Silvio Villegas, No hay enemigos a la derecha (extractos)
“En recuerdo de una bella sonrisa” titulaba Carlos Maurrás un breve y
penetrante comentario a la derrota de las derechas españolas en las elecciones
de 1.936. En apariencia nada les faltó a los grupos tradicionalistas de la
península para alcanzar una victoria definitiva. Una generosa campaña, un orden
inteligente y mesurado de todas las fuerzas católicas, añadieron al espíritu
tradicional de una fiera nación los más nobles y los más justos impulsos de una
varonil esperanza. Tenían, además, un jefe joven y enérgico. Sin embargo, les
faltaron dos cosas esenciales, agrega Maurrás: UN METODO Y UNA DOCTRINA.
Antes de emprender una
acción política eficaz y restauradora es preciso organizar una doctrina y
adoptar una táctica. Obrar sin método es exponerse a una serie indefinida de
fracasos; nada es tan inútil y peligroso como una acción política sin objetivos
definidos. Este libro es un examen de conciencia, un esfuerzo por sistematizar
una teoría nacionalista para Colombia, en el presente momento histórico. (Pág.
IX)
La juventud
es crítica por excelencia; se forma casi siempre por reacción contra sus
maestros. La Biblia, Los Santos Padres, Santo Tomás de A-quino, Jacques
Maritain, Charles Maurrás, expulsados de 1a enseñanza oficial, serán pronto las
lecturas predilectas de la juventud universitaria. No se puede aprisionar las almas.
El espíritu recorre itinerarios misteriosos. El mayor movimiento individualista
de todos los tiempos saldrá seguramente de las entrañas mismas del comunismo
ruso. (Pág. 15-16)
La primera
influencia decisiva en la formación política de Elíseo Arango y en la mía fue
la de Federico Nietzsche. ASI HABLABA ZARATUSTRA llegó a ser para nosotros la
Biblia del porvenir. Allí aprendimos que la democracia igualitaria es enemiga
de toda superioridad; que una minoría selecta conduce la trabajosa marcha del
mundo; que el socialismo es el regreso a la barbarie. Este sártama anarquista,
ingenioso y bárbaro nos enseñó a dudar de las soluciones del tumulto. Cada uno
de los signos mágicos de ZARATUSTRA era una invitación a volar sobre las más
altas cimas, un exigente deseo de perfeccionamiento, un estímulo permanente a
la voluntad de dominio. El pensamiento contra-revolucionario de nuestra época
se nutre en gran parte de las ideas de Federico Nietzsche. Alemania, que
produjo el veneno revolucionario, es decir, EL CAPITAL de Marx, le ha dado al
mundo el antídoto. (Pág. 17-18)
Como Remy de Gourmont, Maurrás, piensa que el catolicismo no es sino un
cristianismo paganizado, doctrina muy difundida en la juventud francesa del
novecientos, principio dominante en toda la obra de Mauricio Barrés. El genio
romano —orden y jerarquía— encadenó al "Cristo hebreo”. En el catolicismo
predominan la moral de Aristóteles y de Sócrates, el derecho romano, la
escultura y la poesía griegas. Para Maurrás los apóstoles son anarquistas
asiáticos vencidos por la cultura de occidente. El catolicismo es una religión
solar, mediterránea, hija del mar latino, que ha medrado únicamente en los
países donde triunfó el Renacimiento y donde fracasó la reforma. (Pág. 62)
Por medio del prestigio del espíritu, escribiendo y hablando en buena
lengua, nosotros emprendimos la restauración de las ideas de orden y autoridad,
injertando verdades nuevas en el viejo árbol de nuestra doctrina. La tradición
que defendíamos no eran los errores del pasado, sino la herencia espiritual de
Atenas, Roma y París, trasmitida al nuevo mundo por la catolicidad española.
Nosotros logramos cambiar la orientación general de la juventud, que desde
entonces aceptó su matrícula en las derechas como un título de nobleza.
Nuestro movimiento era esencialmente contrarrevolucionario. Ante el
avance del comunismo encontramos un Estado débil, sin más programa que ceder
ante las amenazas de la revolución. Aspirábamos a restaurar la autoridad a su
primitivo prestigio, renovando los métodos de acción política.
Concluida nuestra vida universitaria en 1924, nos propusimos antes de
dispersarnos concretar en un manifiesto nuestras ideas nacionalistas. En esta
página profética, que reproducimos al final de este libro, propusimos una
doctrina coherente y lógica para defender la nacionalidad amenazada por sus
enemigos internos y por las ambiciones demasiado vehementes de otras razas.
Nuestro nacionalismo previsor fue desechado y cada año el país viene entregando
uno de los continentes de su riqueza. Bajo la administración Olaya Herrera
parecíamos una simple colonia del mediterráneo americano. El Presidente de la
república, como lo expresamos en la Cámara, era un simple procónsul de los
Estados Unidos. La administración siguiente completó la obra funesta. Si no
llegan perentorias y oportunas rectificaciones, Colombia será en el porvenir
una nación de jornaleros, un “servil rebaño” al servicio de los codiciosos
invasores.
La importancia del Manifiesto nacionalista, no estaba solamente en las
ideas sino en el gesto. Por primera vez, en muchos años de historia patria, un
grupo juvenil reclamaba su jerarquía intelectual, quebrantando la costumbre de
que sólo el coro de los ancianos podía dirigirse con autoridad a la nación. Si
la juventud está hoy proscrita de los cuadros directivos de la oposición la
culpa es suya, porque en las horas críticas se suman a los temblorosos
patricios y no a sus intrépidos compañeros. (Pág. 79-80)
Contra los desvaríos románticos que precipitaban hacia la ruina al
partido conservador prediqué la urgencia de darle al país una orientación
realista, cartesiana. La República Financiera fue para mí una doctrina eminentemente
espiritual. Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica. Goethe
saludaba en el descubrimiento de la partida doble una de las más bellas
invenciones del espíritu humano. Es preciso humanizar la tierra por medio de la
inteligencia y del espíritu. A la improvisación, al lírico desborde de las
teorías, deben oponérseles la ciencia, la técnica, el empirismo organizador.
Una generación agobiada por realidades tremendas no puede dedicarse a la
filosofía especulativa, a la retórica o al drama. Lo que no apresa y trasforma
la vida toda de una época en sus más hondas raíces, ha escrito Spengler, mejor
es callarlo.
La riqueza es el árbitro de los destinos en este momento histórico. En la
producción y en el comercio, en la política y en la guerra, la victoria está
con los pueblos ricos, los que concentran en sus manos mayor suma de dinero,
eficaz productor de energía. Pueblo fuerte y pueblo rico son expresiones equivalentes. La
política de un Estado moderno, para la paz o para la guerra, consiste en el
arte de conservar, de obtener y de alimentar las riquezas. Tal es la política
ofensiva de otros pueblos; tal debe ser nuestra política defensiva.
En nuestro tiempo el estadista que descuida los intereses materiales
comete un pecado contra el espíritu. Las masas necesitan pan y trabajo. El
estado debe ser un agente constante de bienestar social. Un gran político es un
benefactor de la humanidad cuyo nombre, desde este punto de vista, puede
escribirse con el de Francisco Javier o Federico de Osanam. Fue Núñez quien
dijo que la verdad económica era solidaria con la verdad política. La
civilización es una carga tanto como un beneficio, y esto es inevitable en un
universo gobernado por leyes donde se decreta que nada puede salir de la nada.
La civilización no es una causa sino un efecto; el efecto de la energía humana
sostenida. El medio económico creado por el general Ospina fue
imponderablemente superior a las capacidades, a las aficiones y a las aptitudes
de los sosegados burócratas que le sucedieron. Del conservatismo sí que puede
decirse que fue un gigante vencido por la economía política. (Pág. 83-84)
El porvenir nos dará la razón porque representamos una doctrina
coherente, organizada y lógica que tiene una solución propia frente a todos los
problemas del universo. A la herejía marxista no puede oponérsele sino una
doctrina de bronce; a la violencia de las izquierdas la contrarrevolución del
orden. Las especies híbridas están llamadas a desaparecer: la 6agaz naturaleza
las ha hecho infecundas. (Pág. 86)
Siempre he considerado como la mejor forma de gobierno la república
aristocrática o el patriciado romano, que tanto amaba Augusto Comte. Uno de los
errores más frecuentes en los escritores de nuestro tiempo es confundir los
términos “república” y “democracia”. Se trata, principalmente, de una falta
completa de disciplinas clásicas. La república hace relación a las leyes; según
Marco Tulio es la nación asociada en el consentimiento del derecho. La
democracia se refiere a la forma de ejercer el gobierno, por uno sólo o por
muchos. Hay monarquías democráticas, como Inglaterra; hay repúblicas
aristocráticas y oligárquicas como la Roma antigua. Campanilla, el más
antidemocrático de los hombres, dió esta definición: “El dominio de uno bueno
se llama, Monarquía; el de uno malo, Tiranía; el de algunos buenos,
Aristocracia; el de algunos malos, Oligarquía, y el de todos malos.
Democracia”. La distinción entre democracia y república era muy clara para los
antiguos. Platón escribió sus diálogos marcadamente aristocráticos, trazando el
prospecto de una república ideal. Contra la inconstancia en los principios y en
los hombres, contra las oscilaciones de la democracia ateniense, ondulante y
flúida como la costa del Archipiélago, el filósofo imaginó su república, norma
permanente de salud y de vida, donde copiaba las instituciones que Licurgo le
dió a Esparta, inquebrantable áspera y
disciplinada, como el Peloponeso, labrado en una cadena de montañas. Su
república era aristocrática; las actividades democráticas estaban allí
proscritas. (Pág. 89-90)
El tremendo sino de la democracia es devorarse a sí misma. Donde no
existe un poder moderador que equilibre las eternas fuerzas en pugna se cumple
fatalmente aquella ley social, sintetizada así por Balzac: “La libertad engendra
la anarquía; la anarquía conduce al despotismo y el despotismo lleva de nuevo a
la libertad”. El cesarismo, la dictadura, es la consecuencia obligada de los
gobiernos democráticos, después de un período de desarreglos cívicos. La
enciclopedia Larousse da esta definición exacta de la palabra cesarismo:
“dominación de soberanos, elevados al gobierno de la democracia, pero
revestidos de poder absoluto”. Julio Simón agrega: “El cesarismo, es la
democracia sin libertad”. El cesarismo es el término de toda evolución
democrática. Y cuando no se presenta el Imperator el pueblo soberano concluye
por entregarse a los magnates del dinero, como sucedió en los Estados Unidos.
