesidad constante de obrar, no tolera sino una corta temporada parlamentaria, cuyo primordial objetivo es la fiscalización de los actos del gobierno. Lo que se ha ensayado en Colombia es una mezcla venenosa de ambos sistemas. Dentro de ella el ejecutivo no puede actuar con eficacia, y el congreso se sale de su órbita. Nunca, ningún profesor de derecho público, soñó mayor locura. Se necesitaba un congreso de aprendices, de picapedreros, para concebir y realizar tan valiente desatino. (Pág. 120-121)

El parlamento es un espectáculo de valor universal que suscita instintos y desarrolla la actividad productiva del pueblo. Mauricio Barrés comparaba sus luchas ardientes, donde las frases vuelan como saetas luminosas, a las danzas de Benarés o de Montmartre, a las corridas de toros en el circo de Sevilla, que despiertan una emoción antigua como el amor y la muerte. Todo ésto pertenece ya a un pasado irrevocable. El congreso en Colombia es una feria rústica, donde pontifican mercaderes y sicofantes venidos a más, por causa de las evoluciones políticas. (Pág. 122)

En países de régimen parlamentario como Inglaterra, donde el congreso permanece reunido todo el año, le remuneración anual es de tres mil quinientos pesos, cuando entre nosotros asciende a seis mil. Inglaterra es una de las naciones más ricas del mundo, y allí las cámaras son las que gobiernan. Nuestros insaciables parlamentarios han querido doblar la soldada británica, en un país paupérrimo.
Hechos de esta naturaleza son los que desprestigian las instituciones democráticas y los que producen reacciones violentas, engendrando el cesarismo. Cuando Italia se cansó de una cámara venal, Mussolini realizó sin tropiezo su marcha hacia Roma.

Lo primero que exigen los pueblos es desinterés en sus conductores. No es justo exigir a las masas sacrificios insignes, a veces un tributo de sangre, para enriquecer en breves años a los heraldos anónimos de su soberanía.
Uno de los fenómenos que acompañan las grandes épocas de corrupción política es el brillo de la inteligencia y la esplendidez de las costumbres. Así era la monarquía francesa en los tiempos de Voltaire, de Turgot, de la Machmannon, o de la· Du Barry. Andrajos de púrpura, diría Benavente. La decadencia moral y política del país coincide con la más repugnante vulgaridad y con una perfecta indigencia mental. En el horizonte político todo es ruin, menesteroso, chabacano. (Pág. 124-125)

Por otra parte faltan también los mejores parlamentarios del país, ya que el partido conservador es por encima de todo una academia de varones ilustres. En el congreso actual no hay sino animales de sangre fría, —ostras y batracios,— cuyo mayor esfuerzo fonético es la monótona chirimía de los charcos.

Libertar a la nación del cretinismo parlamentario es un problema de salud pública.

La única misión de un estadista responsable, dentro de los actuales parlamentos de la América Latina, es oponerse a la arbitrariedad de los gobiernos y al desarreglo intelectual y moral de las mayorías parlamentarias. La razón nunca fue patrimonio de las asambleas públicas. La inteligencia es siempre solitaria. Los congresos no obran; discuten: los parlamentarios no trabajan, intrigan. Para sacar victoriosa una iniciativa justa es preciso deformarla. La duda, la vacilación, el ocio, la ataraxia, son expresiones calculadas para calificar los principales oficios de un miembro del parlamento.

En casi todas las constituciones de la América Latina se han deslizado mañosamente dos artículos invariables que permiten su desconocimiento: el primero de ellos autoriza al congreso para investir al jefe del estado de facultades legislativas cuando las conveniencias públicas lo aconsejen; el segundo establece la dictadura clásica para los casos de guerra o de conmoción interna. Todas las dificultades se solucionan, revistiendo al presidente de la república de facultades extraordinarias. El parlamentó es particularmente inútil en países donde los gobiernos lo desprecian o lo compran.

El profesor López de Meza, que ha observado nuestra vida política con criterio de pensador y de hombre de ciencia, enjuicia así la democracia que tenemos:

“Al contemplar en la historia constitucional colombiana el esfuerzo heroico, de sangre y de espíritu, de riqueza y de dulce paz, hallamos que una vez adquirido el triunfo de los derechos esenciales de la democracia representativa los cedemos negligentemente al primer postor: el sufragio se ha convertido en un pesado deber que las gentes rehúsan cumplir; la palabra libre es tan temida que en las aglomeraciones reivindicativas del pueblo todo intelectual se aleja para eludir que se le llame a la tribuna; la prensa libre ha inventado el fabricante polivalente de editoriales que redima al director de periódicos de la tarea abrumadora de expresar todos los días su fatigado pensamiento; al cabildo, a la asamblea departamental, al congreso de la república, asisten destacadamente los que de esas instituciones derivan proventos o en ellas obtienen la base de sustentación de más encumbradas ambiciones. Es la bancarrota de una ilusión que nos cuesta ya doscientos mil galones de sangre”.

Y más adelante agrega estas líneas desoladoras sobre nuestras caducas instituciones parlamentarias:

“Lentamente el congreso va dejando al Poder Ejecutivo el cuidado de la iniciativa y el acopio de la documentación en los temas fundamentales de nuestra democracia, aceptando regocijadamente una menor edad mental, policromada, si se quiere, con las fulguraciones de una elocuencia deliciosa y efímera. Se puede decir que la índole de nuestro pueblo acepta y hasta necesita un gobierno presidencial de muy amplio poder administrativo, a la manera del ideado por el constituyente de 1.886; pero de ahí a eliminar discreta y amablemente el Poder Legislativo hay para un buen rato de meditación. El sistema parlamentario en que este poder se informó hace mucho tiempo vése en todo el mundo atacado de decrepitud alarmante; mas como aún no surge otro que le sustituya con ventajas, aunque de ello se glorían los regímenes fascistas y pro-fascistas que llenan la historia contemporánea, es un deber intentar por el momento, siquiera., aliviarlo de sus dolamas más perniciosas y alejarlo, si posible fuere, del rumbo suicida en que se ha metido tan sin alteza, probidad ni tiento.

‘‘Cuatro son, pues, los motivos de esterilidad de nuestro congreso: vicio de constitución, vicio de reglamentación, vicio de pulcritud, y vicio de competencia intelectual. Con ser suficientes para matar a un imperio, subsiste, sin embargo, nuestra querida institución, por aquella preciosa ley de la inercia que hace que las cosas y los hechos sigan obrando largo espacio después de recibido el impulso que les dió acción y movimiento.

“El enmendar este caso sería labor de poco momento, grata y sencilla. No obstante, nunca se realizará. Las instituciones caen también en demencia senil, para la cual ningún Voronoff ha nacido todavía. Ante la decrepitud de ellas, como ante la fugacidad de los seres, la vida optó siempre por reeemplazarlas con nuevas creaciones. “Y quizá ello sea así mejor”.

