El nacionalismo económico (*)
Por Silvio Villegas
Uno de los
temas más deformados en la América Latina han sido sus funciones de relación
con los Estados Unidos. Durante mucho tiempo este negocio se estudió con un
criterio romántico, ajeno a toda realidad económica. Nuestros grandes líricos,
predecían en yambos inflamados la ruina de la Nueva Babilonia. Fue Bryan, el secretario de estado del
presidente Wilson, de noble talento oratorio, quien planteó por primera vez el
problema en su verdadero terreno cuando habló de la “diplomacia del dólar”,
agregando que el capital extranjero había sido muchas veces un elemento
perturbador en la América India. En nuestro tiempo toda diplomacia es negocio y
todo negocio es diplomacia. Todas las naciones libres del continente, desde
Méjico hasta la Argentina, están amenazadas, en mayor o menor grado, por el
imperialismo de la riqueza, por lo que Spengler llamaba la economía
conquistadora, que se alimenta y vive de la economía productora, reduciéndola a
tributo o robándola. El capital extranjero ha realizado ambas cosas entre
nosotros.
La
civilización tiene el deber de conservar las riquezas inexploradas de la tierra,
reservas destinadas a las generaciones futuras, y de defender las que están en
producción, contra la exploración imprudente, lo mismo que protege todas las
razas y nacionalidades contra las formas de concurrencia que signifiquen una
amenaza para sus intereses vitales. Los
países de la América intertropical, seducidos por el espejismo de la riqueza,
por la urgencia de quemar etapas económicas, o guiados por la codicia de sus
estadistas vendidos, han entregado sus industrias y sus riquezas naturales, convirtiéndose
lentamente en simples colonias. El caso de Cuba es clásico. La enajenación del
patrimonio de aquella isla fue consecuencia de aquellos años de orgía
financiera que duraron algo más que la guerra europea y que en Cuba se conoce
dolorosamente, como entre nosotros, con el título de la danza de los millones.
Con el aumento inesperado del precio del azúcar, en un período de inflación,
todos los cubanos se sintieron ricos y empezaron a contraer deudas inmoderadas.
De la noche a la mañana todos se encontraron millonarios, pero llegó el día del
despertar, y entonces, por conducto de los americanos, todas las propiedades de
Cuba y su inmensa riqueza azucarera pasaron a poder de los bancos hipotecarios
extranjeros, quedando los dueños de antes en condición de simples mayordomos.
El National City Bank, verdadero brazo derecho del imperialismo del Norte, fue
el hábil intermediario. Los obreros y trabajadores cubanos fueron reemplazados
por el trabajo degradado y barato de los negros de Jamaica y de Haití, y la
pobreza en los de arriba y la miseria en los de abajo fue la trágica resultante
de aquel período crítico.
En un libro ya histórico, publicado en los propios Estados Unidos, “La
Diplomacia del Dólar”, queda establecido con hechos ineluctables que con la
entrada del National
City Bank en Haití fue cuando la intervención del Departamento de Estado se
convirtió en una política definida. En 1881 el Banco Nacional de Haití, fundado
con capital francés, se hizo cargo de la administración de la Tesorería haitiana.
En 1.910 este banco fue reorganizado en conexión con un nuevo empréstito,
tomado por banqueros franceses, y reemplazado por el Banco Nacional de la
República de Haití, el cual, como a la anterior institución, se le confió la
administración de la Tesorería de Haití. Según el contrato con los banqueros
franceses, el Banco debería hacer ciertos préstamos anuales al gobierno. De esa
coyuntura se valió el National City Bank para interesarse, y el Secretario de
Estado, Knox, siguiendo su política de la diplomacia del dólar, intervino en el
asunto y se opuso al contrato diciendo que debían estar representados algunos
intereses de banqueros yanquis. Después de varias maniobras, minuciosamente
relatadas en el libro y que tienen algo de novelesco como las vidas de los
grandes corsarios de las finanzas, el Banco Nacional de Haití se convirtió en
propiedad del National City Bank de New York. Según el testimonio de Roger L.