Al definir Laureano Vallenilla Lanz el cesarismo democrático, como la más
auténtica expresión del pensamiento liberal, puede Ser cínico, pero también es
sincero. Del fondo de las plebes sublevadas han salido Guzmán Blanco,
Balmaceda, Santos Zelaya, Plutarco Elias Calles, Tomás Cipriano de Mosquera.
Como lo anota Spengler “la desconfianza contra la forma elevada es tan
grande en la tercera clase, en la clase sin forma íntima, que siempre y donde
quiera ha preferido salvar su libertad, —su falta de forma— merced a una
dictadura irregular y, por tanto, enemiga de todo lo orgánico; pero, en cambio,
favorable, por su actuación mecánica, al gusto del espíritu y del dinero. Allí
está para atestiguarlo la estructura de la máquina política francesa, iniciada
por Robespierre y terminada por Napoleón. La dictadura en interés de un ideal
de clase fué preconizada por los grandes demócratas como Rousseau, Saint-Simon,
Rodbertus y Lasalle no menos que por los ideólogos del siglo IV: Jenofonte, en
la Ciropedia, e Isócrates, en el Nicocles. En la conocida frase de Robespierre
el gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranfa
se expresa el profundo terror que acomete a las masas cuando ante los
acontecimientos graves no se sienten seguras y en forma”.
Este es el fenómeno que Ortega y Gasset ha llamado “la rebelión de las
masas” y que Aristóteles había observado ya en el mundo antiguo, describiéndolo
en fórmulas eternas, en su tratado de “La Política”: “Cuando la ley ha perdido
su autoridad absoluta por haberse trasmitido de la ley al pueblo, es que han
tenido crédito los demagogos. No hay demagogos cuando impera la ley en
gobiernos democráticos, pues son los ciudadanos más recomendables por sus
méritos y virtudes los que gozan de las preeminencias; pero una vez que la ley
pierde su soberanía, surge una multitud de demagogos. El pueblo entonces es
como un monarca de mil cabezas; ninguno es soberano individualmente, pero lo es
la plebe en cuerpo o en conjunto. Semejante pueblo, verdadero monarca, lo que
quiere es reinar como monarca; ha sacudido el yugo de la ley y se hace déspota;
como todos los déspotas, escucha las lisonjas de sus aduladores. Esta
democracia es en su género, lo que la tiranía es a la monarquía. En una y otra,
la misma opresión para los hombres de bien; en la monarquía tiránica, decretos;
¡en la democracia demagógica, arbitrariedades! Demagogo y adulador son
idénticos; existe una semejanza tal que los confunde. Los aduladores y los
demagogos suelen tener una influencia grande: los primeros en los tiranos; los últimos,
en la plebe". (Pág. 91-93)
La filosofía política del nacional-socialismo está en Hégel y en Federico
Nietzsche. Su precursor inmediato es Oswaldo Spengler, que le dió al mismo
tiempo una metafísica
y una teoría racial. “La Decadencia de Occidente” es la epopeya de los tiempos
modernos, “El Fausto” da la civilización maquinizada. Spengler hizo un ensayo
de escribir la historia del universo a través de la biografía de Goethe, su
maestro. El libro arranca de un laboratorio de tesis y de doctrinas
contrapuestas, hasta llegar a los coros finales, donde la acción y la técnica
redimen al hombre de las culpas originarias. Para Spengler la democracia tiene
un enemigo capital: el dinero, que es su arma política. “El dinero, dice,
triunfó bajo la forma de la democracia. Hubo un tiempo en que él sólo —o casi
sólo— hacía la política. Pero tan pronto como hubo destruido los viejos órdenes
de la cultura, surge sobre el caos una magnitud nueva, prepotente, que ahonda
sus raíces hasta el fondo de todo suceder; los hombres de puño cesáreo. Estos
son los que aniquilan la omnipotencia del dinero. El Imperio significa, en toda
cultura, el término de la política de espíritu y de dinero. Los poderes de la
sangre, los impulsos primordiales de toda vida, la inquebrantable fuerza
corporal, recobran su viejo señorío. Despunta pura e irresistible la raza. El
éxito para el fuerte y el resto, botín. Apodérase del gobierno del mundo y el
imperio de los libros y de los problemas que se anquilosan o se sumergen en el
olvido. A partir de este instante, vuelven a ser posibles sinos heroicos, como
los de los tiempos primitivos, sinos que se velan para la conciencia tras un
sistema de causalidades”.
En el último capítulo de su monumental libro vaticina la lucha entre el
dinero y la sangre, es decir entre el espacio y el tiempo, con el triunfo
definitivo de éste:
“El advenimiento del cesarismo quiebra la dictadura del dinero y de su
arma política, la democracia. Tras un largo triunfo de la economía urbana y sus
intereses, sobre la fuerza morfogenética política, revélase al cabo más fuerte
el aspecto político de la vida. La espada vence sobre el dinero; la voluntad de
dominio vence a la voluntad de botín. Si llamamos capitalismo a esos poderes
del dinero y socialismo a la voluntad de dar vida a una poderosa organización
político-económica, por encima de todos los intereses de clase, a la voluntad
de construir un sistema de “noble” cuidado y deber, que mantenga “en forma” el
conjunto para la lucha decisiva de la historia, entonces esa lucha, al mismo
tiempo, os la contienda entre “el dinero y el derecho”.
“Los poderes privados de la economía quieren vía ñanca para sus
conquistas de grandes fortunas: que no haya legislación que los estorbe la
marcha. Quieren hacer las leyes en su propio interés, y para olios utilizan las
herramientas por ellos creadas: la democracia, el partido pagado. El derecho,
para contener esta agresión, necesita de una tradición distinguida, necesita la
ambición de fuertes estirpes, ambición que no haya su recompensa en el
amontonamiento de riquezas, sino en las tareas del auténtico gobierno, allende
todo provecho de dinero. Su poder sólo puede ser derrocado por otro poder no
por un principio. No hay empero, otro poder que pueda oponerse al dinero, sino
ese de la sangre. Sólo la sangre superará y anulará al dinero. La vida es lo
primero y lo último, el torrente cósmico
en forma microscópica. La vida es el hecho, dentro del mundo como historia”.
Alcanzado el
sino heroico empieza un período de grandeza colectiva, ambiente para la
reconstrucción de una cultura, donde el individuo no es nada. Spengler describe
esta época en términos que tienen la rica cadencia de la Egloga a Polión,
salutación optimista de los tiempos nuevos:
“Con el
Estado en forma, échase a dormir también la alta historia. El hombre torna de
nuevo a ser planta, siervo de la gleba, obtuso y permanente. La aldea “fuera
del tiempo”, el eterno aldeano reaparece, engendrando niños y metiendo trigo en
la madre tierra, laborioso enjambre sobre el que pasa con viento de tormenta el
torrente de los soldados imperiales. En medio del campo yacen las viejas
ciudades mundiales, vacíos habitáculos de una alma extinta, en los que
lentamente anida la humanidad sin historia. Se vive al día, con una felicidad
mezquina y una gran paciencia. Los conquistadores que buscan botín y fuerza en
ese mundo pisotean las masas; pero los supervivientes llenan pronto los vacíos
con fecundidad primitiva y siguen aguantando. Y mientras en las alturas
alternan victoriosos y vencidos en eterno cambio, abajo los pequeños rezan, con
esa poderosa devoción de la segunda religiosidad que ha superado para siempre
toda duda. En las almas la paz universal se ha hecho realidad, la paz de Dios,
la beatitud de frailes ancianos y de anacoretas; pero sólo en las almas. Se ha
desarollado en ellas esa profundidad en la aceptación
del dolor, profundidad que el hombre histórico desconoce en el milenio de su
desenvolvimiento. Con el término de la gran historia reaparece la gran
conciencia sacra y tranquila. Es un espectáculo, que en su falta de finalidad,
resulta sublime, un espectáculo sin objetivo y lleno de grandeza, como el curso
de los astros, la rotación de la tierra, la alternancia de tierra y mar, de
hielos y bosques. Podremos llorar o admirar; pero la realidad es esa”. (Pág. 99-103)
Ningún
escritor responsable, en las derechas colombianas, ha preconizado la urgencia
de implantar entre nosotros una dictadura de tipo fascista. Es muy fácil
combatir a un enemigo, cuando uno mismo escoge el terreno para dar la batalla.
Lo que predican propiamente nuestras derechas es un retorno a los ideales
bolivaria- nos, la necesidad de reconstruir el orden y la autoridad en un país
amenazado por el caos. El liberalismo no es sino el satánico combate del hombre
contra el espíritu a nombre de la libertad.
Sólo los
partidos de derecha, poderosamente anclados en el sentimiento nacional,
estimulan el progreso de los pueblos, defienden su cultura y les infunden una
voluntad de poderío. Fué Sófocles quien dijo que “la patria se halla incluida
en las grandes leyes del mundo”. Una nación en decadencia, palabras son de
Carlos Maurrás, ve decaer con ella su consideración internacional. Si su
decadencia se acentúa, aquella desaparece. Cuando se llega al último grado de
decadencia política, ni la propiedad, ni las personas están ya seguras: los
desiertos de Armenia y el Trasvaal prueban que el hombre moderno, sin una
patria fuerte, vuelve a caer en la barbarie.
En Colombia
hemos tenido república en dos o tres fugaces períodos históricos, pero no hemos
tenido nunca democracia. El sufragio ha estado viciado siempre por el fraude o
por la violencia, o por ambas cosas a la vez.