Dentro del plan de este libro no está proponer el sistema completo que deba reemplazar el congreso de Colombia cuya ruina es ya inevitable. En todo caso en el ambiente nacional está la urgencia de reducir el personal de ambas cámaras, de recortar su período de sesiones, de modificar sus reglamentos, de buscar una representación gremial, corporativa y técnica.

A pesar de las críticas hechas contra el sufragio un nacionalista está en el deber de votar, al menos, mientras no alcance plenamente el poder, para evitar malea todavía mayores. Paul Bourget escribió este mandamiento político: “Un ingeniero anuncia que tal puente está amenazado de hundimiento, que existe peligro para servirse de él, y, sin embargo, pasa él mismo, si es el único camino para ir a la ciudad”.

Nuestros medios de acción política serán todavía por muchos años los parlamentarios: elecciones y prensa. Podrá pensarse acerca de ello lo que se quiera, podrá admirárseles o despreciarlos; pero hay que dominarlos. Hitler alcanzó por este método el poder. (Pág. 128-131)

Organizada nuestra república en forma unitaria no me parece oportuno revivir el conflicto sobre el origen de las leyes, que además de ser el más complicado de los problemas del derecho público moderno, puede tener en la práctica consecuencias funestas sobre la unidad nacional. En esta materia cometimos ya todos los pecados capitales. Sea el primero el rudo e inútil tránsito de la república federalista a la república centralista. A este error se opuso don Sergio Arboleda quien sustentaba su criterio sobre las bases de una política experimental. En su proyecto de constitución, trató en vano de evitar que el partido triunfante en el 86 se dejara arrastrar por el torrente de la reacción. El doctor Tomás O. Eastman, sagaz adivinador de los vicios públicos, escribió en magistral ensayo: “El doctor Berrío fue decidido federalista, como fueron la mayor parte de sus contemporáneos de uno y otro partido. En este particular tenía él por exagerada la constitución de Rionegro, en cuanto le quitó al gobierno central la facultad de velar por la paz pública en el territorio de los estados; pero aceptaba esa constitución como base, y quería que fuese lealmente cumplida, para que la experiencia dijera hasta dónde era ella racional y en qué debía reformarse. Es así como ve las cosas un verdadero estadista, el cual entiende de reformas parciales sucesivas y coordinadas; son los empíricos los que desean barrer con todo lo existente, si algo de lo existente les desagrada. Comprendía él, además, que si los conservadores no se embarcaban en la aventura de una guerra general, el régimen federativo les daría el triunfo a ellos en los estados en donde realmente contaban con la mayoría de los ciudadanos. El hombre de estado sabe que el fenómeno de la decantación al fin y al cabo es tan seguro en las sociedades como en los líquidos. Veía él, por otra parte, que los partidos suelen triunfar, no tanto por sus propios aciertos, cuanto por los errores del adversario; y eran tan numerosos los errores cometidos por el liberalismo, que bastaba dejarlo caer en todas las secciones de la república. Si los conservadores hubiesen seguido las opiniones de Berrío y no se hubiesen lanzando a la guerra en 1876, Colombia sería hoy probablemente una federación semejante, en sus líneas generales, a la Unión Angloamericana. Se habría suprimido el libre comercio de armas y municiones y se le habría devuelto al gobierno general la facultad de restablecer la paz pública en donde fuese alterada. En cada estado gobernaría el partido que allí tuviera preponderancia; entre las diversas secciones habría cierto equilibrio, merced al cual serían imposibles las exageracienes sectarias en las leyes; cada sección resolvería sus propios problemas de acuerdo con sus propias ideas que son siempre las mejores, porque más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, y los ciudadanos sentirían la satisfacción que trae consigo el “self-governe- ment”. Estas cosas son imposibles de conseguir en un régimen central”.

El tema del regionalismo y el centralismo hunde sus raíces en las tradiciones ibéricas. Hay que recordar el celo, la tenacidad y el heroísmo con que se han sostenido allí los fueros regionales, garantizados por estatutos antiquísimos. Desde los tiempos de la Independencia don Camilo Torres defendió la autonomía de las comarcas contra la absorción unitaria. (Pág. 149-151)

Después de un siglo de acciones y reacciones nuestros partidos políticos se han vuelto centralistas, por momentáneas conveniencias de poderío. Todos los días es más notoria la decadencia de la vida nacional por el estrecho centralismo de nuestras instituciones y de nuestras costumbres. Intensificar la vida de las provincias es devolverle el fluir biológico al pueblo colombiano. Desde los tiempos de la Colonia, lejos de las ciudades, fuera de la historia, millones de hombres, en el trabajo oscuro de los campos, han venido construyendo la grandeza nacional. Si se olvida esa humilde, pero múltiple actividad, no podremos entender nunca las inesperadas renovaciones de nuestra vida civil. La verdad pro funda es que la riqueza, la entraña de la nación, está en los campos; tenemos una república esencialmente agrícola. Todas nuestras orientaciones legales y constitucionales deben estar calculadas sobre este hecho inevitable. Colombia.es urbana y no citadina. ‘‘La gran ciudad publica Spengler en una de su asombrosas síntesis, señala el término del ciclo vital de toda gran cultura. El nacimiento de la ciudad trae consigo su muerte. Los aldeanos antaño dieron vida al mercado, a la ciudad rural y la alimentaron con su mejor sangre. Pero ahora la gran ciudad chupará la sangre de la aldea, insaciablemente, pidiendo hombres y más hombres .tragándoselos, hasta que al fin muera en medio de los campos despoblados”. Toda nuestra organización económica y política está dirigida a garantizar el predominio de una minoría /urbana consumidora, sobre las grandes masas trabajadoras.

El problema de la autonomía de las provincias no es sino un episodio en la clásica lucha entre las ciasen productivas y las consumidoras. El fenómeno de la gran ciudad es un fenómeno de decadencia. Toda producción es j rural, campesina. La política económica del país viene orientada en los últimos tiempos en el sentido de vigorizar un núcleo urbano donde se centralizan todos los poderes con detrimento de la provincia, único agente de la riqueza nacional. Debilitando las raíces económicas, por medio del centralismo, la entidad colombiana trabaja su propia destrucción. Una mirada sobre nuestra realidad económica, social y política, atestigua que las finanzas vitales del país no están en las operaciones de la bolsa, en el comercio de simple especulación, sino en el ambiente trabajador de la provincia, la que produce no sólo todo el cambio internacional y mantiene las reservas de oro del Banco de la República, sino también todos los artículos que consume la población colombiana. En impresionante oposición a este hecho histórico, se observa que en el gobierno no han estado nunca los personeros de estos núcleos provincianos, sino los representantes de los reducidos grupos que se aprovechan de la riqueza colectiva sin haber contribuido a su formación.

