Por Juan Gabriel Caro Rivera
En su discurso inaugural de toma
de posesión de la presidencia de la república de Colombia, realizado el 7 de
agosto del 2018, Iván Duque, actual presidente colombiano, afirmaba que la
intensión de su gobierno era crear “un nuevo pacto” nacional, en el que fuera
posible despolitizar la sociedad colombiana, dejando de lado cualquier extremismo
político. “No más divisiones entre izquierda y derecha. Somos Colombia. No más
divisiones entre socialistas y neoliberales. Somos Colombia. No más ISMOS.
Somos Colombia”, afirmó (1). Tal afirmación no resulta para nada sorprendente,
especialmente viniendo de un hombre que se considera perteneciente a un partido
político de “centro” (Centro Democrático) y que se ha caracterizado por el
rechazo de cualquier extremismo político: “Ni de
la izquierda, ni de la derecha. Se puede decir que soy de extremo centro” (2).
Ahora bien, es increíble que esta actitud política haya pasado desapercibida
para la mayoría de los analistas políticos colombianos, que no han tomado en
serio las palabras del presidente y que se contentan en considerarlo un
representante de la extrema derecha colombiana. Sin embargo, este no es el caso
y la misión de Iván Duque parece ser más bien la contraria: llevar a cabo la
despolarización de la sociedad colombiana e instaurar el reino de la
tecnocracia. Ya no el reino de la lucha política, discurso que fue la fuente de
las guerras civiles colombianas hasta el siglo pasado, sino el reino de la
organización técnica y económica de la sociedad por medio de la ingeniería
social parcial. Este proceso de suplantación de la política por la economía y
la tecnocracia no es nuevo en Colombia y tiene antecedentes muy claros que
podemos rastrear incluso hasta mediados del siglo XIX, cuando el presidente del
Olimpo Radical Aquileo Parra, lector empedernido de Herbert Spencer, esperaba
suplantar la sociedad de guerreros y campesinos colombianos por una sociedad de
industriales y comerciantes.
Lo cierto es que, desde los procesos de Independencia,
la élite criolla colombiana se ha mostrado fuertemente influida por el
pensamiento anglosajón, especialmente en su vertiente del liberalismo radical,
la cual tiene su origen en el utilitarismo de Jeremy Bentham, cuyas ideas impregnaron
a muchos de los promotores de la Independencia como Francisco de Paula Santander
y Simón Bolívar. Estas élites criollas neogranadinas adoptaron las ideas de Bentham
sobre la creación de una república democrática y la necesidad de fundar los
partidos políticos como medio de disputa de las ideas en lugar de las guerras. Tanto
fue el entusiasmo que despertaron las ideas de Bentham en las élites de
Colombia y Venezuela que en vida el flemático filosofo inglés incluso planeó
mudarse a la Gran Colombia, durante la Independencia, pues creía que aquí sus
ideas estaban siendo aplicadas y puestas en práctica, cosa que no podía esperar
de la rancia y atávica Inglaterra. La influencia de Bentham sin duda marcó, de
un modo indeleble, la fundación de las repúblicas independientes del norte de
América del Sur, sin embargo, su influencia no acabo aquí. Jeremy Bentham
siempre fue conocido como un liberal radical, uno que luchó contra los
terratenientes tories en pro de la
fundación de una sociedad industrial, capitalista e igualitaria. Lo que lo
llevó a reunir a su alrededor a toda clase de liberales radicales, como James
Mill (el padre de John Stuart Mill) y David Ricardo, que tenían ideas
similares. Este liberalismo inglés, alimentado por las hambrientas ambiciones
del capitalismo, abogó por el fin de la renta, la educación pública gratuita y
el fin de la monarquía y el Estado que debía ser suplantado por una asociación
de productores libres. Fue de este modo, que el liberalismo radical inglés fue
considera una especie de antecesor del socialismo, o más bien el socialismo fue
considerado como una etapa superior de este mismo liberalismo, un “liberalismo
organizado”. Este liberalismo organizado fue adoptado posteriormente por los
herederos del liberalismo radical: la sociedad fabiana, cuya inspiración ideológica
y política no era el comunismo o el socialismo continental, sino el liberalismo
radical de John Stuart Mill.
Las élites liberales colombianas adoptaron el discurso
radical del liberalismo inglés, pero lo combinaron con el socialismo romántico.