En cambio
casi todos nuestros gobernantes se han preocupado por el respeto al derecho,
manteniendo un régimen de libertad y de justicia.
Las derechas
en todos los países del mundo han tenido que renunciar a sus métodos
democráticos de lucha y buscar procedimientos más eficaces de acción. La democracia
no es posible sino cuando todos los partidos la aceptan leal mente. Pero cuando
uno se aprovecha de ella y les impide a sus adversarios defenderse por el mimo
sistema, la democracia es una oprobiosa forma de tiranía.
El sino
trágico de la democracia es que de su propio seno han brotado sus más temibles
enemigos: la ciencia y el comunismo. Los revolucionarios del siglo XIX saludaron
en los progresos científicos el advenimiento de la época de las luces, que
destruyendo las religiones, haría a los hombres iguales y felices. Fué entonces
cuando Lamarck y Darwin proclamaron la desigualdad de to das las especies y la
supremacía de los más aptos. Las ideas evolucionistas destruyen el mito
revolucionario. Una sociedad que se desenvuelve evolucionando no comienza a
cada generación nueva. Quien dice selección dice desigualdad y jerarquía.
Durante mucho tiempo fué un lugar común la fraternidad entre la democracia y la
ciencia. Nuestra época ha venido a demostrar que todas las conclusiones
científicas rectifican la ideología desordenada y anárquica de la revolución.
Los principios tradicionales constituyen una “anotación humilde, pero sabía de
la experiencia secular”. La armonía entre las más recientes hipótesis
científicas y la verdad política leu abro perspectivas ilimitadas a los
partidos contrarrevolucionarios. Fué por un cambio fundamental en los espíritus
en el siglo XVIII que la revolución se hizo posible. En nuestro tiempo el
ascendiente intelectual y científico, y la pótemela de atracción, han pasado de
la izquierda a la derecha.
Otra de las
grandes doctrinas democráticas fué la ascensión del proletariado, la redención
de los humildes. Pero de un momento a otro las masas obreras han renunciado a
servir de apéndice a la burguesía y aspiran a conquistar el gobierno únicamente
para ellas, destruyendo la democracia y estableciendo la dictadura del
proletariado. Sin embargo, como la democracia ha sido un vehículo para el
comunismo, los comunistas siguen llamándose demócratas, a pesar de que su ideal
es implantar el más sangriento despotismo. En una de sus Intuiciones geniales
declaraba Edgardo Poe que a posar do las voces altas y saludables de las leyes
de gradación que penetran tan vivamente todas las cosas sobre el cielo y en la
tierra se habían hecho esfuerzos insensatos para establecer una democracia
universal.
La república
atemperada lo dió a Colombia días de esplendor y de prosperidad; la república
demagógica la lleva hacia la anarquía y hacia la ruina. Los movimientos de
masas no sirven sino para demoler; todo lo grande, útil y justo lo han hecho en
la historia las minorías egregias. (Pág. 111-113)
En todos los
países del mundo las instituciones parlamentarias sufren las más vehementes
críticas, con un sentido de saludable reforma, o con destructor empeño. Después
de un siglo de experiencia democrática el balance es fatal, si exceptuamos
países de Una educación política tan completa como Inglaterra. El parlamento ha
llegado a ser una de las más deplorables variedades del parasitismo y del ocio.
Sólo en un momento de locura puede confiársele a una asamblea de animales
parlantes la solución de las más graves cuestiones públicas. ‘‘El parlamentarismo
destructor, escribe León Daudet, gasta a los hombres, cada vez más achatados
que le envían un sufragio universal y un sufragio restringido igualmente
ignorantes e incompetentes. En lugar de gastar a los hombres debiera decirse,
más bien, que los mancha ... La democracia vive bajo el signo del número. Los
candidatos en las elecciones procuran tan sólo adular a sus electores, sin lo
cual serían derrotados, y una vez elegidos no piensan sino en ser reelegidos”.
En su afán
incontrolado de reformas la república liberal de Colombia estableció el
congreso permanente, extraña y silenciosa manera de suicidio colectivo. El
congreso permanente se explica en un régimen parlamentario, donde el poder
legislativo ejerce también las funciones ejecutivas, por medio de un gabinete
salido de su seno. Así existe en Francia, en Inglaterra, en Bélgica, países de
organización parlamentaria. El régimen presidencial, con un ejecutivo fuerte,
que tiene necesidad constante de obrar, no tolera sino una corta temporada parlamentaria,
cuyo primordial objetivo es la fiscalización de los actos del gobierno. Lo que
se ha ensayado en Colombia es una mezcla venenosa de ambos sistemas. Dentro de
ella el ejecutivo no puede actuar con eficacia, y el congreso se sale de su
órbita. Nunca, ningún profesor de derecho público, soñó mayor locura. Se
necesitaba un congreso de aprendices, de picapedreros, para concebir y realizar
tan valiente desatino. (Pág. 120-121)
El parlamento
es un espectáculo de valor universal que suscita instintos y desarrolla la
actividad productiva del pueblo. Mauricio Barrés comparaba sus luchas
ardientes, donde las frases vuelan como saetas luminosas, a las danzas de
Benarés o de Montmartre, a las corridas de toros en el circo de Sevilla, que
despiertan una emoción antigua como el amor y la muerte. Todo ésto pertenece ya
a un pasado irrevocable. El congreso en Colombia es una feria rústica, donde
pontifican mercaderes y sicofantes venidos a más, por causa de las evoluciones
políticas. (Pág. 122)
En países de
régimen parlamentario como Inglaterra, donde el congreso permanece reunido todo
el año, le remuneración anual es de tres mil quinientos pesos, cuando entre
nosotros asciende a seis mil. Inglaterra es una de las naciones más ricas del
mundo, y allí las cámaras son las que gobiernan. Nuestros insaciables
parlamentarios han querido doblar la soldada británica, en un país paupérrimo.
Hechos de
esta naturaleza son los que desprestigian las instituciones democráticas y los
que producen reacciones violentas, engendrando el cesarismo. Cuando Italia se
cansó de una cámara venal, Mussolini realizó sin tropiezo su marcha hacia Roma.
Lo primero
que exigen los pueblos es desinterés en sus conductores. No es justo exigir a
las masas sacrificios insignes, a veces un tributo de sangre, para enriquecer
en breves años a los heraldos anónimos de su soberanía.
Uno de los
fenómenos que acompañan las grandes épocas de corrupción política es el brillo
de la inteligencia y la esplendidez de las costumbres. Así era la monarquía
francesa en los tiempos de Voltaire, de Turgot, de la Machmannon, o de la· Du
Barry. Andrajos de púrpura, diría Benavente. La decadencia moral
y política del país coincide con la más repugnante vulgaridad y con una
perfecta indigencia mental. En el horizonte político todo es ruin, menesteroso,
chabacano. (Pág. 124-125)
Por otra
parte faltan también los mejores parlamentarios del país, ya que el partido
conservador es por encima de todo una academia de varones ilustres. En el
congreso actual no hay sino animales de sangre fría, —ostras y batracios,— cuyo
mayor esfuerzo fonético es la monótona chirimía de los charcos.
Libertar a la
nación del cretinismo parlamentario es un problema de salud pública.
La única
misión de un estadista responsable, dentro de los actuales parlamentos de la
América Latina, es oponerse a la arbitrariedad de los gobiernos y al desarreglo
intelectual y moral de las mayorías parlamentarias. La razón nunca fue
patrimonio de las asambleas públicas. La inteligencia es siempre solitaria. Los
congresos no obran; discuten: los parlamentarios no trabajan, intrigan. Para
sacar victoriosa una iniciativa justa es preciso deformarla. La duda, la
vacilación, el ocio, la ataraxia, son expresiones calculadas para calificar los
principales oficios de un miembro del parlamento.
En casi todas
las constituciones de la América Latina se han deslizado mañosamente dos
artículos invariables que permiten su desconocimiento: el primero de ellos
autoriza al congreso para investir al jefe del estado de facultades legislativas
cuando las conveniencias públicas lo aconsejen; el segundo establece la
dictadura clásica para los casos de guerra o de conmoción interna. Todas las
dificultades se solucionan, revistiendo al presidente de la república de
facultades extraordinarias. El parlamentó es particularmente inútil en países
donde los gobiernos lo desprecian o lo compran.
El profesor
López de Meza, que ha observado nuestra vida política con criterio de pensador
y de hombre de ciencia, enjuicia así la democracia que tenemos:
“Al contemplar
en la historia constitucional colombiana el esfuerzo heroico, de sangre y de
espíritu, de riqueza y de dulce paz, hallamos que una vez adquirido el triunfo
de los derechos esenciales de la democracia representativa los cedemos
negligentemente al primer postor: el sufragio se ha convertido en un pesado
deber que las gentes rehúsan cumplir; la palabra libre es tan temida que en las
aglomeraciones reivindicativas del pueblo todo intelectual se aleja para eludir
que se le llame a la tribuna; la prensa libre ha inventado el fabricante
polivalente de editoriales que redima al director de periódicos de la tarea
abrumadora de expresar todos los días su fatigado pensamiento; al cabildo, a la
asamblea departamental, al congreso de la república, asisten destacadamente los
que de esas instituciones derivan proventos o en ellas obtienen la base de
sustentación de más encumbradas ambiciones. Es la bancarrota de una ilusión que
nos cuesta ya doscientos mil galones de sangre”.