A medida que se ensanchan nuestras funciones de relación, que se aumentan y complican los problemas nacionales, no sólo por el natural proceso de crecimiento, sino por la orgánica diferenciación de nuestras provincias, se les quita a éstas la autonomía necesaria para ajustar la administración a sus intransferibles peculiaridades. En vez de dilatar la órbita para el estudio de los temas colombianos, se reduce el plano de observación a la simple conveniencia centralista. Nuestros hombres de estado conocen algunos problemas extranjeros pero ignoran habitualmente la realidad sobre la cual operan.

En demostración de estas tesis, se pueden citar algunos ejemplos relacionados principalmente con fenómenos de crédito, de moneda, de organización rentística, de distribución de los dineros públicos, que atestiguan la urgencia de modificar radicalmente nuestra política financiera y económica.

La herramienta insustituible de la economía moderna es la moneda; la nuéstra se rige en apariencia todavía por el sistema del patrón de oro y su base son las reservas metálicas del Banco de la República. El origen de éstas es la producción de oro físico y los artículos de exportación que mantienen el cambio internacional. Y es la provincia la que hace el exclusivo aporte de oro y café, a pesar de lo cual nuestra circulación monetaria no se hace con el criterio de favorecer los núcleos productores, sino de estimular los centros de especulación y consumo Sin aquella decisiva contribución de las regiones, se derrumbaría nuestra actual organización económica.

Todas nuestras obras se manejan con un criterio virreinal. Los dirigentes nacionales no han leído en el vasto anfiteatro de nuestros valles, cordilleras, altiplanicies y ríos, único libro que pudiera ilustrar sus empresas. A lo largo de un siglo puede garantizarse que la nación ha estado gobernada- por mínimas castas consumidoras y que sólo por excepción ha llegado al poder un personero de las clases productoras, campesinas y provincianas.

Imposible enfocar desde Bogotá todas las urgencias públicas. Hay que darles a los departamentos y a los municipios una amplia autonomía, ya que la uniformidad de los métodos fiscales y administrativos no os deseable sino donde hay uniformidad de condiciones económicas. Las posibilidades de una metrópoli comercial son muy diferentes de las de una aldea y lo excelente para la primera puede ser notoriamente funesto para la segunda. No pueden sujetarse al mismo arnés la tracción do sangre y el motor de explosión; dejando a cada uno de ellos libre, el resultado total será más satisfactorio pura los intereses comunes. Autorizadamente advierte el profesor Seligman, que si se autoriza a las diferentes regiones para hacer la experiencia de los métodos fiscales más apropiados a su prosperidad misma el resultado será una adaptación de la práctica fiscal al hedió económico. Son las provincias, los departamentos, los municipios los que mejor pueden calificar y resolver sus problemas.

Como lo ha escrito Roberto Aron, es loco confiar al Estado, gigante anónimo y abstracto, el cuidado de los gastos concretos que encadenan la suerte de las regiones y de los ciudadanos. Para restablecer el contacto entre el presupuesto y la vida, es preciso distinguir entre el presupuesto del Estado, limitado a algunas funciones subalternas, como el servicio civil y la estadística, y los presupuestos municipales, corporativos, sindicales o regionales, cada uno de los cuales corresponde a una agrupación espontánea de individuos unidos en una misma actividad y plenamente competentes en su dominio.

Los diversos presupuestos de los departamentos, de los gremios y de los municipios sacarán sus recursos de las agrupaciones correspondientes: así el control será posible, como lo es en el interior de una familia o en una empresa bien gerenciada. En lugar del sistema absurdo del presupuesto anual que, en el curso de una vigencia y cualesquiera que sean los acontecimientos, no varía sino teóricamente, estos presupuestos más limitados, serán seguidos día por día y tendrán suficiente flexibilidad para poder ser modificados según el estado de la riqueza real del grupo que los sostiene y de acuerdo con el bienestar común.

Ya se trate de operaciones financieras con los bancos, de la conversión de la deuda, del régimen monetario, de los gastos diplomáticos, el fraude afecta ordinariamente el presupuesto del Estado. Nuestros financistas hablan sin cesar de la urgencia de combatir el fraude en los contribuyentes y no les falta razón. O mejor no les faltaría, si el fraude esporádico y disperso de los ciudadanos no correspondiera a los fraudes esenciales, sistemáticos y metódicos del Estado.

Al federalismo administrativo es preciso agregar necesariamente el federalismo del presupuesto.

En la raíz de todos los problemas sociales hay siempre un hecho económico. La presente rebelión de las provincias tiene su origen no sólo en la desigual repartición del fisco sino muy principalmente en la escandalosa política bancaria de los últimos años. El Hunco de la República, creado por el profesor Kemmerer, sobre los moldes del banco de las reservas federales de los Estados Unidos, en vez de haber sido un banco dcscentralizador ha sido el instrumento más afilado contra la economía de las provincias. En torno suyo se han hecho especulaciones prohibidas como el contrato de las salinas, que convierten a la república en tributaria del pequeño grupo de accionistas privilegiados del supuesto banco nacional.

Entre nosotros se fundó un banco agrícola hipotecario, cuya misión principalísima fue desarraigar a los campesinos, exportándolos para Europa, con el dinero de sus hipotecas, o incorporándolos en el ocio bullicioso de las capitales. Se hacían préstamos sobre propiedades rurales para urbanizar barrios de lujo.

Geográficamente nuestra república está hecha para un prudente federalismo. Entre nosotros hay colombianos del Pacífico, del Atlántico, del Amazonas y del Táchira, y gentes mediterráneas que necesitan diferentes estilos de administración y un sentido económico y político distinto. Cada departamento exige una organización acorde con sus cultivos predominantes: el café y el oro en Antioquia; el café y la caña de azúcar en Cundinamarca. El país, la nación de los productores, está en los cafetales de Caldas, en las llanuras del Valle del Cauca, del Magdalena y Bolívar donde prosperan el arroz, la caña y el plátano; en los valles y altiplanicies de Boyacá y Cundinamarca, fértiles en caña y en trigo; en las tierras de Santander; numerosas en café y tabaco; en las comarcas montañosas del Tolima y en las ricas vertientes andinas del Cauca y de Nariño. Sin embargo, en el orden económico todo se ha centralizado y la riqueza trabajosamente creada en las provincias se gasta sin contar en la capital, donde viven las clases consumidoras, banqueros, comerciantes, intelectuales, políticos, burócratas . . .