Así fue como el Olimpo Radical pretendió reestructurar la “pobre y atrasada”
Colombia por medio de la enseñanza del utilitarismo en la educación, tanto
universitaria como primaria, con la esperanza de transformar la sociedad y
prepararla para que adoptara la mentalidad de una nación civilizada y
abandonara su origen escolástico-tomista de cuño hispánico. Todo el siglo XIX,
desde la expropiación de los bienes de manos muertas por el general Mosquera,
pasando por las diferentes constituciones, las reformas a la educación, hasta
llegar a las guerras civiles, fueron los intentos forzosos del liberalismo
colombiano por destruir la identidad nacional colombiana que tenía su origen en
la Contrarreforma y en la evangelización española. No obstante, todos estos
intentos terminaron en un fracaso que acabó a finales del siglo XIX con la
guerra civil más sangrienta y destructiva de nuestra historia: la guerra de los
mil días, la cual llevó a la pérdida de Panamá, el hundimiento de la economía
nacional y el desplome de todo proyecto social y político sostenidos por el
partido conservador o liberal.
Al avanzar el siglo XX, el liberalismo colombiano
adoptó todas las nuevas máximas introducidas por el liberalismo radical inglés
y por el fabianismo: reforma agraria, protección social, administración
económica municipal, planeación urbana, organización de la producción, etc… El
romanticismo francés fue reemplazado por el positivismo y su inspiración
principal: el saint-simonismo. Para los liberales colombianos ahora se trataba,
antes que nada, de seguir las máximas de Saint-Simón quien, en su momento,
pretendió suplantar “el gobierno de los hombres por la administración de las
cosas”. Este nuevo liberalismo tendió hacia la neutralización de la política y
el Estado, que para las élites colombianas siempre ha constituido el punto
débil de la sociedad colombiana: una sociedad profundamente polarizada. El
primer presidente colombiano en comprender esto fue Alfonso López Pumarejo quien,
durante la promoción de la Revolución en Marcha y posteriormente en su segundo
gobierno, señaló que Colombia debía avanzar más allá de las ideologías
políticas. Las luchas decimonónicas entre el partido liberal y el partido
conservador estaban quedando atrás, pues “la línea divisoria entre nuestras dos
colectividades históricas se ha ido desdibujando”, escribía López Pumarejo,
porque la ideología pasaba a ser irrelevante frente a las fuerzas económicas y
la rápida modernización que sufría Colombia. “Para decirlo de una vez
-prosiguió— me parece que el aspecto saliente de nuestra controversia civil
reside en el hecho de que las hemos ido trasladando del campo dogmático de los
principios religiosos, filosóficos y estrictamente políticos, al plano de las
preocupaciones económicas [...] en que los partidos están abandonando
voluntariamente sus viejas banderas de combate para reemplazarlas, con
satisfactoria prontitud, por nuevas formas de diferenciación política” (3).
Esta nueva actitud frente a la política significaba
una reconfiguración de las fuerzas históricas y una nueva clase de
recomposición de la misma política. El jurista Carl Schmitt solía ver la
historia contemporánea de la sociedad Europea Occidental como un proceso de
neutralizaciones, donde poco a poco la política, cuyo origen él rastreaba hasta
el tratado de Westpahlia, era sustituida por otras formas de organización de la
vida estatal. Schmitt veía este proceso de neutralización dado por la nueva
organización económica y técnica de la vida que estaba siendo impuesto al mundo
por el comunismo y el capitalismo: el nacimiento de una sociedad discutidora
mundial y la suplantación del Estado por una enorme fábrica o empresa
financiera (4). Por supuesto, semejante proceso requeriría antes que nada la
liquidación de toda posible teología política y la desaparición de cualquier
lucha ideológica.