Y más
adelante agrega estas líneas desoladoras sobre nuestras caducas instituciones
parlamentarias:
“Lentamente
el congreso va dejando al Poder Ejecutivo el cuidado de la iniciativa y el
acopio de la documentación en los temas fundamentales de nuestra democracia,
aceptando regocijadamente una menor edad mental, policromada, si se quiere, con las
fulguraciones de una elocuencia deliciosa y efímera. Se puede decir que la
índole de nuestro pueblo acepta y hasta necesita un gobierno presidencial de
muy amplio poder administrativo, a la manera del ideado por el constituyente de
1.886; pero de ahí a eliminar discreta y amablemente el Poder Legislativo hay
para un buen rato de meditación. El sistema parlamentario en que este poder se
informó hace mucho tiempo vése en todo el mundo atacado de decrepitud
alarmante; mas como aún no surge otro que le sustituya con ventajas, aunque de
ello se glorían los regímenes fascistas y pro-fascistas que llenan la historia
contemporánea, es un deber intentar por el momento, siquiera., aliviarlo de sus
dolamas más perniciosas y alejarlo, si posible fuere, del rumbo suicida en que
se ha metido tan sin alteza, probidad ni tiento.
‘‘Cuatro son,
pues, los motivos de esterilidad de nuestro congreso: vicio de constitución,
vicio de reglamentación, vicio de pulcritud, y vicio de competencia
intelectual. Con ser suficientes para matar a un imperio, subsiste, sin
embargo, nuestra querida institución, por aquella preciosa ley de la inercia
que hace que las cosas y los hechos sigan obrando largo espacio después de
recibido el impulso que les dió acción y movimiento.
“El enmendar
este caso sería labor de poco momento, grata y sencilla. No obstante, nunca se
realizará. Las instituciones caen también en demencia senil, para la cual
ningún Voronoff ha nacido todavía. Ante la decrepitud de ellas, como ante la
fugacidad de los seres, la vida optó siempre por reeemplazarlas
con nuevas creaciones. “Y quizá ello sea así mejor”.
Dentro del
plan de este libro no está proponer el sistema
completo que deba reemplazar el congreso de Colombia cuya ruina es ya inevitable. En todo caso en el
ambiente nacional está la urgencia de reducir el personal de ambas cámaras, de
recortar su período de sesiones, de modificar sus reglamentos, de buscar una
representación gremial, corporativa y técnica.
A pesar de
las críticas hechas contra el sufragio un nacionalista está en el deber de
votar, al menos, mientras no alcance plenamente el poder, para evitar malea
todavía mayores. Paul Bourget escribió este mandamiento político: “Un ingeniero
anuncia que tal puente está amenazado de hundimiento, que existe peligro para
servirse de él, y, sin embargo, pasa él mismo, si es el único camino para ir a
la ciudad”.
Nuestros
medios de acción política serán todavía por muchos años los parlamentarios:
elecciones y prensa. Podrá pensarse acerca de ello lo que se quiera, podrá
admirárseles o despreciarlos; pero hay que dominarlos. Hitler alcanzó por este
método el poder. (Pág. 128-131)
Organizada nuestra república en forma unitaria no me parece oportuno
revivir el conflicto sobre el origen de las leyes, que además de ser el más
complicado de los problemas del derecho público moderno, puede tener en la
práctica consecuencias funestas sobre la unidad nacional. En esta materia
cometimos ya todos los pecados capitales. Sea el primero el rudo e inútil
tránsito de la república federalista a la república centralista. A este
error se opuso don Sergio
Arboleda quien sustentaba su criterio sobre las bases de una política
experimental. En su proyecto de constitución, trató en vano de evitar que el
partido triunfante en el 86 se dejara arrastrar por el torrente de la reacción.
El doctor Tomás O. Eastman, sagaz adivinador de los vicios públicos, escribió
en magistral ensayo: “El doctor Berrío fue decidido federalista, como fueron la
mayor parte de sus contemporáneos de uno y otro partido. En este particular
tenía él por exagerada la constitución de Rionegro, en cuanto le quitó al
gobierno central la facultad de velar por la paz pública en el territorio de
los estados; pero aceptaba esa constitución como base, y quería que fuese
lealmente cumplida, para que la experiencia dijera hasta dónde era ella
racional y en qué debía reformarse. Es así como ve las cosas un verdadero
estadista, el cual entiende de reformas parciales sucesivas y coordinadas; son
los empíricos los que desean barrer con todo lo existente, si algo de lo
existente les desagrada. Comprendía él, además, que si los conservadores no se
embarcaban en la aventura de una guerra general, el régimen federativo les
daría el triunfo a ellos en los estados en donde realmente contaban con la
mayoría de los ciudadanos. El hombre de estado sabe que el fenómeno de la
decantación al fin y al cabo es tan seguro en las sociedades como en los
líquidos. Veía él, por otra parte, que los partidos suelen triunfar, no tanto
por sus propios aciertos, cuanto por los errores del adversario; y eran tan
numerosos los errores cometidos por el liberalismo, que bastaba dejarlo caer en
todas las secciones de la
república. Si los conservadores hubiesen seguido las opiniones de Berrío y no
se hubiesen lanzando a la guerra en 1876, Colombia sería hoy probablemente una
federación semejante, en sus líneas generales, a la Unión Angloamericana. Se
habría suprimido el libre comercio de armas y municiones y se le habría
devuelto al gobierno general la facultad de restablecer la paz pública en donde
fuese alterada. En cada estado gobernaría el partido que allí tuviera
preponderancia; entre las diversas secciones habría cierto equilibrio, merced
al cual serían imposibles las exageracienes sectarias en las leyes; cada
sección resolvería sus propios problemas de acuerdo con sus propias ideas que
son siempre las mejores, porque más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la
ajena, y los ciudadanos sentirían la satisfacción que trae consigo el
“self-governe- ment”. Estas cosas son imposibles de conseguir en un régimen
central”.
El tema del regionalismo y el centralismo hunde sus raíces en las
tradiciones ibéricas. Hay que recordar el celo, la tenacidad y el heroísmo con
que se han sostenido allí los fueros regionales, garantizados por estatutos
antiquísimos. Desde los tiempos de la Independencia don Camilo Torres defendió
la autonomía de las comarcas contra la absorción unitaria. (Pág. 149-151)
Después de un siglo de acciones y reacciones nuestros partidos políticos
se han vuelto centralistas, por momentáneas conveniencias de poderío. Todos los
días es más notoria la decadencia de la vida nacional por el estrecho
centralismo de nuestras instituciones y de nuestras costumbres. Intensificar la
vida de las provincias es devolverle el fluir biológico al pueblo colombiano.
Desde los tiempos de la Colonia, lejos de las ciudades, fuera de la historia,
millones de hombres, en el trabajo oscuro de los campos, han venido
construyendo la grandeza nacional. Si se olvida esa humilde, pero múltiple
actividad, no podremos entender nunca las inesperadas renovaciones de nuestra
vida civil. La verdad pro funda es que la riqueza, la entraña de la nación,
está en los campos; tenemos una república esencialmente agrícola. Todas
nuestras orientaciones legales y constitucionales deben estar calculadas sobre
este hecho inevitable. Colombia.es urbana y no citadina. ‘‘La gran ciudad
publica Spengler en una de su asombrosas síntesis, señala el término del ciclo
vital de toda gran cultura. El nacimiento de la ciudad trae consigo su muerte.
Los aldeanos antaño dieron vida al mercado, a la ciudad rural y la
alimentaron con su mejor sangre. Pero ahora la gran ciudad chupará la sangre de
la aldea, insaciablemente, pidiendo hombres y más hombres .tragándoselos, hasta
que al fin muera en medio de los campos despoblados”. Toda nuestra organización
económica y política está
dirigida a garantizar el predominio de una minoría /urbana consumidora, sobre
las grandes masas trabajadoras.
El problema de la autonomía de las provincias no es sino un episodio en
la clásica lucha entre las ciasen productivas y las consumidoras. El fenómeno
de la gran ciudad es un fenómeno de decadencia. Toda producción es j rural,
campesina. La política económica del país viene orientada en los últimos
tiempos en el sentido de vigorizar un núcleo urbano donde se centralizan todos
los poderes con detrimento de la provincia, único agente de la riqueza
nacional. Debilitando las raíces económicas, por medio del centralismo, la
entidad colombiana trabaja su propia destrucción. Una mirada sobre nuestra
realidad económica, social y política, atestigua que las finanzas vitales del
país no están en las operaciones de la bolsa, en el comercio de simple
especulación, sino en el ambiente trabajador de la provincia, la que produce no
sólo todo el cambio internacional y mantiene las reservas de oro del Banco de
la República, sino también todos los artículos que consume la población
colombiana. En impresionante oposición a este hecho histórico, se observa que
en el gobierno no han estado nunca los personeros de estos núcleos
provincianos, sino los representantes de los reducidos grupos que se aprovechan
de la riqueza colectiva sin haber contribuido a su formación.
A medida que se ensanchan nuestras funciones de relación, que se aumentan
y complican los problemas nacionales, no sólo por el natural proceso de
crecimiento, sino por la
orgánica diferenciación de nuestras provincias, se les quita a éstas la
autonomía necesaria para ajustar la administración a sus intransferibles peculiaridades.
En vez de dilatar la órbita para el estudio de los temas colombianos, se reduce
el plano de observación a la simple conveniencia centralista. Nuestros hombres
de estado conocen algunos problemas extranjeros pero ignoran habitualmente la
realidad sobre la cual operan.
En demostración de estas tesis, se pueden citar algunos ejemplos
relacionados principalmente con fenómenos de crédito, de moneda, de
organización rentística, de distribución de los dineros públicos, que
atestiguan la urgencia de modificar radicalmente nuestra política financiera y económica.
La herramienta insustituible de la economía moderna es la moneda; la
nuéstra se rige en apariencia todavía por el sistema del patrón de oro y su
base son las reservas metálicas del Banco de la República. El origen de éstas
es la producción de oro físico y los artículos de exportación que mantienen el
cambio internacional. Y es la provincia la que hace el exclusivo aporte de oro
y café, a pesar de lo cual nuestra circulación monetaria no se hace con el
criterio de favorecer los núcleos productores, sino de estimular los centros de
especulación y consumo Sin aquella decisiva contribución de las regiones, se
derrumbaría nuestra actual organización económica.
Todas nuestras obras se manejan con un criterio virreinal. Los dirigentes
nacionales no han leído en el vasto anfiteatro de nuestros valles, cordilleras,
altiplanicies y ríos, único libro que pudiera ilustrar sus empresas. A lo largo
de un siglo puede garantizarse que la nación ha estado gobernada- por mínimas
castas consumidoras y que sólo por excepción ha llegado al poder un personero
de las clases productoras, campesinas y provincianas.