Los peligros del centralismo se han venido acentuando en los últimos años con el crecimiento de la riqueza nacional. Como Bogotá es el centro de los grandes poderes del Estado a ella confluyen las diversas fuentes de tributación que aumentadas sin cesar van sangrando la agricultura, las industrias y el trabajo de las provincias. Multiplicando esta calamidad pública la distribución del presupuesto se hace luego con un criterio asoladoramente centralista. El presupuesto ha llegado a ser así un sifón de nuestra economía.

No existiendo en el país unidad de población y teniendo la mayoría de los departamentos un medio social y económico distinto, se impone la descentralización normalista para formar maestros adecuados para cada una de las regiones. El institutor de Nariño y Boyacá no puede ser el mismo de Antioquia y Caldas. El real estadista colombiano es el que interprete la común inquietud de las diversas comarcas, cumpliendo una reforma educativa que en vez de formar generaciones de “trasplantados” injerte en la tierra de los padres el afán de los hijos. No olvidemos el trágico fin de aquellos pálidos girondinos, incrustados en París, que Mauricio Barrés grabó con el cincel perseverante de su estilo. En la tierra nutricia canta la experiencia de los siglos, se conservan las reservas espirituales de la raza. Los “desarraigados” que emigran a la capital, no encuentran allí ordinariamente buen terreno de replantación. Abandonando las ciudades de provincia o los cortijos donde medran los cultivos de sus antepasados y donde se clavaron las tumbas de sus abuelos, serán tan solo “jóvenes bestias sin guarida”. De su orden natural, humilde tal vez, pero al fin social, pasarán bruscamente a la anarquía y al mortal desorden. Escuchemos este himno misterioso de la tierra, elaborado por las generaciones que gravitan sobre nosotros y que inconscientemente colaboramos a construir cuando no existíamos.

La provincia es la nación. Como lo expresó Mariategui, “el fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las reglones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva”. Los departamentos han llegado a la mayor edad y deben ser los únicos árbitros de su destino. El centralismo es hoy el auténtico enemigo de la unidad nacional.

El cambio de régimen ha sido funesto en Colombia para el movimiento autonomista. El partido triunfante en 1930, para asegurar sus hegemonías locales, apeló al poder central. Departamentos secularmente federalistas como Antioquia aceptaron providencias vejatorias de sus fueros administrativos. Una tremenda ola de persecución política ha venido despoblando algunos municipios. Los ciudadanos que no se sienten seguros en la provincia inmigran a la capital, donde se ignora su filiación partidarista y donde existe un ambiente de seguridad y tolerancia. En siete años Bogotá ha duplicado su censo. “La capital, —pudiéramos escribir como declaró de Lima, Mariátegui,— no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus privilegios. Teóricamente no ha tenido demasiada dificultad para hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa. Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los moldes del criterio y del interés centralistas”.

Si este proceso continúa acentuándose, sin una resistencia organizada de todos los departamentos, Bogotá terminará por ser una bella y lujosa capital, en medio de una nación pobre y despoblada.

El regionalismo ha hecho la grandeza nacional y es el único agente efectivo de su riqueza. La expansión industrial y demográfica de Antioquia; el incansable reclamo en defensa de sus obras públicas del Cauca y del Valle del Cauca; el afán mercantil, agresivo muchas veces, de Pereira, de Medellín, de Manizales, de Cali; la inextinguible lumbre espiritual de la Universidad do Po- payán, han sido los más poderosos afluentes do nuestro engrandecimiento. El regionalismo es el arquitecto do la propiedad común, el que ha creado nuestras Industrias, defendiendo la economía productora de las confiscaciones constantes del poder central. El regionalismo arraigó la familia colombiana en el suelo de los ancestros, vivificando el concepto orgánico de la patria. El movimiento autonomista puede darle al pueblo colombiano un repertorio de ideas nacionales, capaz de ensanchar el reducido horizonte de las aspiraciones de casta o de partido. (Pág. 152-161)

En nuestra América, catolicismo y nacionalismo se confunden. El misionero fué adelante del conquistador y del colono. En la época de la conquista el clero fué el adalid del derecho; en los días de la colonia el adalid de la cultura. Los únicos que crearon algo intelectual y moralmente en el continente fueron los religiosos. Allí está la obra económica de los Jesuítas en el Paraguay y el Perú que obtuvo tan copiosos aplausos de la propia pluma de José Carlos Mariátegui. Los religiosos en México crearon la escuela de Jalisco que se adelantó a casi todas las investigaciones pedagógicas modernas. Desde México hasta la Argentina fundaron más de trescientas universidades, que son alto decoro en la tradición cultural de nuestra raza. La generación libertadora fué obra suya. Mario André ha Sostenido, en un admirable ensayo sobre la independencia de las colonias latinas de América, que la epopeya emancipadora no es hija de la revolución


francesa, como se ha afirmado hasta hoy, sino una reacción contra ella. Es preciso que el pueblo de España se levante contra Napoleón para que las naciones americanas rehúsen, así mismo, someterse al usurpador. La independencia y la república nacerán entre nosotros con manifestaciones unánimes al régimen caído y a la religión católica. “En 1.809 y 1.810, escribe Andró, cuando Napoleón es dueño de casi toda España los americanos que no quieren seguir la suerte de la metrópoli sometida al rey intruso, organizan a su vez en las numerosas provincias juntas que se apoderan del gobierno y expulsan a las autoridades españolas. Estas juntas están formadas por ciudadanos emprendedores o por los cabildos y cabildos abiertos. La reacción cunde por todas partes al grito de: Viva el rey” (Pág. 179-180)

La Iglesia católica, que ha perdido entre nosotros su eficacia como instrumento de dominación política, debe ser hoy más que nunca una institución nacional, porque a ella está ligada nuestra supervivencia como entidad soberana. El catolicismo es por excelencia la religión latina y su influjo civilizado hunde sus raíces en el océano de las tres carabelas. Socialmente es un vínculo, un lazo de acción común; individualmente una elevada disciplina. Somos colombianos porque somos católicos, de la propia manera que los americanos del norte son protestantes. Fomentar el protestantismo y el ateísmo en estos pueblos amenazados por la vigilante codicia de los Estados Unidos es desguarnecer la frontera. (Pág. 182)