Ferham, Vicepresidente del National City Bank, ante el Comité del senado, en
1921, la incursión de los marinos yanquis para apoderarse por medio de la
violencia, cometiendo un asalto manifiesto a la propiedad privada, sin
precedentes en la historia, fue organizada por el Departamento de Estado y el
National City Bank.
Luis Araquistain ha comentado en los siguientes términos este despojo:
“Si un particular hiciera cosa semejante diríamos que había cometido un
robo. Pero un Estado no puede robar a otro. A lo sumo comete un acto de guerra,
que, si el Estado ofendido es impotente, carece de consecuencias. No hace falta
ni dar explicaciones, como no las dio el Gobierno de Washington, por mucho que
las pidió Haití, creyéndose atropellado en su soberanía. Una explicación
significa el reconocimiento de un error o falta. Pero los Estados Unidos no
incurren nunca en estos defectos del intelecto o de la conducta. Son infalibles
intelectual, moral y jurídicamente. Dejando sin dinero al gobierno de Haití, no
intentaban un robo vulgar, ¿qué son quinientos mil dólares para una nación tan
multimillonaria sino un recurso más para persuadirle de firmar un tratado de
enajenación de su soberanía?”.
Bolivia y el Perú han entregado sus riquezas mineras, sus transportes, la
soberanía real, a compañías europeas y americanas. La guerra del Chaco, entre
Paraguay y Bolivia, fue provocada y sostenida por las compañías de petróleo que
se disputaban allí su predominio comercial.
Alberto Torres analizaba así la situación del Brasil, que se ha
modificado muy poco en los últimos años:
“En el momento en que los gobiernos de los Estados Unidos, el Canadá, la
India, comienzan a vigilar sus riquezas y a repararlas, nosotros, por medio de
los hombres que nos gobiernan, corremos presurosos a ofrecer
vastas y generosas
concesiones; recibimos con agradecimiento y reverencia a los que se proponen
explotar nuestras fuentes de riqueza. Para nuestros estadistas, este ataque a
las reservas de nuestra naturaleza, por sindicatos extranjeros, significa la
benéfica perspectiva de colocación de capital.”
Casi toda la América Latina tiene hoy una economía mediatizada.
Políticamente libres, con los atributos formales de la soberanía interna y de
la independencia externa, después de un pasado que acredita su buen sentido y
su excepcional probidad, estos pueblos se encuentran ante una situación económica
que pone en ecuación el problema de su futuro. El progreso material no es para
un país sino la osatura, a la cual tan sólo una nación instruida y enérgica
puede darle músculos, nervios y sangre. La suerte de las naciones modernas
depende de la dirección que tomen en el sentido del trabajo y no de la
especulación.
La república de Colombia, situada en una zona de influencia, en lo que suele
llamarse el mediterráneo americano, se ha desprendido de sus principales
fuentes de riqueza, sin provecho económico alguno. La administración Olaya
Herrera inició la entrega al por mayor de todos los puntos estratégicos de la
economía patria. Lanzado como candidato a la primera magistratura, cuando
ejercía el cargo de Ministro de Colombia en Washington, la burguesía capitalista,
que cerró filas en tomo suyo, le aclamó como el salvador de la patria,
confiando en sus grandes conexiones financieras en los Estados Unidos.
Desde el mes de agosto de 1.930 presentó a la consideración del congreso
un proyecto de ley de facultades extraordinarias, que lo colocaba por encima de
la constitución y de las leyes, y otro que lo autorizaba para contratar un
empréstito con el National City Bank. Se trataba de un préstamo a corto plazo,
de aquellos que han constituido el dogal más estrecho para la soberanía
nacional en los países de la América Latina desde el Perú hasta Bolivia. Por
este sistema ingenioso pasaron a la jurisdicción de los banqueros
norteamericanos las diversas rentas públicas de Bolivia y aquella nación
continuó administrada por una junta de técnicos saxoamericanos. Pocos meses
después hizo aprobar, por los medios más ilícitos, ofreciendo ministerios y
legaciones, el famoso contrato del Catatumbo, que le entregó al señor Mellon,
entonces Secretario de Comercio de Hoover, y a su grupo, un territorio de
quinientas mil hectáreas, nuestra mayor riqueza pretrolífera. El gobierno no
alegó propiamente razones económicas para defender este contrato, sino que
halagó a una inmensa masa de desocupados, industriales, banqueros y agricultores,
con una supuesta financiación del país. Para estudiar y revisar la póliza se
importó a un técnico americano, el señor Rublee, célebre por sus hazañas en
México, como Secretario de Morrow. Más tarde se le prorrogó por treinta años a
la United Fruit Company, el contrato de explotación del Ferrocarril de Santa
Marta, consolidando sus privilegios en la zona bananera del Magdalena.