Imposible enfocar desde Bogotá todas las urgencias públicas. Hay que
darles a los departamentos y a los municipios una amplia autonomía, ya que la
uniformidad de los métodos fiscales y administrativos no os deseable sino donde
hay uniformidad de condiciones económicas. Las posibilidades de una metrópoli
comercial son muy diferentes de las de una aldea y lo excelente para la primera
puede ser notoriamente funesto para la segunda. No pueden sujetarse al mismo
arnés la tracción do sangre y el motor de explosión; dejando a cada uno de
ellos libre, el resultado total será más satisfactorio pura los intereses
comunes. Autorizadamente advierte el profesor Seligman, que si se autoriza a
las diferentes regiones para hacer la experiencia de los métodos fiscales más
apropiados a su prosperidad misma el resultado será una adaptación de la
práctica fiscal al hedió económico. Son las provincias, los departamentos, los
municipios los que mejor pueden calificar y resolver sus problemas.
Como lo ha escrito Roberto Aron, es loco confiar al Estado, gigante
anónimo y abstracto, el cuidado de los gastos concretos que encadenan la suerte
de las regiones y de los ciudadanos. Para restablecer el contacto entre el
presupuesto y la vida, es preciso distinguir entre el presupuesto del Estado,
limitado a algunas funciones subalternas, como el servicio civil y la
estadística, y los presupuestos municipales, corporativos, sindicales o
regionales, cada uno de los cuales corresponde a una agrupación espontánea de
individuos unidos en una misma actividad y plenamente competentes en su
dominio.
Los diversos presupuestos de los departamentos, de los gremios y de los
municipios sacarán sus recursos de las agrupaciones correspondientes: así el
control será posible, como lo es en el interior de una familia o en una empresa
bien gerenciada. En lugar del sistema absurdo del presupuesto anual que, en el
curso de una vigencia y cualesquiera que sean los acontecimientos, no varía sino
teóricamente, estos presupuestos más limitados, serán seguidos día por día y
tendrán suficiente flexibilidad para poder ser modificados según el estado de
la riqueza real del grupo que los sostiene y de acuerdo con el bienestar común.
Ya se trate de operaciones financieras con los bancos, de la conversión
de la deuda, del régimen monetario, de los gastos diplomáticos, el fraude
afecta ordinariamente el presupuesto del Estado. Nuestros financistas hablan
sin cesar de la urgencia de combatir el fraude en los contribuyentes y no les
falta razón. O mejor no les faltaría, si el fraude esporádico y disperso de los
ciudadanos no correspondiera a los fraudes esenciales, sistemáticos y metódicos
del Estado.
Al federalismo administrativo es preciso agregar necesariamente el
federalismo del presupuesto.
En la raíz de todos los problemas sociales hay siempre un hecho
económico. La presente rebelión de las provincias tiene su origen no sólo en la
desigual repartición del fisco sino muy principalmente en la escandalosa
política bancaria de los últimos años. El Hunco de la República, creado por el
profesor Kemmerer, sobre los moldes del banco de las reservas federales de los
Estados Unidos, en vez de haber sido un banco dcscentralizador ha sido el
instrumento más afilado contra la economía de las provincias. En torno suyo se
han hecho especulaciones prohibidas como el contrato de las salinas, que
convierten a la república en tributaria del pequeño grupo de accionistas
privilegiados del supuesto banco nacional.
Entre nosotros se fundó un banco agrícola hipotecario, cuya misión
principalísima fue desarraigar a los campesinos, exportándolos para Europa, con
el dinero de sus hipotecas, o incorporándolos en el ocio bullicioso de las
capitales. Se hacían préstamos sobre propiedades rurales para urbanizar barrios
de lujo.
Geográficamente nuestra república está hecha para un prudente
federalismo. Entre nosotros hay colombianos del Pacífico, del Atlántico, del
Amazonas y del Táchira, y gentes mediterráneas que necesitan diferentes estilos
de administración y un sentido económico y político distinto. Cada departamento
exige una organización acorde con sus cultivos predominantes: el café y el oro
en Antioquia; el café y la caña de azúcar en Cundinamarca. El país, la nación
de los productores, está en los cafetales de Caldas, en las llanuras del Valle
del Cauca, del Magdalena y Bolívar donde prosperan el arroz, la caña y el
plátano; en los valles y altiplanicies de Boyacá y Cundinamarca, fértiles en
caña y en trigo; en las tierras de Santander; numerosas en café y tabaco; en
las comarcas montañosas del Tolima y en las ricas vertientes andinas del Cauca
y de Nariño. Sin embargo, en el orden económico todo se ha centralizado y la
riqueza trabajosamente creada en las provincias se gasta sin contar en la
capital, donde viven las clases consumidoras, banqueros, comerciantes,
intelectuales, políticos, burócratas . . .
Los peligros del centralismo se han venido acentuando en los últimos años
con el crecimiento de la riqueza nacional. Como Bogotá es el centro de los
grandes poderes del Estado a ella confluyen las diversas fuentes de tributación
que aumentadas sin cesar van sangrando la agricultura, las industrias y el
trabajo de las provincias. Multiplicando esta calamidad pública la distribución
del presupuesto se hace luego con un criterio asoladoramente centralista. El
presupuesto ha llegado a ser así un sifón de nuestra economía.
No existiendo en el país unidad de población y teniendo la mayoría de los
departamentos un medio social y económico distinto, se impone la
descentralización normalista para formar maestros adecuados para cada una de
las regiones. El institutor de Nariño y Boyacá no puede ser el mismo de
Antioquia y Caldas. El real estadista colombiano es el que interprete la común
inquietud de las diversas comarcas, cumpliendo una reforma educativa que en vez
de formar generaciones de “trasplantados” injerte en la tierra de los padres el
afán de los hijos. No olvidemos el trágico fin de aquellos pálidos girondinos,
incrustados en París, que Mauricio Barrés grabó con el cincel perseverante de
su estilo. En la tierra nutricia canta la experiencia de los siglos, se
conservan las reservas espirituales de la raza. Los “desarraigados” que emigran
a la capital, no encuentran allí ordinariamente buen terreno de replantación.
Abandonando las ciudades de provincia o los cortijos donde medran los cultivos
de sus antepasados y donde se clavaron las tumbas de sus abuelos, serán tan
solo “jóvenes bestias sin guarida”. De su orden natural, humilde tal vez, pero
al fin social, pasarán bruscamente a la anarquía y al mortal desorden.
Escuchemos este himno misterioso de la tierra, elaborado por las generaciones
que gravitan sobre nosotros y que inconscientemente colaboramos a construir
cuando no existíamos.
La provincia es la nación. Como lo expresó Mariategui, “el fin histórico
de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista.
Se descentraliza no para separar y dividir a las reglones sino para asegurar y
perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos
coercitiva”. Los departamentos han llegado a la mayor edad y deben ser los
únicos árbitros de su destino. El centralismo es hoy el auténtico enemigo de la
unidad nacional.
El cambio de régimen ha sido funesto en Colombia para el movimiento
autonomista. El partido triunfante en 1930, para asegurar sus hegemonías locales,
apeló al poder central. Departamentos secularmente federalistas como Antioquia
aceptaron providencias vejatorias de sus fueros administrativos. Una tremenda
ola de persecución política ha venido despoblando algunos municipios. Los
ciudadanos que no se sienten seguros en la provincia inmigran a la capital,
donde se ignora su filiación partidarista y donde existe un ambiente de seguridad
y tolerancia. En siete años Bogotá ha duplicado su censo. “La capital,
—pudiéramos escribir como declaró de Lima, Mariátegui,— no ha defendido nunca
con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen
centralista; pero, en el campo práctico, ha sabido y ha podido conservar
intactos sus privilegios. Teóricamente no ha tenido demasiada dificultad para
hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa.
Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los
moldes del criterio y del interés centralistas”.
Si este proceso continúa acentuándose, sin una resistencia organizada de
todos los departamentos, Bogotá terminará por ser una bella y lujosa capital,
en medio de una nación pobre y despoblada.
El regionalismo ha hecho la grandeza nacional y es el único agente
efectivo de su riqueza. La expansión industrial y demográfica de Antioquia; el
incansable reclamo en defensa de sus obras públicas del Cauca y del Valle del
Cauca; el afán mercantil, agresivo muchas veces, de Pereira, de Medellín, de
Manizales, de Cali; la inextinguible lumbre espiritual de la Universidad do Po-
payán, han sido los más poderosos afluentes do nuestro engrandecimiento. El
regionalismo es el arquitecto do la propiedad común, el que ha creado nuestras
Industrias, defendiendo la economía productora de las confiscaciones constantes
del poder central. El regionalismo arraigó la familia colombiana en el suelo de
los ancestros, vivificando el concepto orgánico de la patria. El movimiento
autonomista puede darle al pueblo colombiano un repertorio de ideas nacionales,
capaz de ensanchar el reducido horizonte de las aspiraciones de casta o de
partido. (Pág. 152-161)
En nuestra América, catolicismo y nacionalismo se confunden. El misionero
fué adelante del conquistador y del colono. En la época de la conquista el
clero fué el adalid del derecho; en los días de la colonia el adalid de la
cultura. Los únicos que crearon algo intelectual y moralmente en el continente
fueron los religiosos. Allí está la obra económica de los Jesuítas en el
Paraguay y el Perú que obtuvo tan copiosos aplausos de la propia pluma de José
Carlos Mariátegui. Los religiosos en México crearon la escuela de Jalisco que
se adelantó a casi todas las investigaciones pedagógicas modernas. Desde México
hasta la Argentina fundaron más de trescientas universidades, que son alto
decoro en la tradición cultural de nuestra raza. La generación libertadora fué
obra suya. Mario André ha Sostenido, en un admirable ensayo sobre la
independencia de las colonias latinas de América, que la epopeya emancipadora
no es hija de la revolución
francesa, como se ha afirmado hasta hoy, sino una reacción contra ella.