La mística revolucionaria del siglo XIX presentó eficazmente a la Iglesia católica y a los partidos de derecha en un clásico antagonismo con las clases trabajadoras. El sofisma empezó a desvanecerse, desde el punto de vista doctrinario, bajo el pontificado de León XIII, quien había dedicado su juventud a estudiar los problemas sociales, económicos y políticos de su siglo. Su Encíclica sobre la constitución cristiana de los estados, provocó en Europa un movimiento social y religioso comparable tan sólo, en sus consecuencias, a la epopeya franciscana de la Edad Media. Sus discípulos y propagandistas se multiplican cada día en todas las reglones del universo. “Hubo un tiempo, declaraba León XIII, en que la filosofía del Evangelio gobernaba a los pueblos”. Fue esta una de las épocas más felices de la familia humana. No existe hoy ningún historiador culto que no se refiera con respetuosa justicia a la obra cumplida por el catolicismo en la Edad Media, donde se estableció el primer reglamento moral de la propiedad y se logró un feliz régimen de concordia entre el capital y el trabajo.
El régimen corporativo realizó todo lo que un sano socialismo puede soñar: una jerarquía económica, según las capacidades, poniendo los medios de producción en las manos mismas de los productores. El trabajo del compañero era una alegría. Es claro que todo trabajo exige en algunos momentos un esfuerzo algo más que penoso, una rutina más o menos monótona, pero en general en el sistema corporativo era una vocación. Trabajando el artista se realiza como un sér de orden superior, cumple su fin y ninguna felicidad iguala al supremo éxtasis creador. La búsqueda de una verdad, por modesta que sea, ocupa toda la vida del sabio. En un plano más modesto el compañero era un creador, un hombre de industria. Voluntariamente aceptaba la porción prosaica, bíblico estigma de todas las empresas en este bajo mundo.

Así todo objeto fabricado en las corporaciones era una obra de arte. El arquitecto, el carpintero, el pintorero, eran creadores, porque eran artistas y no órganos de un rodaje mecánico. Eran inteligentes, en la propia medida en que eran hombres de trabajo; su experiencia les daba un perfecto señorío sobre la materia. Su habilidad era de orden síquico y orgánico.

El mundo moderno inventó la más tremenda forma de esclavitud humana: el “taylorismo”, la racionalización industrial. Este vocablo bárbaro, hiperbóreo, que los constituyentes de 1.936 introdujeron en las instituciones de Colombia, encarna un sombrío método de opresión y de injusticia. El obrero en la industria racionalizada es un bruto, sin habilidad adquirida por la experiencia. En sus manipulaciones automáticas no hay alma, no hay nobleza. La concepción materialista de nuestro tiempo trata en vano de hacernos sobreestimar hasta tal punto los valores terrestres, Como lo expresaba Luis Hoyack, “es cierto que la riqueza es una cosa excelente, y mejor todavía lo es la riqueza para todos, pero no es racional que el hombre pague a la manera de un Fausto moderno estos tesoros con su alma, con su vida”. La alegría del trabajo es parte de su alma y cuando aquella se pierde el espíritu humano está amputado. Ninguna Opulencia compensa este sacrificio, así esté maravillosamente extendida.

La racionalización priva al obrero de toda participación intelectual en su tarea convirtiéndolo en el tornillo de una máquina. En el seno de las sociedades cristianas, libertadas de la acción esclavizante de la materia, el trabajo no fué nunca una mercancía. Los monjes en la Edad Media ejercían todos los oficios de su tiempo. Entre los operarios manuales figuraron los más altos espíritus de la humanidad, Jesús mismo, fué carpintero. El místico Jacobo Boheme era tejedor, Spinoza vivía de la industria de los espejos. No es posible imaginar hoy a un grande hombre, lleno de vida espiritual, sometido a realizar una labor rutinaria en una fábrica, supervigilado por capataces analfabetas.

El hombre es un sér religioso, histórico y social, y toda sociedad reposa sobre la religión, la tradición y la asociación. Contra estos tres principios declaró su guerra a muerte el liberalismo moderno, que tiene su acta de nacimiento en lo que Le Play llamaba los “falsos dogmas de 1.789”. A nombre de la filosofía nacionalista Qdi- lón Barrot declaraba: “La ley es atea”. Pero ya se ha dicho felizmente que si Píos no construye la ciudad, el hombre la construirá en vano. “Aislar al individuo, escribe Georges Goyau, sustraerlo a todo lo que lo rodea, lo mismo en el tiempo que en el espacio, y erigirlo por encima del presente, considerándolo como una especie de abstracción, al margen de toda tradición y de toda sociedad, lo que vale decir al margen de toda realidad: tal ha sido la táctica del espíritu revolucionario”. Por esto en el orden social su obra maestra fue la destrucción de las corporaciones, con el propósito de libertar al obrero del yugo de la asociación. Las consecuencias de este acto no se hicieron esperar. En la vida económica la libertad del trabajo, la libertad del comercio, la libertad de la propiedad, han desencadenado todos los abusos contra todas las debilidades, estableciendo, según la gran palabra de Luis Veuillot, “la libertad de que se goza en los bosques”. No hay libertad de consentimiento en el contrato que se celebra entre el menesteroso y el fuerte, entre el que siente la amenaza de la miseria y el que se apoya sobre un capital. (Pág. 185-188)
A la Iglesia católica y a las derechas se les ha querido hacer responsables de una oprobiosa situación económica que condenaron siempre. Individualismo, capitalismo, liberalismo son términos sinónimos.

Después de un siglo de gobierno liberal en los antiguos estados cristianos el descontento del pueblo crece en un sentido inverso a sus promesas y en medida directa de su progreso. Sin embargo, el liberalismo no se siente satisfecho ante las ruinas de una sociedad destruida por su obra. De sus entrañas ha brotado el socialismo por la lógica de sus principios y por reacción contra sus prácticas. El gran fenómeno de los países que han padecido este régimen es el tránsito de la anarquía liberal al despotismo comunista.

Lo que congrega estos dos sistemas es el ateísmo político. El liberalismo y el comunismo se hermanan en la fiebre del goce inmediato, en la pasión del lucro, lanzando a los hombres unos contra otros, en una lucha implacable y feroz, como hijos de un mismo padre. Los que ayer impulsaban al capitalista al frenesí de la posesión ilimitada, hoy agitan la cólera de los que nada tienen para que se apoderen de todo. No es posible someter al hombre a las ciegas fuerzas económicas. Al formar Dios a su criatura le entregó todos los dones de la naturaleza para que se sirviera de ellos y no para que fuera su esclavo. La primera y la última cosa que enseña la sabiduría espiritual es independizarse de los bienes de este mundo.

El liberalismo no existe hoy sino en sociedades de evolución retrasada. Hablar de él es pronunciar una oración fúnebre. En cambio, el comunismo, en sus diversas metamorfosis, es uno de los mayores peligros que ha tenido en veinte siglos la civilización cristiano-clásica. Sus dos errores fundamentales son el materialismo dialéctico y la lucha de clases.

