Reseña del libro No hay enemigos a la derecha de Silvio Villegas:
El libro de Silvio Villegas, No hay enemigos a la derecha, que tiene por subtitulo materiales
para una teoría del nacionalismo, resulta hoy día más actual que nunca, y
especialmente para todos aquellos familiarizados con la situación actual de la
derecha colombiana, que no ha cesado de hundirse en un marasmo sin retorno
desde el asesinato de Álvaro Gómez. Este libro, que es una compilación de
ensayos únicos, donde el tema central es el futuro de la derecha colombiana y
del partido conservador, resulta bastante esclarecedor, no solo de un periodo
de la historia especifica de nuestro país, Colombia, y del movimiento de los
Leopardos, al cual perteneció Silvio Villegas, sino que también rebela – de
forma bastante honesta – las falencias de una derecha conservadora que cada vez
se diferenciaba menos de sus adversarios políticos y tendía a pactar con ellos.
Silvio Villegas, por el contrario, alza los estandartes de una resistencia
radical, criticando los desvíos del partido conservador colombiano, que
impulsados por las tácticas de resistencia pacífica de Laureano Gómez (copiadas
de Gandhi), resultaban insuficientes en un momento de crisis mundial y avance
del comunismo. Frente a esto, Villegas opone el nacionalismo integral
maurrasiano y de la Acción Francesa.
En momentos
en que la realidad humana y social estaba marcada por el hundimiento de los
principios liberales y la crisis de la democracia, la propuesta del
nacionalismo integral de Silvio Villegas resultaba cada vez más tentadora,
especialmente en una realidad como la colombiana donde el Estado siempre ha
carecido de los medios para controlar su territorio. Villegas nos habla de que
su “movimiento era esencialmente
contrarrevolucionario. Ante el avance del comunismo encontramos un Estado
débil, sin más programa que ceder ante las amenazas de la revolución.
Aspirábamos a restaurar la autoridad a su primitivo prestigio, renovando los
métodos de acción política” (pág. 79). Realidad que no ha cambiado mucho hoy y
que de hecho ha empeorado en los últimos tiempos.
Además, gran parte del libro, Villegas lo dedica a exponer la influencia
de Maurras en los círculos contrarrevolucionarios de la época y como las
teorías del positivismo deben inspirar la nueva reacción contra la revolución
social promovida por las bandas montoneras de anarquistas y comunistas. Es así
como el nuevo pensamiento contrarrevolucionario, que tendría a su máximo
exponente moderno en el movimiento de Acción
Francesa, sería el punto de partida de una nueva praxis social y política.
Las bases teóricas de Silvio Villegas, por supuesto, nos recuerdan que nos encontramos
frente a un tradicionalismo de izquierdas, que no parte de la teología política
franco-española o el esteticismo romántico, sino del positivismo comtiano y el
pensamiento nacionalista francés adaptado a él. Diferencia que es importante
tener en cuenta, como muy bien nos recuerda Rafael Gambra, quien en su libro
sobre la Monarquía Social y
representativa, diferencia entre una contrarrevolución de derechas que
tendría su origen en Joseph de Maistre y Bonald, y otra contrarrevolución de
izquierdas que tendría su origen en el positivismo filosófico de Comte, Taine,
Maurras y Paul Bourget (1). Por la cantidad de autores y citas usadas en sus
ensayos, resulta obvio que Silvio Villegas pertenece a esta última corriente: “Los grandes escritores positivistas
del siglo XIX partieron de un principio diametralmente contrario a la Iglesia
Católica: la negación de todo orden sobrenatural. Pero a medida que progresaron
en conocimientos y avanzaron en sabiduría terminaron por reconocer los
beneficios sociales y morales del catolicismo” (pág. 20). Resultando ésta ser
nuestra primera divergencia con el pensamiento del autor, pues para nosotros la
crítica teológico política de la contrarrevolución derechista resulta mucho más
radical y firme que las mezclas malsanas nacidas del positivismo decimonónico,
que por cierto nació y murió con él.