Es preciso que el pueblo de España se levante contra Napoleón para que las
naciones americanas rehúsen, así mismo, someterse al usurpador. La independencia
y la república nacerán entre nosotros con manifestaciones unánimes al régimen
caído y a la religión católica. “En 1.809 y 1.810, escribe Andró, cuando Napoleón
es dueño de casi toda España los americanos que no quieren seguir la suerte de
la metrópoli sometida al rey intruso, organizan a su vez en las numerosas
provincias juntas que se apoderan del gobierno y expulsan a las autoridades
españolas. Estas juntas están formadas por ciudadanos emprendedores o por los
cabildos y cabildos abiertos. La reacción cunde por todas partes al grito de:
Viva el rey” (Pág. 179-180)
La Iglesia católica, que ha perdido entre nosotros su eficacia como
instrumento de dominación política, debe ser hoy más que nunca una institución
nacional, porque a ella está ligada nuestra supervivencia como entidad
soberana. El catolicismo es por excelencia la religión latina y su influjo
civilizado hunde sus raíces en el océano de las tres carabelas. Socialmente es
un vínculo, un lazo de acción común; individualmente una elevada disciplina.
Somos colombianos porque somos católicos, de la propia manera que los
americanos del norte son protestantes. Fomentar el protestantismo y el ateísmo
en estos pueblos amenazados por la vigilante codicia de los Estados Unidos es
desguarnecer la frontera. (Pág. 182)
La mística revolucionaria del siglo XIX presentó eficazmente a la Iglesia
católica y a los partidos de derecha en un clásico antagonismo con las clases
trabajadoras. El sofisma empezó a desvanecerse, desde el punto de vista
doctrinario, bajo el pontificado de León XIII, quien había dedicado su juventud
a estudiar los problemas sociales, económicos y políticos de su siglo. Su
Encíclica sobre la constitución cristiana de los estados, provocó en Europa un
movimiento social y religioso comparable tan sólo, en sus consecuencias, a la
epopeya franciscana de la Edad Media. Sus discípulos y propagandistas se
multiplican cada día en todas las reglones del universo. “Hubo un tiempo,
declaraba León XIII, en que la filosofía del Evangelio gobernaba a los
pueblos”. Fue esta una de las épocas más felices de la familia humana. No
existe hoy ningún historiador culto que no se refiera con respetuosa justicia a
la obra cumplida por el catolicismo en la Edad Media, donde se estableció el
primer reglamento moral de la propiedad y se logró un feliz régimen de
concordia entre el capital y el trabajo.
El régimen corporativo realizó todo lo que un sano socialismo puede
soñar: una jerarquía económica, según las capacidades, poniendo los medios de
producción en las manos mismas de los productores. El trabajo del compañero era
una alegría. Es claro que todo trabajo exige en algunos momentos un esfuerzo algo más
que penoso, una rutina más o menos monótona, pero en general en el sistema
corporativo era una vocación. Trabajando el artista se realiza como un sér de
orden superior, cumple su fin y ninguna felicidad iguala al supremo éxtasis
creador. La búsqueda de una verdad, por modesta que sea, ocupa toda la vida del
sabio. En un plano más modesto el compañero era un creador, un hombre de
industria. Voluntariamente aceptaba la porción prosaica, bíblico estigma de
todas las empresas en este bajo mundo.
Así todo objeto fabricado en las corporaciones era una obra de arte. El
arquitecto, el carpintero, el pintorero, eran creadores, porque eran artistas y
no órganos de un rodaje mecánico. Eran inteligentes, en la propia medida en que
eran hombres de trabajo; su experiencia les daba un perfecto señorío sobre la
materia. Su habilidad era de orden síquico y orgánico.
El mundo moderno inventó la más tremenda forma de esclavitud humana: el
“taylorismo”, la racionalización industrial. Este vocablo bárbaro, hiperbóreo,
que los constituyentes de 1.936 introdujeron en las instituciones de Colombia,
encarna un sombrío método de opresión y de injusticia. El obrero en la
industria racionalizada es un bruto, sin habilidad adquirida por la
experiencia. En sus manipulaciones automáticas no hay alma, no hay nobleza. La
concepción materialista de nuestro tiempo trata en vano de hacernos
sobreestimar hasta tal punto los valores terrestres, Como lo expresaba Luis Hoyack,
“es cierto que la riqueza es una cosa excelente, y mejor todavía lo es la
riqueza para todos, pero no es racional que el hombre pague a la manera de un
Fausto moderno estos tesoros con su alma, con su vida”. La alegría del trabajo
es parte de su alma y cuando aquella se pierde el espíritu humano está
amputado. Ninguna Opulencia compensa este sacrificio, así esté maravillosamente
extendida.
La racionalización priva al obrero de toda participación intelectual en
su tarea convirtiéndolo en el tornillo de una máquina. En el seno de las
sociedades cristianas, libertadas de la acción esclavizante de la materia, el
trabajo no fué nunca una mercancía. Los monjes en la Edad Media ejercían todos
los oficios de su tiempo. Entre los operarios manuales figuraron los más altos
espíritus de la humanidad, Jesús mismo, fué carpintero. El místico Jacobo Boheme
era tejedor, Spinoza vivía de la industria de los espejos. No es posible
imaginar hoy a un grande hombre, lleno de vida espiritual, sometido a realizar
una labor rutinaria en una fábrica, supervigilado por capataces analfabetas.
El hombre es un sér religioso, histórico y social, y toda sociedad reposa
sobre la religión, la tradición y la asociación. Contra estos tres principios
declaró su guerra a muerte el liberalismo moderno, que tiene su acta de
nacimiento en lo que Le Play llamaba los “falsos dogmas de 1.789”. A nombre de
la filosofía nacionalista Qdi- lón Barrot declaraba: “La ley es atea”. Pero ya
se ha dicho felizmente que si Píos no construye la ciudad, el
hombre la construirá en
vano. “Aislar al individuo, escribe Georges Goyau, sustraerlo a todo lo que lo
rodea, lo mismo en el tiempo que en el espacio, y erigirlo por encima del
presente, considerándolo como una especie de abstracción, al margen de toda
tradición y de toda sociedad, lo que vale decir al margen de toda realidad: tal
ha sido la táctica del espíritu revolucionario”. Por esto en el orden social su
obra maestra fue la destrucción de las corporaciones, con el propósito de
libertar al obrero del yugo de la asociación. Las consecuencias de este acto no
se hicieron esperar. En la vida económica la libertad del trabajo, la libertad
del comercio, la libertad de la propiedad, han desencadenado todos los abusos
contra todas las debilidades, estableciendo, según la gran palabra de Luis
Veuillot, “la libertad de que se goza en los bosques”. No hay libertad de
consentimiento en el contrato que se celebra entre el menesteroso y el fuerte,
entre el que siente la amenaza de la miseria y el que se apoya sobre un
capital. (Pág. 185-188)
A la Iglesia católica y a las derechas se les ha querido hacer responsables
de una oprobiosa situación económica que condenaron siempre. Individualismo,
capitalismo, liberalismo son términos sinónimos.
Después de un siglo de gobierno liberal en los antiguos estados
cristianos el descontento del pueblo crece en un sentido inverso a sus promesas
y en medida directa de su progreso. Sin embargo, el liberalismo no se
siente satisfecho ante las
ruinas de una sociedad destruida por su obra. De sus entrañas ha brotado el
socialismo por la lógica de sus principios y por reacción contra sus prácticas.
El gran fenómeno de los países que han padecido este régimen es el tránsito de
la anarquía liberal al despotismo comunista.
Lo que congrega estos dos sistemas es el ateísmo político. El liberalismo
y el comunismo se hermanan en la fiebre del goce inmediato, en la pasión del
lucro, lanzando a los hombres unos contra otros, en una lucha implacable y
feroz, como hijos de un mismo padre. Los que ayer impulsaban al capitalista al
frenesí de la posesión ilimitada, hoy agitan la cólera de los que nada tienen
para que se apoderen de todo. No es posible someter al hombre a las ciegas
fuerzas económicas. Al formar Dios a su criatura le entregó todos los dones de
la naturaleza para que se sirviera de ellos y no para que fuera su esclavo. La
primera y la última cosa que enseña la sabiduría espiritual es independizarse
de los bienes de este mundo.
El liberalismo no existe hoy sino en sociedades de evolución retrasada.
Hablar de él es pronunciar una oración fúnebre. En cambio, el comunismo, en sus
diversas metamorfosis, es uno de los mayores peligros que ha tenido en veinte
siglos la civilización cristiano-clásica. Sus dos errores fundamentales son el
materialismo dialéctico y la lucha de clases.