La interpretación económica de los fenómenos históricos es casi tan antigua como el mundo. Aristóteles había ya de la influencia que ejercen las realidades económicas sobre los problemas políticos. Polibio, en su historia romana, afirma que en las guerras civiles se trata principalmente del traslado de las fortunas. Jefferson, Madison, Parquer, nos dieron una explicación económica de la historia y Babeuf, en el Manifiesto de los Iguales, establece que la historia no es sino una lucha económica de clases. El único mérito de Marx fue sistematizar esta doctrina. (Pág. 189-191)

El socialismo científico es una religión materialista y laica, con sus dogmas, sus pontífices, su moral y su liturgia. Siempre he imaginado a Carlos Marx como uno de los tipos clásicos de la raza judía. Dos grandes principios han luchado en la historia de occidente: el humanismo racional de los griegos y la sed insaciable de justicia de la raza hebrea. El pueblo de Israel ha sido el depositario histórico de un ideal absoluto de justicia humana. Ei antiguo testamento nos muestra esa raza apasionada y religiosa, cautiva en Babilonia y en Egipto, soñando caminos de humana redención, marchando hacia una Jerusalém ideal donde impera la eterna justicia. Marx, esencialmente judío, busca también un pueblo elegido de Dios: la clase proletaria y dentro de su “mística materialista” le va mostrando una nueva tierra de promisión donde habrán de cumplirse los ideales de justicia que él describió en el Nuevo Testamento de su doctrina: EL CAPITAL. El comunismo no ha triunfado en ninguna parte por su desarrollo económico, sino por sus promesas espirituales. En Rusia se rompió toda la dialéctica marxista porque en un pueblo de economía medioeval se impuso un movimiento comunista, rompiendo todos los itinerarios teóricos. El socialismo científico, convertido en una verdadera religión, con su Dios —el Padrecito Lenín,— ha venido imperando en el vasto dominio de los Zares. Y es que la humanidad ha sido pasmosamente propicia a todas las doctrinas “que levantan su templo sobre alturas espirituales”. (Pág. 192-193)

El materialismo histórico se cifra sobre este postulado que enunciaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista: “La historia de toda la sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases”. La realidad humana le demuestra al observador menos atento que existen otros antagonismos: antagonismos religiosos; antagonismos nacionalistas; antagonismos raciales; antagonismos sentimentales; lucha biológica de generaciones. El marxismo es una escuela que trata de resolver todos los problemas dentro de una avalancha vengativa. Marx! es el mayor acumulador de odio que ha existido después de Lutero. La lucha de clases es la doctrina catastrófica de la venganza social. Marx se encerró en la Biblioteca de Londres a recoger todos los casos de iniquidad o de injusticia que se hubieran cometido en la historia humana contra las viudas, las empleadas, los huérfanos, las clases proletarias y sistematizó todos estos datos para producir una tempestad de cólera en los desheredados contra los capitalistas, los burgueses y los ricos.

De esta herejía es responsable la economía liberal que dividió la sociedad en clases. De la Revolución Francesa arranca esta terrible guerra social, donde los unos no quieren abdicar nada y los otros nada respetan. El Estado cristiano congregaba a los hombres por sus oficios; el Estado liberal por su clase; el primero realizó la paz social; el segundo la guerra.

Esta ruptura del lazo social, cuyas causas filosóficas están a la vista, nos está indicando el único remedio inmediato y saludable: la reclasificación de los elementos sociales. La fiebre producida por una fractura no es posible tratarla sino juntando primero los miembros dislocados. Uno de los espíritus más clarividentes de su siglo, el Marqués de la Tour Du-Pin, escribía en 1.887:

"Se dice comunmente que no hay sino clases y se quiere decir con aquello que no deben existir más castas: no las hubo nunca en la civilización cristiana, cuando todos los órdenes del Estado estaban abiertos al mérito por la vía de los servicios públicos. Congregar a los hombres en el orden religioso, económico y político, no solamente según el domicilio, sino también según la profesión, restableciendo en religión la confraternidad, en economía la corporación, en política la representación de intereses, el REGIMEN CORPORATIVO en una palabra, con todos sus principios y todas sus consecuencias, tal parece que debe ser el fin inmediato de la política social”.

Toda sociedad fundada sobre un régimen de clases prepara naturalmente su ruina. El deber de los tiempos nuevos es renovar los vínculos sociales, en vez de quebrantarlos.

El partido nacional que realizó en Colombia una completa transformación política imponiendo como postulados nacionales sus grandes principios animadores: el proteccionismo, el centralismo, la república plebiscitaria, la paz de las conciencias, no ha sabido evolucionar suficientemente en cuestiones sociales. A nuestras derechas les falta una política proselitista. Dueñas de la inmensa mayoría de las masas campesinas, muy poco han hecho por conquistarse las masas urbanas. El obrero es el elemento político por excelencia. Sin una política social no puede aspirarse hoy a conquistar el poder o a conservarlo. Las clases socialmente dominantes no saben sino ceder a la amenaza y son generalmente el dócil instrumento de los gobiernos. Para la oposición son totalmente nulas. Los que todo lo tienen sólo aspiran al goce del binestar acumualado y la oposición necesita masas acostumbradas a la intemperie. En Europa los partidos que llevan las banderas de las justas reivindicaciones obreras son los partidos nacionalistas y católicos. El sereno y reflexivo Van Zeeland, jefe de los católicos belgas, decía recientemente:

“Es indispensable practicar una política social tan avanzada como sea posible. No se trata solamente de un imperativo de justicia, sino de una necesidad de hecho. Es preciso ir sobre la vía del progreso social tan lejos como lo permita la salvaguardia del progreso económico, sin el cual el mismo progreso social llegaría a ser imposible”. (Pág. 194-196)

Afirmándose en el ejemplo de los grandes constructores espirituales y políticos de nuestro siglo, desde Mussolini hasta Pío XI, las derechas colombianas no deben aparecer como intendentes de la burguesía capitalista. Es preciso ir hacia el pueblo sin orgullos intelectuales. Hay que luchar por la redención de los humildes, por el alza gradual de los salarios, por las leyes que protegen al obrero, al funcionario, al empleado. La Iglesia cristiana, debe estar con el pueblo obrero, que está amenazado espiritual mente por los mayores peligros y se intoxica con los venenos mortíferos del ateísmo. En la juventud europea ha aparecido una nueva noción de la empresa social del cristianismo. Los seres selectos de esta juventud están francamente orientados en contra del capitalismo y del espíritu burgués. La burguesía se asocia siempre a los vencedores; claudica ante los poderosos. El partido conservador aparece hoy como el defensor de todos los privilegios, no siendo este ni su programa, ni su espíritu. El pueblo y la juventud deben ser los macizos fundamentos de una política de derechas vigorosamente anclada en el porvenir. Hay que prometer a las masas realidades concretas, alimenticias, y estar dispuestos a pagar con la vida la fidelidad de estas promesas. El deber de las derechas colombianas es no colocar nunca al obrero y al campesino en un conflicto entre sus ideas y sus intereses. No es preciso dirigir al proletariado contra el capitalismo en una antítesis puramente oratoria, sino hacer desaparecer al proletariado exaltando su condición. Debemos aspirar a mantener al colombiano en el campo, dándole al trabajo rural ventajas semejantes a las del trabajo urbano. Es necesario que la vida llegue a ser agradable en los centros agrarios haciendo llegar hasta ellos las ventajas de la ciudad, sin ninguno de sus peligros. Hay que facilitar la adquisición y la defensa de la pequeña propiedad, del pequeño comercio y de la pequeña industria; hay que proteger las aldeas, por la concesión de créditos municipales y otras medidas tendientes a desenvolver el progreso de las aglomeraciones urbanas limitadas; hay que favorecer la policultura, con la enseñanza y con el crédito; hay que dictar leyes sociales adecuadas que progresivamente establezcan un régimen de justicia, comprendiendo la organización del corporativismo libre, de base confesional o neutra; hay que luchar por el salario familiar o vital, aboliendo en cuanto sea posible el trabajo nocturno, protegiendo la maternidad y las grandes familias, los seguros sociales de toda especie; hay que fomentar las habitaciones obreras, los consejos de empresa, compuestos de obreros y patronos, estimular en fin, todas las industrias que proclamen el objetivo superior de la organización del trabajo nacional. Nuestro esfuerzo debe dirigirse a destruir la esclavitud del salario y del mal alojamiento; poner a disposición del cultivador la energía eléctrica; asegurar buenos aprovisionamientos de agua; irrigar y drenar; abrir y sostener permanentemente vías de comunicación que desarrollen la agricultura y el comercio;