Otro punto en el que divergimos con las tesis de Silvio Villegas es su
defensa a ultranza de Simón Bolívar, que para él es el origen de una sociedad
señorial basada en los principios aristocráticos y jerárquicos: “Bolívar no es tan sólo el creador de un continente,
un guerrero genial, y un estadista de vigorosa escuela cesárea, sino un
pensador político supremo” (pág. 43). O cuando dice que “Bolívar, a
quien nadie le discutirá su título de precursor del conservatismo colombiano,
trató de establecer en América una especie de república lacedemónica,
atemperada y autoritaria” (pág. 90), o también refiriéndose a que “lo
que predican propiamente nuestras derechas es un retorno a los ideales
bolivarianos, la necesidad de reconstruir el orden y la autoridad en un país
amenazado por el caos” (pág. 111). Frases que sin duda chocan con la imagen que
hoy se ha formado del bolivarianismo, agitado por la izquierda chavista
venezolana como ideal de emancipación del continente latinoamericano. Esta idea
de un Bolívar azul, que fue defendida por múltiples conservadores colombianos
desde finales del siglo XIX como Miguel Antonio Caro, nos resulta tan
fantasiosa como la imagen de un Bolívar rojo expuesta hoy por el ya fallecido
Hugo Chávez. A pesar de unos origines propiamente revolucionarios, inspirados
en la Ilustración y en el naturalismo roussoniano de su maestro Simón Rodríguez,
es cierto que al final de su vida Simón Bolívar intento retornar a una sociedad
señorial hispana (a la cual había en su juventud contribuido a liquidar), prohibió
la masonería y restableció las relaciones del Estado colombiano con la Iglesia Católica,
que explican por qué los conservadores colombianos tomaron afición a su imagen
como símbolo de su partido político (2). Imagen que no deja de ser paradójica,
especialmente en su deseo de instaurar un cesarismo autocrático (quizás
necesario) en unos pueblos anarquizados por toda una serie de elementos
externos a ellos como la democracia, el liberalismo, el comunismo, la masonería
y la globalización.
Por otro lado, sus críticas a la realidad social, las necesidades de un
nacionalismo económico, los peligros de la descristianización, el retorno al
campo, la desarticulación de las ciudades, la condena de la industrialización,
el corporativismo, el regionalismo y el rescate de un principio heroico y sacro
de la vida resultan bastante actuales. Sobre todo, su llamado a construir un
partido político fuerte que prepare a las masas, las encuadre en escuadras de
lucha y las entrene como soldados para resistir al caos: “Un partido consciente de sus
responsabilidades debe ser al propio tiempo una universidad y una escuela. A
las masas hay que educarlas para la acción, si no queremos que continúen siendo
montoneras anárquicas” (pág. 210). Recordando la acción del socialista renegado,
Jacques Doriot, que abandonó el partido comunista para unirse al fascismo
francés, Villegas refiere que la acción de un partido es su capacidad para unir
a su alrededor a todos los disidentes, esperando su momento con paciencia: “Los
partidos que no están en el poder deben formar únicamente carteles de oposición.
Hay que eliminar todo lo que nos divida y afirmar todo lo que nos una. No
llegaremos al gobierno sino cuando militen en el mismo campamento, para una
gran campaña nacional contra las izquierdas ya maduras, el partido conservador,
las derechas, las corrientes moderadas del liberalismo y el año decisivo.
Preparar este momento supremo es la misión política de la juventud. El futuro
es de los que no desesperan ni se cansan” (pág. 225). Todos estos llamados,
alrededor de un núcleo, una doctrina, y un medio, un método, para conquistar el
poder, resultan hoy día más necesarios que nunca, especialmente en un mundo
donde los partidos políticos ya han perdido sus principios propios y se
asimilan cada vez más los unos a los otros en un mundo derivado del pensamiento
único, el relativismo y el postmodernismo.