La interpretación económica de los fenómenos históricos es casi tan
antigua como el mundo. Aristóteles había ya de la influencia que ejercen las
realidades económicas sobre los problemas políticos. Polibio, en su historia
romana, afirma que en las guerras civiles se trata principalmente del traslado
de las fortunas. Jefferson, Madison, Parquer, nos dieron una explicación económica
de la historia y Babeuf, en el Manifiesto de los Iguales, establece que la
historia no es sino una lucha económica de clases. El único mérito de Marx fue
sistematizar esta doctrina. (Pág. 189-191)
El socialismo científico es una religión materialista y laica, con sus
dogmas, sus pontífices, su moral y su liturgia. Siempre he imaginado a Carlos
Marx como uno de los tipos clásicos de la raza judía. Dos grandes principios
han luchado en la historia de occidente: el humanismo racional de los griegos y
la sed insaciable de justicia de la raza hebrea. El pueblo de Israel ha sido el
depositario histórico de un ideal absoluto de justicia humana. Ei antiguo
testamento nos muestra esa raza apasionada y religiosa, cautiva en Babilonia y
en Egipto, soñando caminos de humana redención, marchando hacia una Jerusalém
ideal donde impera la eterna justicia. Marx, esencialmente judío, busca también
un pueblo elegido de Dios: la clase proletaria y dentro de su “mística materialista”
le va mostrando una nueva tierra de promisión donde habrán de cumplirse los
ideales de justicia que él describió en el Nuevo Testamento de su doctrina: EL
CAPITAL. El comunismo no ha triunfado en ninguna parte por su desarrollo
económico, sino por sus promesas espirituales. En Rusia se rompió toda la
dialéctica marxista porque en un pueblo de economía medioeval se impuso un
movimiento comunista, rompiendo todos los itinerarios teóricos. El socialismo
científico, convertido en una verdadera religión, con su Dios —el Padrecito
Lenín,— ha venido imperando en el vasto dominio de los Zares. Y es que la
humanidad ha sido pasmosamente propicia a todas las doctrinas “que levantan su
templo sobre alturas espirituales”. (Pág. 192-193)
El materialismo histórico se cifra sobre este postulado que enunciaban
Marx y Engels en el Manifiesto Comunista: “La historia de toda la sociedad
hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases”. La
realidad humana le demuestra al observador menos atento que existen otros
antagonismos: antagonismos religiosos; antagonismos nacionalistas; antagonismos
raciales; antagonismos sentimentales; lucha biológica de generaciones. El
marxismo es una escuela que trata de resolver todos los problemas dentro de una
avalancha vengativa. Marx! es el mayor acumulador de odio que ha existido
después de Lutero. La lucha de clases es la doctrina catastrófica de la
venganza social. Marx se encerró en la Biblioteca de Londres a recoger todos
los casos de iniquidad o de injusticia que se hubieran cometido en la historia
humana contra las viudas, las empleadas, los huérfanos, las clases proletarias
y sistematizó todos estos datos para producir una tempestad de cólera en los
desheredados contra los capitalistas, los burgueses y los ricos.
De esta herejía es responsable la economía liberal que dividió la
sociedad en clases. De la Revolución Francesa arranca esta terrible guerra
social, donde los unos no quieren abdicar nada y los otros nada respetan. El
Estado cristiano congregaba a los hombres por sus oficios; el Estado liberal
por su clase; el primero realizó la paz social; el segundo la guerra.
Esta ruptura del lazo social, cuyas causas filosóficas están a la vista,
nos está indicando el único remedio inmediato y saludable: la reclasificación
de los elementos sociales. La fiebre producida por una fractura no es posible
tratarla sino juntando primero los miembros dislocados. Uno de los espíritus
más clarividentes de su siglo, el Marqués de la Tour Du-Pin, escribía en 1.887:
"Se dice comunmente que no hay sino clases y se quiere decir con
aquello que no deben existir más castas: no las hubo nunca en la civilización
cristiana, cuando todos los órdenes del Estado estaban abiertos al mérito por
la vía de los servicios públicos. Congregar a los hombres en el orden
religioso, económico y político, no solamente según el domicilio, sino también
según la profesión, restableciendo en religión la confraternidad, en economía
la corporación, en política la representación de intereses, el REGIMEN
CORPORATIVO en una palabra, con todos sus principios y todas sus consecuencias,
tal parece que debe ser el fin inmediato de la política social”.
Toda sociedad fundada sobre un régimen de clases prepara naturalmente su
ruina. El deber de los tiempos nuevos es renovar los vínculos sociales, en vez
de quebrantarlos.
El partido nacional que realizó en Colombia una completa transformación
política imponiendo como postulados nacionales sus grandes principios
animadores: el proteccionismo, el centralismo, la república plebiscitaria, la
paz de las conciencias, no ha sabido evolucionar suficientemente en cuestiones
sociales. A nuestras derechas les falta una política proselitista. Dueñas de la
inmensa mayoría de las masas campesinas, muy poco han hecho por conquistarse
las masas urbanas. El obrero es el elemento político por excelencia. Sin una
política social no puede aspirarse hoy a conquistar el poder o a conservarlo.
Las clases socialmente dominantes no saben sino ceder a la amenaza y son generalmente
el dócil instrumento de los gobiernos. Para la oposición son totalmente nulas.
Los que todo lo tienen sólo aspiran al goce del binestar acumualado y la
oposición necesita masas acostumbradas a la intemperie. En Europa los partidos
que llevan las banderas de las justas reivindicaciones obreras son los partidos
nacionalistas y católicos. El sereno y reflexivo Van Zeeland, jefe de los
católicos belgas, decía recientemente:
“Es indispensable practicar una política social tan avanzada como sea
posible. No se trata solamente de un imperativo de justicia, sino de una
necesidad de hecho. Es preciso ir sobre la vía del progreso social tan lejos
como lo permita la salvaguardia del progreso económico, sin el cual
el mismo progreso social
llegaría a ser imposible”. (Pág. 194-196)
Afirmándose en el ejemplo de los grandes constructores espirituales y políticos
de nuestro siglo, desde Mussolini hasta Pío XI, las derechas colombianas no
deben aparecer como intendentes de la burguesía capitalista. Es preciso ir
hacia el pueblo sin orgullos intelectuales. Hay que luchar por la redención de
los humildes, por el alza gradual de los salarios, por las leyes que protegen
al obrero, al funcionario, al empleado. La Iglesia cristiana, debe estar con el
pueblo obrero, que está amenazado espiritual mente por los mayores peligros y
se intoxica con los venenos mortíferos del ateísmo. En la juventud europea ha
aparecido una nueva noción de la empresa social del cristianismo. Los seres
selectos de esta juventud están francamente orientados en contra del
capitalismo y del espíritu burgués. La burguesía se asocia siempre a los
vencedores; claudica ante los poderosos. El partido conservador aparece hoy
como el defensor de todos los privilegios, no siendo este ni su programa, ni su
espíritu. El pueblo y la juventud deben ser los macizos fundamentos de una
política de derechas vigorosamente anclada en el porvenir. Hay que prometer a
las masas realidades concretas, alimenticias, y estar dispuestos a pagar con la
vida la fidelidad de estas promesas. El deber de las derechas colombianas es no
colocar nunca al obrero y al campesino en un conflicto entre sus ideas y sus
intereses. No es preciso dirigir al proletariado contra el capitalismo en una
antítesis puramente oratoria, sino hacer desaparecer al proletariado exaltando
su condición. Debemos aspirar a mantener al colombiano en el campo, dándole al
trabajo rural ventajas semejantes a las del trabajo urbano. Es necesario que la
vida llegue a ser agradable en los centros agrarios haciendo llegar hasta ellos
las ventajas de la ciudad, sin ninguno de sus peligros. Hay que facilitar la
adquisición y la defensa de la pequeña propiedad, del pequeño comercio y de la
pequeña industria; hay que proteger las aldeas, por la concesión de créditos municipales
y otras medidas tendientes a desenvolver el progreso de las aglomeraciones
urbanas limitadas; hay que favorecer la policultura, con la enseñanza y con el
crédito; hay que dictar leyes sociales adecuadas que progresivamente
establezcan un régimen de justicia, comprendiendo la organización del
corporativismo libre, de base confesional o neutra; hay que luchar por el
salario familiar o vital, aboliendo en cuanto sea posible el trabajo nocturno,
protegiendo la maternidad y las grandes familias, los seguros sociales de toda
especie; hay que fomentar las habitaciones obreras, los consejos de empresa,
compuestos de obreros y patronos, estimular en fin, todas las industrias que
proclamen el objetivo superior de la organización del trabajo nacional. Nuestro
esfuerzo debe dirigirse a destruir la esclavitud del salario y del mal
alojamiento; poner a disposición del cultivador la energía eléctrica; asegurar
buenos aprovisionamientos de agua; irrigar y drenar; abrir y sostener
permanentemente vías de comunicación que desarrollen la agricultura y el
comercio;
generalizar el cinematógrafo y el radio. Es preciso hacer del obrero
agrícola un propietario, substituyendo a los asalariados rurales por
explotadores libres que se aprovechen poco a poco de los progresos realizados
en la vasta explotación de carácter técnico. Conviene que el colombiano tenga
interés en permanecer en la tierra. No fué para mantener las injusticias
sociales para lo que vino Dios a morir entre los hombres.
Durante mucho tiempo se creyó que el industrialismo americano, con las
ingenuas teorías sociales de Ford, podía ser una bandera de combate contra el
comunismo internacional. Fué entonces cuando Driue de la Rocheau lanzó su
fórmula famosa: “Moscú o Detroit”. Esta concepción política tenía el defecto
supremo de poner on conflicto dos materialismos: el de la miseria y el de la
riqueza. El fracaso de la civilización maquinizada nos volvió a la norma justa:
“Roma o Moscú”. Más que de la obra grandiosa de Mussolini se trata de los
valores espirituales individualizados en la historia del pensamiento y de la
política por la ciudad de los cesares y de los pontífices, que arrancó a un
visitante hiperbóreo esta expresión magnífica: “Roma, tú eres verdaderamente un
mundo”.
Contra el desolado materialismo comunista Roma encarna la hegemonía de
los valores eternos. Como lo ha expresado Maritain, en lino de sus libros más
bellos y profundos, “a la supuesta supremacía de la materia no son solamente
los derechos de la inteligencia y de la razón lo que es preciso oponer, sino la
supremacía de la divina gracia, la primacía de lo espiritual. Las soluciones
intermedias pasan a la retaguardia, el hombre aparecerá en lo sucesivo
solicitado por los dos extremos: la carne y el espíritu, en el sentido que San
Pablo daba a esta frase,— un puro materialismo, infra-humano, y una vida
divina, supra-humana; este conflicto es característico de la época en la cual
ha entrado la humanidad. Es preciso, si no queremos perecer, que la razón se
someta a Dios que es espíritu, y a todo el orden espiritual instituido por El”.
Con nuestra voluntad o sin ella es en este terreno donde hay que situar
el dramático conflicto de nuestra época. Hace medio siglo que los liberales de
Colombia militaban bajo las banderas del utilitarismo, en la propia forma que
hoy en tropa su ala izquierda en el materialismo dialéctico. En todas partes la
absorción del poder espiritual en lo temporal.