Como reacción contra el régimen del doctor Olaya Herrera don Alfonso López le
propuso al país un programa nacionalista, de seductoras perspectivas. Colombia
primero que todo para los colombianos. Pero un destino fatal rige el paso
atormentado de estas inciertas democracias. El Presidente López ha querido
reemplazar el imperialismo americano con el imperialismo británico, multiplicando
así nuestros peligros y asechanzas. Con el propósito deliberado de arruinar la
más poderosa de las industrias nacionales, el tabaco, se ha facilitado el
establecimiento de una Compañía inglesa, que consumirá la hoja rubia de
California. Todo indica que si no se presenta una inesperada reacción nacional,
Colombia será en el futuro una simple colonia tropical. En nuestro suelo
trabajará una envilecida nación de jornaleros, mientras cobran pródigos
dividendos, en las grandes metrópolis de Inglaterra y Estados Unidos, los
accionistas de las factorías extranjeras que se han apoderado de nuestras
industrias, con el apoyo venal de los gobiernos. Estos hechos no admiten
discusión, no pueden ser deformados, ni tergiversados. Como lo escribió Alberto
Torres, una nación puede ser libre, aunque sea bárbara, sin seguridad, ni
garantías jurídicas; pero no puede serlo, sino tiene el pleno dominio de sus
fuentes de riqueza, de las obras vivas de su industria y de su comercio. Las
mejores organizaciones militares, nada valen, en defensa de países ocupados por
“las armas financieras de los estados”. La política de un pueblo moderno, para
la paz o para la guerra, consiste en el arte de conservar, obtener y aumentar
una economía independiente.
Colombia fue en el pasado una nación tranquila, diseminada en un vasto
territorio, que se organizaba., sin ambiciones impacientes, para la
concurrencia mundial, por medio del trabajo libre y del esfuerzo de sus hijos.
De lo que es capaz una raza de trabajadores, situada en un suelo libre, puede
servir de testimonio la colonización del Quindío, una de las grandes epopeyas
de la energía humana en el continente. Pero los abuelos heroicos se ven
reemplazados hoy por el parasitismo proletario, en las clases bajas; por el
funcionarismo, por las profesiones liberales, por la política, en la clase
media; por la especulación financiera, en las clases elevadas.
En el siglo XIX el proteccionismo fue una teoría imperialista, cuyo
principal objeto era defender las grandes industrias o aclimatarlas. Cuando
tengamos una industria consolidada iremos al libre-cambio, declaraban los
americanos del norte. Hoy sostienen la misma política para tutelar el trabajo
nacional amenazado por el obrero degradado y barato de los países coloniales.
El pueblo colombiano nunca había conocido un peligro comparable al que
entraña la apropiación de su mejor patrimonio bruto o de sus bienes en explotación,
por agentes de las grandes potencias industriales. No obstante, la
inexperiencia con que entregamos ya algunas de nuestras riquezas naturales, el
petróleo y el platino, la nuestra parecía tierra libre de los desvaríos,
ilusiones y liviandades de ciertos pueblos, que para satisfacer las vanidosas
aspiraciones de aparente progreso y dar rienda suelta a los disparatados caprichos
de una generación, despilfarran el trabajo, la producción, las alegrías sanas
del esfuerzo y de la labor paciente, entregándose a las más arriesgadas
aventuras. El pueblo no tenía por qué prever este peligro. Confiaba, como es
natural, en el buen juicio de los que tienen la misión de dirigirlo y
principalmente en las promesas del gobierno sobre la sistemática defensa de su
riqueza. Velar por la cosa pública, amparar los intereses colectivos, es el
título de legitimidad de las autoridades y la razón de ser de las instituciones
políticas. La nación creía que tenía un gobierno, legisladores y
administradores, y esperaba que sus mandatarios sabrían consolidar sus
conquistas en el terreno económico. De un momento a otro nos encontramos en
presencia de un régimen resuelto a hostilizar las industrias nacientes, sin
razón y sin causa, por simple odio a una supuesta clase capitalista. La lucha
no se plantea hoy únicamente contra el capital importado sino contra el
gobierno que lo favorece.