Ahora bien, otros elementos interesantes en la obra de Silvio Villegas, giran
alrededor de su defensa de una economía nacional autónoma que no se entregue a
los poderes y amenazas de las plutocracias democráticas, convirtiéndose en
simples colonias exportadoras de materias primas: “Los países de la América
intertropical, seducidos por el espejismo de la riqueza, por la urgencia de
quemar etapas económicas, o guiados por la codicia de sus estadistas vendidos,
han entregado sus industrias y sus riquezas naturales, convirtiéndose
lentamente en simples colonias” (pág. 136), y este llamado, hecho en los años
treinta resulta mucho más revelador que las posteriores teorías de la
dependencia desarrolladas por los marxistas. Silvio Villegas, siguiendo la
estela de Mussolini y Pio XI, ve con claridad que “las derechas colombianas no
deben aparecer como intendentes de la burguesía capitalista. Es preciso ir
hacia el pueblo sin orgullos intelectuales. Hay que luchar por la redención de
los humildes, por el alza gradual de los salarios, por las leyes que protegen
al obrero, al funcionario, al empleado. La Iglesia cristiana, debe estar con el
pueblo obrero, que está amenazado espiritualmente por los mayores peligros y se
intoxica con los venenos mortíferos del ateísmo... Hay que prometer a las masas
realidades concretas, alimenticias, y estar dispuestos a pagar con la vida la
fidelidad de estas promesas” (pág. 199). En lugar de entregar las conciencias a
un capitalismo salvaje o caer en la falsa antítesis entre capitalismo contra
comunismo, Villegas sostiene un retorno al corporativismo de corte fascista y a
la doctrina social de la Iglesia, siendo en esto un tanto profundo
anticapitalista como un anticomunista: “Fué entonces cuando Driue de la Rocheau
lanzó su fórmula famosa: “Moscú o Detroit”. Esta concepción política tenía el
defecto supremo de poner en conflicto dos materialismos: el de la miseria y el
de la riqueza. El fracaso de la civilización maquinizada nos volvió a la norma
justa: “Roma o Moscú” (pág. 201). Criticó al mismo tiempo el maquinismo, el
utilitarismo, el liberalismo y el comunismo, Silvio Villegas ve, que, a través
de la racionalización de la sociedad por medio de la economía, se destruye la
esencia de un pueblo, su espíritu, su cultura y su nacionalidad.
También resultan de
interés sus críticas al centralismo, su defensa de un autonomismo regionalista,
una descentralización económica y política que se ajuste más a las realidades
sociales colombianas, fuertemente marcadas por una geografía quebrada y una
diversidad de pueblos, culturas y razas. “El problema de la autonomía de las
provincias”, escribe Silvio Villegas, “no es sino un episodio en la clásica
lucha entre las clases productivas y las consumidoras. El fenómeno de la gran
ciudad es un fenómeno de decadencia. Toda producción es rural, campesina. La
política económica del país viene orientada en los últimos tiempos en el
sentido de vigorizar un núcleo urbano donde se centralizan todos los poderes
con detrimento de la provincia, único agente de la riqueza nacional.
Debilitando las raíces económicas, por medio del centralismo, la entidad
colombiana trabaja su propia destrucción” (pág. 153). En este sentido, “el
regionalismo ha hecho la grandeza nacional y es el único agente efectivo de su
riqueza... El regionalismo es el arquitecto de la propiedad común, el que ha
creado nuestras Industrias, defendiendo la economía productora de las
confiscaciones constantes del poder central. El regionalismo arraigó la familia
colombiana en el suelo de los ancestros, vivificando el concepto orgánico de la
patria. El movimiento autonomista puede darle al pueblo colombiano un
repertorio de ideas nacionales, capaz de ensanchar el reducido horizonte de las
aspiraciones de casta o de partido” (pág. 161). Y ataca de modo decisivo todo
intento moderno de crear un estado burocrático, impersonal e igualitario, algo
que solo ha ido avanzando en Colombia bajo la existencia de todas las
administraciones políticas, sean estas de izquierda o derecha: “Como lo ha
escrito Roberto Aron, es loco confiar al Estado, gigante anónimo y abstracto,
el cuidado de los gastos concretos que encadenan la suerte de las regiones y de
los ciudadanos” (pág. 153). Y esto combinado con su fuerte carácter agrario y
su glorificación de la vida campesina, que, contraria a la vida citadina, ve
como un fenómeno de decadencia cultural y espiritual, siguiendo a Oswald
Spengler. Ante la inminente masificación y modernización de Colombia,
especialmente de Bogotá, que ya Silvio Villegas teme, opone una vida arraigada
en el campo: “Desde los tiempos de la Colonia, lejos de las ciudades, fuera de
la historia, millones de hombres, en el trabajo oscuro de los campos, han
venido construyendo la grandeza nacional. Si se olvida esa humilde, pero
múltiple actividad, no podremos entender nunca las inesperadas renovaciones de
nuestra vida civil. La verdad profunda es que la riqueza, la entraña de la nación,
está en los campos; tenemos una república esencialmente agrícola. Todas
nuestras orientaciones legales y constitucionales deben estar calculadas sobre
este hecho inevitable. Colombia es urbana y no citadina” (pág. 152). Estas
palabras resultan proféticas, y más aún hoy donde nuestras ciudades se han
convertido en grandes campos de concentración, en cuyos cinturones y límites se
acumulan la pobreza, el desarraigo, la inmoralidad, la criminalidad y la muerte
cultural. Teniendo como contrapartida el crecimiento de las ciudades la
caotización del campo, convertido en una selva negra poblada de guerrillas,
narcotráfico, violencia, pobreza y migración masiva a las ciudades, mientras
miles de hectáreas son entregadas a la industria de la droga, la minería y la
agroindustria. En lugar de ello, Silvio Villegas veía en el campesino la sangre
que renovaría nuestra vida nacional.