Llamo movimientos de derechas a todos los que aceptan una base idealista,
espiritual o religiosa, a los que creen en un orden moral que supera y gobierna
el orden político. La izquierda es la negación de esta jerarquía de valores
sobrepuestos, causa y origen de todos los errores sociales y políticos. El
materialismo histórico, reconociendo únicamente los derechos de la fuerza,
practica en todos los continentes una táctica terrorista, persigue y oprime.
Por esto las derechas han tenido que adoptar también un método internacional de
defensa. Así se explica la intervención de Italia y Alemania en la península
española amenazada por el comunismo. El triunfo de las izquierdas representa el
fin de la cultura humana: pensamiento, arte, ciencia, patria, familia, todo lo
que levanta al hombre sobre el nivel de la corteza terrestre está en peligro.
Las actitudes intermedias favorecen a la revolución. Quien no está hoy con las
derechas, aceptando todas las consecuencias, es un mensajero del caos. No es
posible eludir el inexorable dilema, La historia no tiene burladeros. Nacimos
en una época turbada y nuestro deber es permanecer heroicamente en el sitio que
nos señaló el destino. Delante de este horizonte siniestro la inteligencia
humana debe hacer un esfuerzo supremo antes de naufragar. A nombre de la razón
y de la naturaleza, declara Maurrás, conforme a las viejas leyes del universo,
por la salud del orden, por la duración y el progreso de una civilización
amenazada, todas las esperanzas flotan sobre el navío de una Contra-Revolución.
(Pág. 199-203)
Lo que le dá una particular ardentía a nuestras luchas políticas es el
sistemático abandono de los deberes cívicos. Pasadas las elecciones los
partidos se disuelven prácticamente, para organizarse como las vírgenes necias
cuando ya no hay tiempo de cargar el aceite. En sesenta días de agitación y de
violencia tratan de recuperar el tiempo perdido en largos meses de reprobable
molicie. Por esto cada elección es una descarga eléctrica. Solamente pueden
aspirar al reino de la justicia las colectividades que han aderezado con
oportunidad sus lámparas. En las naciones civilizadas, con tradición política,
los partidos mantienen una organización permanente. Un partido consciente de
sus responsabilidades debe ser al propio tiempo una universidad y una escuela.
A las masas hay que educarlas para la acción, si no queremos que continúen
siendo montoneras anárquicas. (Pág. 210)
Fracasados en Colombia los métodos democráticos, las derechas tienen que
infundirles a las masas un estado de alma prócer si aspiran a tener vigencia
histórica. Es más, sólo les queda éste dilema: o manejar los sistemas políticos
de lucha moderna mejor que sus adversarios o perecer. A la violencia de las
izquierdas hay que oponerle la violencia de las derechas. Nuestras mayorías son
siempre impotentes; las otras siempre dañinas.
Es una equivocación pensar que un elector de derechas vale lo mismo que
un elector de izquierdas. La demagogia urbana actúa no sólo con la fuerza de
sus votos sino también con su falta absoluta de escrúpulos, evitando el
sufragio de sus adversarios. Los conservadores son ordinariamente tímidos,
retroceden ante la actividad explosiva de liberales y socialistas.
En Colombia existe una mayoría aldeana y campesina oprimida por una
demagogia urbana. En esta forma no es posible concurrir eficazmente a las
urnas. Por eso es preciso modificar la táctica. Hay que darles incremento a los
equipos de ataque de los partidos conservadores, para romper el más fuerte y
poderoso silogismo de las izquierdas: el terror en las calles, en los talleres,
en las salas donde se celebran los mítines. “Sólo mediante este contraterror,
—lo ha expresado y demostrado magistralmente Hitler,— enmudecería la eterna amenaza
de los puños del proletariado y el dominio de las calles. Sólo con sus propias
armas puede ser derrotada la dictadura roja”.
No es posible presentarse a un plebiscito político con un electorado
inerme, cuando se tiene la certidumbre de que el adversario hará uso de la
fuerza. La iniquidad perentoria del régimen ha venido creando una sensibilidad
de derechas en el partido conservador. Las masas desencantadas de las
actividades democráticas terminarán por buscar en los métodos fascistas la
reivindicación de los derechos conculcados. (Pág.- 215-216)
Las últimas elecciones fueron un auténtico Waterloo para el
conservatismo, por falta de una doctrina y de un método. La ideología liberal y
democrática, prestada a los adversarios, carece en nuestros días de fuerza y de
color. Fierre Gaxotte ha escrito: “El plebiscito del Sa- rre es revelador desde
este punto de vista. No se había invitado a los electores a decidir entre
Francia y Alemania, sino entre el pensamiento político significado por la
Sociedad de las Naciones y el hitlerismo. Nosotros representamos la democracia,
la libertad, el derecho del pueblo, la Sociedad de las Naciones, la Internacional,
el progreso, el porvenir, la liberación etc. . . Del otro lado están el
nacionalismo, la disciplina, la obediencia y la dictadura. En la proporción del
90%, los electores fueron al nacionalismo, a la disciplina, a la obediencia y a
la dictadura. Esas son las ideas que, en la Europa del siglo XX, representan
las ideas-fuerzas. Ellas son las que actúan y conquistan. La ideología
revolucionaria y democrática está en retirada”. (Pág. 219)
El idilio democrático liberal del siglo XIX ha terminado. Las sombras
llegaron ya para muchos países y se aproximan para nosotros. Fué el alma
torturada de Carlos Luis Philippe, quien lanzó el grito impresionante: Ha
concluido la dulzura de vivir. Han llegado los tiempos de pasión. Nietzsche y
Jorge Sorel han contagiado todos los espíritus con la apología de la violencia.
Quien no se coloca a la altura de los tiempos desaparece fatalmente. Tomás Man
ha declarado: “Es desconocer profundamente a la juventud el creer que siente
placer con la libertad. El placer más profundo de la juventud está en la
obediencia”. Nietzsche describe así el tipo de la Grecia clásica, que es la
personalidad humana fascista:
“Las apreciaciones de valores de la aristocracia guerrera se fundan en
una constitución corporal vigorosa y en floreciente salud, amén de aquello que
es necesario al entrenamiento de tan desbordante vigor; la guerra, las
aventuras, la caza, los bailes, los juegos y ejercicios físicos, y, en general,
cuanto implica actividad robusta, libre y jocunda”.
De todo esto se nutre la política en nuestra época La juventud va a las
extremas porque allí hay disciplina, uniforme, violencia, sentido deportivo de
la vida. Las secciones de asalto del hitlerismo parecen un gimnasio griego. En
el fascismo y sus derivados triunfan las virtudes agnósticas, el anhelo de
lucha, el deseo de superación, el afán de rebasarse a sí mismo. Mussolini y Hitlcr son los superhombres de Zaratustra.
Heredero de la filosofía guerrera de Nietzsche fue el socialista Jorge
Sorel. Se ha demostrado perfectamente que las tesis del sorelismo engendran el
comunismo y el sindicalismo revolucionario, tanto como sus antídotos, el
fascismo y el nacional-socialismo. Sólo la violencia es creadora, pero ésta no
es posible sino creando un estado de alma épico, de los que no producen sino la
religión, la gloria o un gran mito político. “No habría jamás grandes hazañas
en la guerra si cada soldado, aún procediendo como individualidad heroica,
pretendiese recibir recompensa adecuada a su mérito. Cuando se envía una
columna al asalto, los
individuos que van a su frente saben que se los envía a perecer y que la gloria
será para aquellos que, trepando por sus cadáveres, entren en la plaza enemiga:
sin embargo, no piensan en injusticia tanta y siguen adelante”. Y Renán había
dicho: “No se forma al soldado ofreciéndole recompensas temporales. Necesita la
inmortalidad. A falta del paraíso tienen la gloria, que es una manera de
inmortalidad”. La violencia iluminada por el mito de una patria bella y
heroica, es lo único que puede crearnos una alternativa favorable en las
grandes luchas del futuro.
Por esto uno de los ideales supremos de la derecha es hacer de Colombia
la primer potencia militar del continente. Debemos ganarnos, conquistarnos el
ejército, por medio de una paciente tarea de atracción, rodeándolo de respeto,
votando y aumentando los presupuestos de guerra. Bolívar no
fué un civilista de casaca.
Cuando evocamos el nombre del Libertador no exaltamos la figura
estatuaria que decora nuestras plazas, sino el sentimiento heroico de la niñez
y de la juventud. En cada hombre hay la posibilidad de un Libertador, si logran
despertarse sus virtudes latentes. Bruto oía en la sombra las voces secretas de
sus antepasados claman tes en el silencio del mármol. Hablamos para los héroes
ocultos que nos leen en el recogimiento de la noche. Colombia los está esperando. (Peg- 223-224)
La frase NO HAY ENEMIGOS A LA DERECHA, no es un principio doctrinario
sino una norma táctica. El partido conservador no conquistará el poder como
partido político sino como centro de un movimiento contrarevolucionario. Mi
ideal es un político que realice en Colombia lo que está operando en Francia
Joaquín Do- riot, quien ha organizado la resistencia contra la penetración
soviética agrupando todos los partidos de carácter nacional. En torno de aquel
socialista renegado se agrupan hoy sus antiguos adherentes, la federación
republicana de Francia, el partido agrario, y los grupos nacionalistas de la
Acción Francesa. Mañana vendrá el partido social francés del fracasado coronel
La Rocque y el ala derecha del radicalismo socialista. Después . . . . la
Victoria. Núñez no obró de manera distinta. Los partidos que no están en el
poder deben formar únicamente carteles de oposición. Hay que eliminar todo lo
que nos divida y afirmar todo lo que nos una. No llegaremos al gobierno sino
cuando militen en el mismo campamento, para una gran campaña nacional contra
las izquierdas ya maduras, el partido conservador, las derechas, las corrientes
moderadas del liberalismo y el año decisivo. Preparar este momento supremo es
la misión política de la juventud. El futuro es de los que no desesperan ni se
cansan. (Pág.- 225)
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