Para este conflicto nuestra preparación es muy deficiente. No tenemos una
firme política económica, una sólida organización industrial, trabajo de
propaganda y estímulo para las actividades nacionales. La política fiscal
fundada tan sólo en las urgencias burocráticas, es adversa a la producción,
soporte efectivo de todo sistema tributario.
Tan grave, por lo menos, como la amenaza de ‘que nuestras industrias
pasen al dominio del capital extranjero, es la tendencia a convertirlas en
empresas oficiales, a la cual le han abierto ancho camino ciertas reformas
constitucionales. Una de las más odiosas inclinaciones del Estado colombiano es
evitar que los ciudadanos trabajen y se organicen lejos de los cuadros
burocráticos. Todo negocio que logra presentar un halagador prospecto económico
pasa invariablemente al dominio del gobierno, con tanto daño para aquél como
para éste. Es la envidia igualitaria.
Nos espanta pensar que en los momentos en que todas las naciones libres,
ofrecen a los ojos del observador, como rasgo dominante de su política, el
fenómeno de un exaltado nacionalismo, las gentes que nos gobiernan se empeñen
en entregar la economía patria, arrebatándole al país el goce de una soberanía
efectiva. A la creciente ambición de las razas sajonas, fundada en una supuesta
superioridad racial, en un ideal político coherente, que cuenta a su servicio
con la autoridad de una ciencia, de una técnica y de una literatura, oponemos
tan sólo un patriotismo oratorio y bizantino, que no vacila en abrir las
puertas a la competencia industrial. La resistencia al extranjero debemos
presentarla en el terreno de la agricultura y de la industria. De lo contrario
las generaciones del futuro serán generaciones esclavas y, aunque conserven
sentimentalmente su independencia, morirán, como decía Alberto Torres, de
éxtasis místico al son del himno nacional.
Todo nacionalismo en América debe ser continental. En vez de preocuparnos
tanto por la conquista de los mercados europeos debemos buscar un intercambio
con las demás naciones de América, por medio de una diplomacia ilustrada,
suscribiendo pactos comerciales y manteniendo una estrecha alianza con ellas en
las Asambleas panamericanas. Sólo siendo solidarias estas naciones pueden
aspirar a ser libres. Todo lo que amenaza la independencia de nuestros vecinos
nos amenaza a nosotros. Por esto como remate de su obra el Libertador soñaba
con una sociedad de las naciones creada por el genio y el esfuerzo de los próceres.
Colombia, que no tiene los problemas raciales que atormentan hoy a otros
países del continente, como el Brasil y la Argentina, debe oponerse a la
inmigración extranjera. Nuestras guerras civiles detuvieron por mucho tiempo
las corrientes migratorias. Nuestra población ha crecido vertiginosamente, con
el simple mestizaje del español y del indio, sin el aporte perturbador de otras
razas. Este es el bastión más firme de la unidad patria. Las plebes
cosmopolitas de la Argentina amenazan hoy su espíritu, su lengua, el genio
nacional. Las colonias alemanas y japonesas, perturban la unidad brasilera. Es
preciso oponer al “derecho económico”, el "derecho de la sangre” y el
derecho del suelo. El mito de Anteo que cobraba un vigor inédito al sentir en
cada nueva caída el contacto con la tierra bienhechora es el más permanente de
todos los símbolos políticos.
* Artículo extraído del libro No
hay enemigos a la derecha de Silvio Rodríguez, Casa Editorial y Talleres Gráficos
Arturo Zapata, Manizales, Colombia, Pág. 135-143
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