Por último, en esta
sociedad donde el orden civil se ha descompuesto, pasando de la violencia
política a la violencia civil general sin reglas, resultan muy vigentes las
ideas de Silvio Villegas acerca de la autodefensa y la violencia ejercida con
fines políticos contra los enemigos más encarnizados del sistema. Allí donde el
Estado burgués, que ha caído en la modorra y es incapaz de asegurar la justicia
para sus ciudadanos, Silvio Villegas propone la creación de grupos de asalto
para enfrentar a la izquierda abiertamente y permitir a los conservadores
ejercer sus ideas políticas con seguridad: “Fracasados en Colombia los métodos
democráticos, las derechas tienen que infundirles a las masas un estado de alma
prócer si aspiran a tener vigencia histórica. Es más, sólo les queda éste
dilema: o manejar los sistemas políticos de lucha moderna mejor que sus
adversarios o perecer. A la violencia de las izquierdas hay que oponerle la
violencia de las derechas. Nuestras mayorías son siempre impotentes; las otras
siempre dañinas” (pág. 215). Opuesto a las políticas pacifistas de Laureano Gómez,
que llamaban a una resistencia civilista dentro de las leyes de un Estado
opresor, dominado por un enemigo acérrimo, Silvio Villegas comenta que “es una
equivocación pensar que un elector de derechas vale lo mismo que un elector de
izquierdas. La demagogia urbana actúa no sólo con la fuerza de sus votos sino
también con su falta absoluta de escrúpulos, evitando el sufragio de sus
adversarios. Los conservadores son ordinariamente tímidos, retroceden ante la
actividad explosiva de liberales y socialistas”. Y luego complementa que “en
Colombia existe una mayoría aldeana y campesina oprimida por una demagogia
urbana. En esta forma no es posible concurrir eficazmente a las urnas. Por eso
es preciso modificar la táctica. Hay que darles incremento a los equipos de
ataque de los partidos conservadores, para romper el más fuerte y poderoso
silogismo de las izquierdas: el terror en las calles, en los talleres, en las
salas donde se celebran los mítines” (pág. 216). Este encuadramiento de grupos
de autodefensa y lucha, que parecerían muy anacrónicos y quizás pertenecientes
a un mundo pasado de moda, resultan hoy cada vez más atractivos, especialmente
cuando la izquierda se organiza para destruir nuestra patria y entregarnos al
globalismo. Con todo, este libro de Silvio Villegas resulta bastante útil,
especialmente en una Colombia donde los partidos políticos se han hundido y el
espectro de elecciones se ha estrechado. Ahora que la clase dominante y la élite
colombiana han perdido todo interés en defender la nación, y se han entregado
con los brazos abiertos a la globalización, donde la izquierda se ha vuelto
progresista e igualmente defiende un discurso hegemónico capitalista, nos
encontramos frente a un reacio anticapitalismo, anticomunismo, agrarismo, regionalismo y
nacionalismo que sería un antídoto a toda esta podredumbre postmoderna. Este
libro podría marcar los nuevos derroteros de una derecha colombiana renovada
por el brío de la lucha radical hacia un sistema que se hunde. Ante todo, Silvio
Villegas nos dice: “El porvenir nos dará la razón porque representamos una
doctrina coherente, organizada y lógica que tiene una solución propia frente a
todos los problemas del universo. A la herejía marxista no puede oponérsele
sino una doctrina de bronce; a la violencia de las izquierdas la
contrarrevolución del orden. Las especies híbridas están llamadas a
desaparecer: la sagaz naturaleza las ha hecho infecundas” (pág. 86).
Notas:
1. Rafael Gambra, Monarquía social y representativa, Rialp, Madrid, 1954, pág. 22-23.
2. Para ver una imagen menos favorable y crítica de la
figura de Bolívar, desde una perspectiva de Tercera Posición, como un agente
del imperialismo británico, destructor de la unidad hispánica y sus frustrados
intentos, al final de su vida, para restablecer el orden, consultar el libro de
Luis Corsi Otálora, Bolívar, el impacto
del desarraigo, Ediciones Tercer Mundo, 1983.
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