generalizar el cinematógrafo y el radio. Es preciso hacer del obrero agrícola un propietario, substituyendo a los asalariados rurales por explotadores libres que se aprovechen poco a poco de los progresos realizados en la vasta explotación de carácter técnico. Conviene que el colombiano tenga interés en permanecer en la tierra. No fué para mantener las injusticias sociales para lo que vino Dios a morir entre los hombres.

Durante mucho tiempo se creyó que el industrialismo americano, con las ingenuas teorías sociales de Ford, podía ser una bandera de combate contra el comunismo internacional. Fué entonces cuando Driue de la Rocheau lanzó su fórmula famosa: “Moscú o Detroit”. Esta concepción política tenía el defecto supremo de poner on conflicto dos materialismos: el de la miseria y el de la riqueza. El fracaso de la civilización maquinizada nos volvió a la norma justa: “Roma o Moscú”. Más que de la obra grandiosa de Mussolini se trata de los valores espirituales individualizados en la historia del pensamiento y de la política por la ciudad de los cesares y de los pontífices, que arrancó a un visitante hiperbóreo esta expresión magnífica: “Roma, tú eres verdaderamente un mundo”.

Contra el desolado materialismo comunista Roma encarna la hegemonía de los valores eternos. Como lo ha expresado Maritain, en lino de sus libros más bellos y profundos, “a la supuesta supremacía de la materia no son solamente los derechos de la inteligencia y de la razón lo que es preciso oponer, sino la supremacía de la divina gracia, la primacía de lo espiritual. Las soluciones intermedias pasan a la retaguardia, el hombre aparecerá en lo sucesivo solicitado por los dos extremos: la carne y el espíritu, en el sentido que San Pablo daba a esta frase,— un puro materialismo, infra-humano, y una vida divina, supra-humana; este conflicto es característico de la época en la cual ha entrado la humanidad. Es preciso, si no queremos perecer, que la razón se someta a Dios que es espíritu, y a todo el orden espiritual instituido por El”.

Con nuestra voluntad o sin ella es en este terreno donde hay que situar el dramático conflicto de nuestra época. Hace medio siglo que los liberales de Colombia militaban bajo las banderas del utilitarismo, en la propia forma que hoy en tropa su ala izquierda en el materialismo dialéctico. En todas partes la absorción del poder espiritual en lo temporal.

Llamo movimientos de derechas a todos los que aceptan una base idealista, espiritual o religiosa, a los que creen en un orden moral que supera y gobierna el orden político. La izquierda es la negación de esta jerarquía de valores sobrepuestos, causa y origen de todos los errores sociales y políticos. El materialismo histórico, reconociendo únicamente los derechos de la fuerza, practica en todos los continentes una táctica terrorista, persigue y oprime. Por esto las derechas han tenido que adoptar también un método internacional de defensa. Así se explica la intervención de Italia y Alemania en la península española amenazada por el comunismo. El triunfo de las izquierdas representa el fin de la cultura humana: pensamiento, arte, ciencia, patria, familia, todo lo que levanta al hombre sobre el nivel de la corteza terrestre está en peligro. Las actitudes intermedias favorecen a la revolución. Quien no está hoy con las derechas, aceptando todas las consecuencias, es un mensajero del caos. No es posible eludir el inexorable dilema, La historia no tiene burladeros. Nacimos en una época turbada y nuestro deber es permanecer heroicamente en el sitio que nos señaló el destino. Delante de este horizonte siniestro la inteligencia humana debe hacer un esfuerzo supremo antes de naufragar. A nombre de la razón y de la naturaleza, declara Maurrás, conforme a las viejas leyes del universo, por la salud del orden, por la duración y el progreso de una civilización amenazada, todas las esperanzas flotan sobre el navío de una Contra-Revolución. (Pág. 199-203)

Lo que le dá una particular ardentía a nuestras luchas políticas es el sistemático abandono de los deberes cívicos. Pasadas las elecciones los partidos se disuelven prácticamente, para organizarse como las vírgenes necias cuando ya no hay tiempo de cargar el aceite. En sesenta días de agitación y de violencia tratan de recuperar el tiempo perdido en largos meses de reprobable molicie. Por esto cada elección es una descarga eléctrica. Solamente pueden aspirar al reino de la justicia las colectividades que han aderezado con oportunidad sus lámparas. En las naciones civilizadas, con tradición política, los partidos mantienen una organización permanente. Un partido consciente de sus responsabilidades debe ser al propio tiempo una universidad y una escuela. A las masas hay que educarlas para la acción, si no queremos que continúen siendo montoneras anárquicas. (Pág. 210)

Fracasados en Colombia los métodos democráticos, las derechas tienen que infundirles a las masas un estado de alma prócer si aspiran a tener vigencia histórica. Es más, sólo les queda éste dilema: o manejar los sistemas políticos de lucha moderna mejor que sus adversarios o perecer. A la violencia de las izquierdas hay que oponerle la violencia de las derechas. Nuestras mayorías son siempre impotentes; las otras siempre dañinas.