En Colombia, esto significaría la finiquitación de la
otrora lucha a muerte entre los partidos políticos y la desaparición de los
grupos residuales que continuaran sosteniendo alguna clase de teología política
propia. Lo primero se cumplió con la alianza entre liberales y conservadores
después de la Violencia y la formación del Frente Nacional, con el cual los
partidos políticos tradicionales dejaron de lado sus diferencias doctrinarias
del siglo XIX y pasaron a formar un sólo bloque. Lo segundo, sin embargo, ha
sufrido un devenir azaroso. La primera confrontación con las tesis de la
neutralización de la política y la despolitización de la sociedad, sostenidas
por el liberalismo colombiano en general y por la obra de Alfonso López
Pumarejo en particular, para instaurar un mundo dominado por la técnica fue
contestada por la teología política de derecha de Laureano Gómez. Su denuncia
de una “civilización mecánica”, que había roto con sus raíces metafísicas y
estaba por completo entregada a la técnica y al saqueo de los recursos
naturales de los pueblos colonizados no deja de tener relevancia. La “supercivilización”
técnico industrial anglosajona, representada por los Estados Unidos y el
capitalismo financiero, solo podría existir a expensas de "una gran
porción de la humanidad que no lo consigue, que vive en condiciones inferiores,
le ayude a pagar el costo de los que sí lo poseen” (5). Pero debido al
desequilibrio producido por el auge del materialismo frente a los valores
espirituales, esto acaba por producir una crisis general que no puede ser sino
la expresión de un profundo nihilismo: “civilización mecánica ha fracasado: ha
descubierto y puesto en conocimiento de los hombres un modo de vida superior a
aquel que la madre tierra es capaz de suministrar”, lo cual solo lleva a la
creación de "un hombre incompleto,
mutilado [...] que no tiene razones para oponer a las propuestas del
demonio" (6). Ante semejante destino, la única alternativa que quedaba al
hombre de la tradición y defensor de la metafísica seria la Instauración de
Todo en Cristo tal y como era sostenido por la Iglesia Católica. La otra
respuesta ante este reto es la dada por la teología política de izquierda que
se expresó en el socialismo radical y el comunismo, siendo su posición más acatada
la sostenida por Tomas Uribe Márquez de querer formar un partido comunista
clandestino, el cual debería ser liderado por “verdaderos revolucionarios”, “cv
afilados y conspirativos”, quienes “escudados en una disciplina de bronce”
construirían una nueva “republica espartana” (7). Una rebelión contra la
constitución del capitalismo global en pro de la creación de una alternativa política
comunista opuesta al orden internacional. La primera opción, como sabemos,
terminó por hundirse en un marasmo sin contenido y hoy, los conservadores y
neoconservadores católicos, han renunciado a cualquier intento de recuperar el
poder, limitándose su actividad a grupos marginales que carecen de relevancia.
La segunda respuesta, no obstante, conoció un tremendo auge en la segunda mitad
del siglo XX, pero al final, los grupos izquierdistas han terminado por tranzar
con el centro político o han fracasado en hacerse con el poder, lo que ha
llevado a que muchos adopten un discurso liberal salpicado de un socialismo a
medias.
Después de la caída del Muro de Berlín y el
hundimiento del socialismo real, el mundo ha experimentado un progresivo
alejamiento de los extremismos políticos y una convergencia profunda de los mismos
hacia el centro. El centro se ha constituido como el punto de choque, de lucha
política, donde todos los partidos han llegado a hablar un mismo idioma y han
terminado por adoptar un solo discurso: el pensamiento único. Este discurso,
por supuesto, tiene como premisa el fin de las ideologías (o al menos el fin de
la lucha ideológica) y la sustitución de la confrontación violenta por la
administración social y económica de la sociedad: que no es otra cosa que el
nacimiento de una super-ideología única, donde nadie dicienta y todo mundo
obedece. Una vez cerradas las guerras y finalizada la historia, los hombres se
dedicarán más bien a visitar los museos y a intercambiar mercancías. En
Colombia, por supuesto, este fin de las ideologías se expresa en el fin de la
confrontación bipartidista, en la consolidación de un acuerdo de paz con las
FARC (la guerrilla más vieja del continente), la entrada de Colombia en la OTAN
y su aceptación dentro de la OMC y la OCDE. Con ello, el triunfo de la
“civilización mecánica”, que tanto temían los conservadores más perspicaces,
está completo: Colombia perderá su alma, dejará de ser una sociedad hispánica,
para disolverse en el mundialismo, el libre mercado y la globalización,
mientras su autonomía política es suplantada por la gobernanza global a cargo
de instituciones internacionales que son los primeros pilares de una República
Universal.
Hoy día el objetivo final de las élites políticas y
económicas colombianas es la liquidación de toda teología política, apagando las
últimas chispas que quedan con la intención de instaurar un extremo centro,
liberal y radical, que gobierne Colombia. Ante semejante futuro, será la tarea
de los “radicales” la restauración de una teología política de guerra que se
enfrente a un mundo sin corazón. Esta teología política deberá superar los
límites del pasado y lanzarse a una confrontación sin cuartel. De lo contrario,
corre el riesgo de ser nuevamente domesticada, y esta vez, quizás, no haya otra
oportunidad.
Notas:
3. A. López Pumarejo, Obras selectas, vol. 2, pág. 242, 243-244.
4. Carl Schmitt, El
concepto de lo Político, Alianza Editorial, Madrid, 1991.
5. Laureano Gómez, Obras
selectas, vol. 1, pág. 547.
6. Laureano Gómez,
Obras selectas, vol. 1, pág. 807.
7. Tomás Uribe Márquez, Rebeldía y acción. Al proletariado colombiano, Bogotá: Editorial
Minerva, 1925, pág. 67.
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