Es una equivocación pensar que un elector de derechas vale lo mismo que un elector de izquierdas. La demagogia urbana actúa no sólo con la fuerza de sus votos sino también con su falta absoluta de escrúpulos, evitando el sufragio de sus adversarios. Los conservadores son ordinariamente tímidos, retroceden ante la actividad explosiva de liberales y socialistas.
En Colombia existe una mayoría aldeana y campesina oprimida por una demagogia urbana. En esta forma no es posible concurrir eficazmente a las urnas. Por eso es preciso modificar la táctica. Hay que darles incremento a los equipos de ataque de los partidos conservadores, para romper el más fuerte y poderoso silogismo de las izquierdas: el terror en las calles, en los talleres, en las salas donde se celebran los mítines. “Sólo mediante este contraterror, —lo ha expresado y demostrado magistralmente Hitler,— enmudecería la eterna amenaza de los puños del proletariado y el dominio de las calles. Sólo con sus propias armas puede ser derrotada la dictadura roja”.

No es posible presentarse a un plebiscito político con un electorado inerme, cuando se tiene la certidumbre de que el adversario hará uso de la fuerza. La iniquidad perentoria del régimen ha venido creando una sensibilidad de derechas en el partido conservador. Las masas desencantadas de las actividades democráticas terminarán por buscar en los métodos fascistas la reivindicación de los derechos conculcados. (Pág.- 215-216)

Las últimas elecciones fueron un auténtico Waterloo para el conservatismo, por falta de una doctrina y de un método. La ideología liberal y democrática, prestada a los adversarios, carece en nuestros días de fuerza y de color. Fierre Gaxotte ha escrito: “El plebiscito del Sa- rre es revelador desde este punto de vista. No se había invitado a los electores a decidir entre Francia y Alemania, sino entre el pensamiento político significado por la Sociedad de las Naciones y el hitlerismo. Nosotros representamos la democracia, la libertad, el derecho del pueblo, la Sociedad de las Naciones, la Internacional, el progreso, el porvenir, la liberación etc. . . Del otro lado están el nacionalismo, la disciplina, la obediencia y la dictadura. En la proporción del 90%, los electores fueron al nacionalismo, a la disciplina, a la obediencia y a la dictadura. Esas son las ideas que, en la Europa del siglo XX, representan las ideas-fuerzas. Ellas son las que actúan y conquistan. La ideología revolucionaria y democrática está en retirada”. (Pág. 219)

El idilio democrático liberal del siglo XIX ha terminado. Las sombras llegaron ya para muchos países y se aproximan para nosotros. Fué el alma torturada de Carlos Luis Philippe, quien lanzó el grito impresionante: Ha concluido la dulzura de vivir. Han llegado los tiempos de pasión. Nietzsche y Jorge Sorel han contagiado todos los espíritus con la apología de la violencia. Quien no se coloca a la altura de los tiempos desaparece fatalmente. Tomás Man ha declarado: “Es desconocer profundamente a la juventud el creer que siente placer con la libertad. El placer más profundo de la juventud está en la obediencia”. Nietzsche describe así el tipo de la Grecia clásica, que es la personalidad humana fascista:

“Las apreciaciones de valores de la aristocracia guerrera se fundan en una constitución corporal vigorosa y en floreciente salud, amén de aquello que es necesario al entrenamiento de tan desbordante vigor; la guerra, las aventuras, la caza, los bailes, los juegos y ejercicios físicos, y, en general, cuanto implica actividad robusta, libre y jocunda”.

De todo esto se nutre la política en nuestra época La juventud va a las extremas porque allí hay disciplina, uniforme, violencia, sentido deportivo de la vida. Las secciones de asalto del hitlerismo parecen un gimnasio griego. En el fascismo y sus derivados triunfan las virtudes agnósticas, el anhelo de lucha, el deseo de superación, el afán de rebasarse a sí mismo. Mussolini y Hitlcr son los superhombres de Zaratustra.

Heredero de la filosofía guerrera de Nietzsche fue el socialista Jorge Sorel. Se ha demostrado perfectamente que las tesis del sorelismo engendran el comunismo y el sindicalismo revolucionario, tanto como sus antídotos, el fascismo y el nacional-socialismo. Sólo la violencia es creadora, pero ésta no es posible sino creando un estado de alma épico, de los que no producen sino la religión, la gloria o un gran mito político. “No habría jamás grandes hazañas en la guerra si cada soldado, aún procediendo como individualidad heroica, pretendiese recibir recompensa adecuada a su mérito. Cuando se envía una columna al asalto, los individuos que van a su frente saben que se los envía a perecer y que la gloria será para aquellos que, trepando por sus cadáveres, entren en la plaza enemiga: sin embargo, no piensan en injusticia tanta y siguen adelante”. Y Renán había dicho: “No se forma al soldado ofreciéndole recompensas temporales. Necesita la inmortalidad. A falta del paraíso tienen la gloria, que es una manera de inmortalidad”. La violencia iluminada por el mito de una patria bella y heroica, es lo único que puede crearnos una alternativa favorable en las grandes luchas del futuro.

Por esto uno de los ideales supremos de la derecha es hacer de Colombia la primer potencia militar del continente. Debemos ganarnos, conquistarnos el ejército, por medio de una paciente tarea de atracción, rodeándolo de respeto, votando y aumentando los presupuestos de guerra. Bolívar no fué un civilista de casaca.

Cuando evocamos el nombre del Libertador no exaltamos la figura estatuaria que decora nuestras plazas, sino el sentimiento heroico de la niñez y de la juventud. En cada hombre hay la posibilidad de un Libertador, si logran despertarse sus virtudes latentes. Bruto oía en la sombra las voces secretas de sus antepasados claman tes en el silencio del mármol. Hablamos para los héroes ocultos que nos leen en el recogimiento de la noche. Colombia los está esperando. (Peg- 223-224)

La frase NO HAY ENEMIGOS A LA DERECHA, no es un principio doctrinario sino una norma táctica. El partido conservador no conquistará el poder como partido político sino como centro de un movimiento contrarevolucionario. Mi ideal es un político que realice en Colombia lo que está operando en Francia Joaquín Do- riot, quien ha organizado la resistencia contra la penetración soviética agrupando todos los partidos de carácter nacional. En torno de aquel socialista renegado se agrupan hoy sus antiguos adherentes, la federación republicana de Francia, el partido agrario, y los grupos nacionalistas de la Acción Francesa. Mañana vendrá el partido social francés del fracasado coronel La Rocque y el ala derecha del radicalismo socialista. Después . . . . la Victoria. Núñez no obró de manera distinta. Los partidos que no están en el poder deben formar únicamente carteles de oposición. Hay que eliminar todo lo que nos divida y afirmar todo lo que nos una. No llegaremos al gobierno sino cuando militen en el mismo campamento, para una gran campaña nacional contra las izquierdas ya maduras, el partido conservador, las derechas, las corrientes moderadas del liberalismo y el año decisivo. Preparar este momento supremo es la misión política de la juventud. El futuro es de los que no desesperan ni se cansan. (Pág.- 225)

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